Tema central

¿Cómo gobernar la URBS sin civitas?


Nueva Sociedad 212 / Noviembre - Diciembre 2007

El fenómeno urbano está marcado por la disociación entre urbes (la forma espacial y arquitectónica de la ciudad) y civitas (las relaciones humanas y políticas que se generan en ellas). Pero en las metrópolis brasileñas, cuya población total se ha incrementado como consecuencia de la desruralización y la industrialización, la primera condición parece disociada de la segunda. La expansión del trabajo informal, la concentración de habitantes en favelas y barrios periféricos cercanos o de fácil acceso a las zonas más ricas y el incremento de la violencia han generado un marcado proceso de segregación territorial que hace que las grandes ciudades brasileñas sean cada vez más ingobernables.

¿Cómo gobernar la URBS sin civitas?

Introducción

El destino de las grandes ciudades está en el centro de los dilemas contemporáneos. Las transformaciones socioeconómicas, en especial las producidas por la globalización y la reestructuración socioproductiva, profundizan la disociación entre progreso material y urbanización, economía y territorio, Nación y Estado. Se estima que en 2015 habrá en el mundo 33 conglomerados urbanos con porte de megalópolis, de los cuales 27 estarán localizados en países en desarrollo: Tokio será la única gran ciudad del Primer Mundo. Mientras que las metrópolis del Hemisferio Sur continuarán creciendo a tasas explosivas, las ciudades ubicadas en el Norte, que concentran la dirección y la coordinación de los flujos económicos mundiales, disminuirán su tamaño relativo. Tendremos entonces dos condiciones urbanas. Una, generada por la vertiginosa concentración de la población en las áreas urbanas de aquellos países que están en pleno proceso de desruralización; y otra, la condición urbana generada por la concentración del capital, del poder y de los recursos de bienestar social en las naciones desarrolladas.

Pero la línea demarcatoria no es solo norte/sur. La disociación se reproduce a escala intraurbana. Incluso en las ciudades del mundo desarrollado están surgiendo territorios excluidos de los beneficios del crecimiento, guetos y periferias, cuyas marcas son la precariedad del hábitat, el aislamiento del centro de la sociedad, la violencia y la desertificación cívica. Espacios en los que se concentra la «miseria del mundo» (Bourdieu).

La urbanización generalizada ha borroneado las fronteras de las ciudades. Mike Davis (2006) propone la imagen del «planeta de las ciudades miseria»: la explosión demográfica provocada por la desruralización ha generado ciudades precarias en las proximidades de las megalópolis. Este espacio socioterritorial unifica lo rural y lo urbano, lo regional y lo urbano, y es resultado de la expansión del capitalismo internacional y del paso del modelo de «red de ciudades» al de «ciudad en red». Adrián Aguilar y Peter Ward (2003) acuñaron la expresión «urbanización basada en regiones» para dar cuenta de un proceso de urbanización sin delimitación clara de las ciudades. Para estos autores, este modelo se vincula a la necesidad de reproducción del trabajo excedente concentrado en las megalópolis, que solamente tendría lugar en los espacios periurbanos, caracterizados por el hábitat precario, donde se ejercen actividades rurales y urbanas integradas a los circuitos económicos mundializados.

La principal consecuencia de todo esto es política. El fenómeno urbano está atravesado por la disociación entre urbs (la forma espacial y arquitectónica de la ciudad) y civitas (las relaciones humanas y políticas que se generan en ellas). Fueron estas dos dimensiones de la condición urbana las que emanciparon a los individuos, tanto por la ruptura de los lazos de dependencia que los ligaban a los señores (de la tierra, de la guerra o del Estado), como por el surgimiento de nuevos patrones de interacción social basados en la tolerancia y el reconocimiento de la diferencia. La relación entre urbs y civitas generada por las transformaciones de las metrópolis de la gran industria fue también la base del Estado de Bienestar. En efecto, como demostraron algunos sociólogos (Topalov), las reformas urbanas de fines del siglo XIX y comienzos del XX jugaron un papel importante en la construcción de la moderna sociedad del salario (salariat). La transformación de la fuerza de trabajo en mercancía necesitó de la desmercantilización parcial de la ciudad a través de la regulación del uso del suelo, las primeras políticas de vivienda social y un sistema público de transportes.

Hoy hay dudas acerca de las posibilidades de la experiencia urbana para contener estos impulsos civilizatorios. Las narraciones contemporáneas sobre las grandes ciudades están crecientemente marcadas por imágenes antiurbanas y describen por lo general un mundo social anómico, regresivo e inseguro, de individuos atomizados ligados solo por relaciones instrumentales.

Vivimos una aparente paradoja. Pese a la asimetría de las dinámicas urbanas generadas por la urbanización y las políticas neoliberales, las grandes ciudades son cada vez más importantes para el desarrollo, como demostraron Jane Jacobs (1969) y Pierre Veltz (1996). Esto significa que el crecimiento depende hoy más que nunca de proyectos urbanos que articulen las fuerzas económicas y sociales mediante acciones cooperativas. Las políticas macroeconómicas manejadas por los Estados centrales perdieron buena parte de su capacidad para lograr el crecimiento. Para ser eficaces, las estrategias nacionales de desarrollo deben articularse en diversas escalas e inducir la cooperación con y de las fuerzas regionales y locales: ese es el único camino para reterritorializar la economía e impedir la profundización de la disyunción entre Estado y Nación.

Pero, al mismo tiempo, la tendencia a la urbanización difusa parece bloquear los proyectos políticos en ese sentido, ya que la unidad política de la ciudad ha explotado, lo que complica las posibilidades de gobernar su territorio y a su población. Las políticas urbanas orientadas exclusivamente a incrementar la competitividad de las ciudades y a atraer flujos de capitales no son suficientes. Para que las metrópolis sean más que una mera plataforma de atracción de capitales y constituyan territorios de anclaje duradero de los circuitos económicos es necesario que contengan los elementos requeridos por la nueva economía de aglomeración de la fase posfordista: innovación, confianza y cooperación. La reducción de los costos por distancia y de las externalidades, producto de la revolución de los medios de transporte y de comunicación, cuenta hoy menos que los efectos positivos derivados de la densificación de las relaciones sociales, intelectuales y culturales (Veltz 1996 y 2002). Para que una metrópoli sea competitiva en el sistema urbano global, debe promover la cohesión social.

En este marco, debemos reflexionar sobre las tendencias de la organización socioterritorial de las metrópolis brasileñas. En menos de 50 años, bajo el impulso de la industrialización y la desruralización, Brasil se transformó en un inmenso territorio articulado por un complejo sistema urbano-metropolitano. Hoy, cerca de 80% de su población vive en ciudades. Según una investigación del Observatorio de las Metrópolis, existe en Brasil una red de 15 conglomerados urbanos con funciones metropolitanas.

Este proceso de urbanización tiene su correlato institucional. En 2001 se sancionó una ley nacional de desarrollo urbano, conocida como «Estatuto de la Ciudad», que provee a los gobiernos locales de un conjunto de instrumentos legales, urbanísticos y fiscal-financieros para implementar políticas reguladoras, redistributivas y de democratización de la propiedad urbana y el acceso a los servicios públicos.

Estos avances ocurren en un momento de transformación de la naturaleza y la escala de la cuestión urbana. En efecto, las políticas neoliberales de los 90 y la inserción defensiva de Brasil en la economía globalizada exacerbaron los procesos de dualización, polarización y fragmentación social, cuyo epicentro son las metrópolis. Las metrópolis brasileñas atraviesan un periodo de transición en el cual las consecuencias de la ausencia de un sistema de gobernabilidad urbana y la desestructuración del régimen de bienestar social pueden profundizar el riesgo de disgregación. Polarización y segmentación socioterritorial

El análisis de los 15 conglomerados metropolitanos identificados en el trabajo mencionado confirma la tendencia a la concentración del modelo de organización socioterritorial brasileño. En estas ciudades, el incremento poblacional es superior a la media nacional. En números, los 15 conglomerados urbanos reúnen una población total de 100.817.000 personas y registran una tendencia al aumento: cada año se incorpora al conjunto metropolitano el equivalente a una nueva ciudad de un millón de habitantes. Dentro de los espacios metropolitanos, la tendencia a la concentración es todavía mayor. Los municipios más grandes dentro de los 15 principales conglomerados urbanos metropolitanos reúnen a más de 90% del total de la población de esos territorios.

El proceso de absorción de población en los diversos espacios metropolitanos viene ganando contornos diferenciados a lo largo del tiempo. Los polos dentro de cada espacio metropolitano, que en 1991 absorbían 60% de la población, han perdido participación a través de los años y en 2006 concentraban 55% de la población. Como contrapartida, los municipios del entorno inmediato al polo y muy integrados a él absorben la mayor parte del incremento poblacional de las regiones metropolitanas: 50% del total en el periodo 1991-2000 y 48% en 2000-2006. Su participación en el total de la población metropolitana pasó de 33,4% en 1991 a 37,4% en 2006.

En cuanto al resto de los municipios ubicados en áreas metropolitanas, más de 50% del total se encuentra al margen del proceso de concentración poblacional: son 166 municipios que vienen absorbiendo apenas 10% del incremento poblacional ocurrido en esas áreas. No se puede afirmar, por lo tanto, que existan tendencias nítidas a la dispersión metropolitana. En efecto, el crecimiento en las zonas de los conglomerados metropolitanos que podríamos identificar como periurbanas implica volúmenes poblacionales todavía muy pequeños.

Al mismo tiempo, algunas investigaciones indican una tendencia a la relativa desconcentración de las actividades económicas, tanto de la industria como de los servicios, hacia los municipios ubicados en las proximidades de los antiguos polos productivos (Acca; Diniz; Domingues et al.). Las empresas buscan allí, en especial cerca de los municipios de San Pablo y de la subregión ABCD, condiciones sociales e institucionales más propicias para los nuevos modelos de organización socioproductiva basados en la flexibilización del trabajo. Sin embargo, se trata de una tendencia que no altera el modelo de organización productiva del territorio y que produce apenas una dispersión relativa.

Los datos analizados demuestran, en verdad, una creciente segmentación socioterritorial generada por la combinación de tres procesos: la segmentación del mercado de trabajo; la crisis de la movilidad urbana, que afecta sobre todo a los trabajadores informales, y la crisis del sistema de provisión de viviendas.

Las transformaciones del mundo del trabajo se explican por los cambios provocados por la globalización. El rasgo principal es que hoy las empresas más dinámicas seleccionan a sus trabajadores de acuerdo con su capacitación, a diferencia de lo que ocurría durante la vigencia del modelo de sustitución de importaciones, cuando el trabajador asalariado se formaba en la fábrica. Como consecuencia de este cambio, se genera un contingente considerable de trabajadores con ocupaciones precarias, informales y transitorias, especialmente en el sector de servicios domésticos y personales.

La informalidad genera lazos inestables con el mercado laboral, lo que a su vez produce vulnerabilidad e incertidumbre y debilita el papel socializador del trabajo, especialmente entre los jóvenes. Otro efecto es la disminución de las expectativas de movilidad social ascendente. Los análisis que comparan el empleo actual de una persona de 45 años de edad con su primer empleo encontraron avances significativos en base a fuertes cortes en la estructura social: de rural a urbano, de ocupación manual a ocupación no manual, de ocupación de calificación media a ocupación de calificación superior, y de empleado a empleador. Esto demuestra que el modelo de sustitución de importaciones generó una dinámica de movilidad social ascendente. La segmentación socioterritorial de Brasil no solo está condicionada por las transformaciones en el mundo del trabajo, sino también por el aumento de la importancia de los lazos con el territorio como condición que define la inserción social del trabajador y su derecho a la ciudad, tanto en términos de la integración de redes sociales como de acceso a oportunidades de ocupación e ingresos. Este hecho se contradice con el creciente proceso de inmovilización territorial del trabajador comprobado por diferentes estudios sobre el transporte urbano en las grandes metrópolis. Alexandre Gomide de Ávila (2003) demostró la disociación entre la evolución de las tarifas públicas de transportes colectivos y los ingresos del trabajo en el periodo 1995-2002. Las tarifas aumentaron como consecuencia del poder de las empresas concesionarias frente a las autoridades estaduales y municipales, mientras que la renta real del trabajo disminuyó, como consecuencia del desempleo y de la pérdida de poder de los sindicatos. Se estima que durante la vigencia del Plan Real, desde julio de 1994 hasta agosto de 2003, la inflación acumulada fue de 155%, mientras que la renta de los sectores de bajos ingresos aumentó 131%. Al mismo tiempo, la tarifa media de ómnibus en las diez regiones metropolitanas más grandes se incrementó 242%. Los datos de las investigaciones realizadas por el Instituto de Desarrollo e Información sobre Transportes confirman la relación entre la crisis de movilidad en las áreas metropolitanas y la creación de bolsones de pobreza. El sector más humilde de la población es el que tiene mayores dificultades para trasladarse. Este segmento corresponde a casi 45% de la población total de las metrópolis, pero representa menos de 30% de los usuarios de ómnibus urbanos. Es también el sector que más depende del tren urbano, lo cual indica que debe recorrer largas distancias.

Esto genera la inmovilidad de los trabajadores concentrados en las metrópolis brasileñas y bloquea su acceso a los territorios donde se encuentran las oportunidades de ocupación e ingresos. Y también ha propiciado el desarrollo de un sector ilegal de transporte colectivo operado por un nuevo tipo de proletariado que, aunque propietario formal de sus medios de producción (autos familiares, vans, combis, motocicletas), está sometido a formas de expoliación económica sustentadas en métodos violentos (y a veces mafiosos) de control del territorio, en los que la policía juega un rol relevante.

La combinación de los cambios en el mercado de trabajo con la inmovilidad urbana, sumada a la ausencia de políticas efectivas y masivas de provisión de viviendas, genera la segmentación socioterritorial de las metrópolis. La evidencia más fuerte de estos fenómenos es la presión por la ocupación de las áreas centrales, verdaderos polos de riqueza e ingresos, en los que los trabajadores precarizados tratan de ingresar. La consecuencia socioterritorial es la expansión del hábitat precario justamente en aquellos lugares en los que se concentran las capas de mayor renta.

El crecimiento de las favelas es la expresión de la solución perversa de las necesidades habitacionales. Se trata de un fenómeno esencialmente metropolitano, como señaló Suzana Taschner Pasternak (2007, p. 234): según el censo de 2000, existían en Brasil 1.650.000 viviendas localizadas en favelas, 86,3% de las cuales se concentraba en los 26 principales aglomerados urbanos del país. Esto indica un importante crecimiento de este tipo de vivienda precaria en el periodo de crisis del modelo de desarrollo por sustitución de importaciones.

Las favelas se instalan en las áreas centrales de las metrópolis, donde están concentrados los sectores de mayor renta y donde, por lo tanto, están las oportunidades de trabajo, sobre todo en servicios personales y domésticos. El mecanismo es perverso por dos razones: por un lado, la ausencia de una política habitacional permitió que un importante sector de la población se asentara en tierras poco apropiadas para vivir. Las características de estos asentamientos son la ilegalidad, la irregularidad, la construcción en tierras poco propicias, el hacinamiento y, en muchos casos, el fuerte ahogo de la renta ante la necesidad de pagar el alquiler. Por otro lado, la expansión de las favelas es perversa porque institucionaliza un modo de integración marginal a la ciudad.

Se ha consolidado así una línea divisoria en la organización interna de las metrópolis brasileñas que genera altos costos y actúa como un mecanismo de exclusión. Esto es consecuencia de la combinación de la urbanización organizada por el laissez-faire y la política de tolerancia total hacia todas las formas de apropiación de la ciudad (la utilización de la ciudad como política social perversa).

Pero las favelas no están presentes en forma homogénea en todas las metrópolis, ya que dependen de la historia de las formas de producción de la vivienda popular y del régimen urbano prevaleciente en cada ciudad. En San Pablo, por ejemplo, se asientan en terrenos más precarios y alejados de las zonas centrales del área metropolitana. Erminia Maricato (1996, p. 58) estima que 49,3% de las favelas de la ciudad de San Pablo están localizadas a la orilla del arroyo, 32,2% en terrenos sujetos a inundaciones, 29,3% fueron construidas en terrenos con declive acentuado y 24,2% en terrenos sujetos a la erosión. Los mapas de localización de las favelas de San Pablo demuestran que en general se ubican lejos del núcleo social y económico, pero en áreas que permiten un fácil acceso. En la región metropolitana de Río de Janeiro el régimen urbano configuró un modelo distinto, de mayor proximidad entre las favelas y los barrios que concentran las viviendas de los más ricos (Ribeiro/Lago; Ribeiro/Valle Silva).

La segmentación socioterritorial, además de generar una presión en la ocupación de las áreas centrales de las metrópolis, produce efectos regresivos en la renta debido a la discriminación social y simbólica derivada del hecho de vivir en una favela. Se estima que los trabajadores de baja escolaridad (con hasta cuatro años de estudios) que viven en favelas obtienen una renta inferior a la que perciben los trabajadores de igual condición social que habitan en barrios no considerados como favelas. El porcentaje es 14% menor en Río de Janeiro, 19% en San Pablo y 21% en Belo Horizonte. Esta diferencia negativa se repite cuando se comparan otros atributos que inciden en la determinación de la renta, lo que indica que la población que habita las favelas es objeto de prácticas discriminatorias en el mercado de trabajo.

La segregación residencial se expresa también en la existencia de distintos regímenes jurisdiccionales de propiedad inmobiliaria: el de la propiedad plena, legalmente asegurada, que permite su plena transacción en el mercado, y el de la posesión precaria, asegurada solo por convenciones sociales locales, sin capacidad de vincularse con el mercado. Los trabajadores que viven en las favelas, por ejemplo, no pueden usar sus recursos del Fondo de Garantía del Tiempo de Servicio (GTS) para financiar la compra o la mejora de sus viviendas.

Segregación urbana y desvalorización del capital social

Los regímenes de bienestar aseguran la protección de los individuos contra los riesgos que los amenazan (Castel). El objetivo de estos regímenes es asegurar la gestión colectiva de los riesgos de la reproducción social y, al mismo tiempo, garantizar la legitimidad de las relaciones sociales capitalistas. Cuando las sociedades capitalistas mercantilizan totalmente la fuerza de trabajo y ceden al mercado la función de reproducción social, los riesgos son altos. Por eso, en todas las sociedades capitalistas es necesario un sistema no mercantil de gestión del riesgo en convivencia con el mercado, pues los individuos aislados no son capaces de administrar las contingencias sociales.

En Brasil, pese a la intensa industrialización ocurrida desde 1930, prevaleció un régimen de bienestar social dual que aseguró la gestión del riesgo de la reproducción social, basado en la variante «familiar-mercantil» (Esping-Anderson), aunque para algunos segmentos profesionalizados y sindicalizados se creó un welfare social incompleto y selectivo. En efecto, se desarrolló un capitalismo que dejó inacabado el proceso de salarización de la fuerza de trabajo y que no contempla la reproducción del trabajador como uno de los costos inherentes a la acumulación de capital. La reproducción social, entonces, estuvo históricamente sustentada en una combinación entre el mercado-familia y un reducido Estado de Bienestar selectivo. De hecho, se transfirió a las familias (y a las comunidades) la gestión de los riesgos de la reproducción social.

A partir de estos presupuestos, y considerando las particularidades históricas del desarrollo del capitalismo en Brasil, podemos decir que las grandes metrópolis atraviesan una crisis social como consecuencia del debilitamiento de este régimen dual de bienestar social, afectado por las transformaciones del mundo del trabajo ya mencionadas y por los mecanismos de segregación territorial y la fragilización de las estructuras sociales en la familia y el barrio.

La fragilización territorial de las estructuras familiar-comunitarias es resultado de la acción combinada de tres mecanismos: la creciente incorporación de los territorios populares al orden mercantil, que alcanza no solamente a la vivienda (mediante la compraventa y el alquiler), sino también a un conjunto de economías locales que funcionan con bases institucionales paralelas a las hegemónicas; la difusión de una «sociabilidad violenta» (Machado 2004a y 2004b) y sus consecuencias en la vida colectiva en estos territorios; y, como sustrato material de esta sociabilidad, las tendencias a la concentración territorial de los segmentos que viven relaciones inestables con el mercado de trabajo y sus consecuencias en términos de aislamiento sociocultural del conjunto de la ciudad.

Los tres mecanismos se refuerzan mutuamente y transforman la segregación residencial en una de las marcas del actual orden urbano metropolitano. En nuestros estudios hemos observado señales en esa dirección. Además de la ya conocida tendencia al autoaislamiento de los sectores más ricos en ciudadelas fortificadas y condominios cerrados, verificamos procesos de vulnerabilización social que generan una reproducción de la pobreza y la desigualdad: en los barrios periféricos y en las favelas viven personas que mantienen lazos inestables con el mercado de trabajo y que se encuentran inmersas en familias frágiles, donde se genera una especie de «capital social negativo» que se articula de diferentes modos con la violencia. Por supuesto, en los barrios populares siempre estuvo presente la violencia, pero en el pasado no producía los efectos desorganizadores que hoy genera la violencia asociada al tráfico de drogas y de armas. Esta crea un clima social y una cultura que conspiran contra las prácticas y las relaciones de solidaridad, especialmente entre los jóvenes. El alarmante número de muertes de hombres jóvenes genera un acortamiento de sus horizontes temporales que produce actitudes poco propicias para la aceptación de los valores de la sociedad. Se difunden valores bélicos ligados a la lealtad, la honra y el coraje, propios de una sociedad feudalizada, en detrimento de los valores del universalismo democrático y ciudadano, el respeto a las reglas y la racionalidad estratégicamente orientada. Esto genera un cuadro social de faccionalismo fratricida. La destrucción de las estructuras familiares y de la dinámica de la reproducción cultural invierte las relaciones de autoridad intergeneracionales y funda los lazos sociales en el poder militarizado. El resultado es una disputa permanente en los barrios populares en torno de la supremacía moral de dos estructuras tradicionales: la familiar y la del tráfico.

Por otro lado, la presencia de la violencia asociada al tráfico de drogas y de armas en los barrios populares estimula percepciones colectivas estigmatizadoras y segregadoras de los trabajadores pobres y de sus territorios y promueve imágenes negativas de estas comunidades, que pasan a ser vistas como fuentes de desorden urbano.

El tercer mecanismo por el cual se fragilizan las estructuras familiar-comunitarias, además del avance del mercado en los territorios populares y el incremento de la violencia, es la concentración territorial de los trabajadores que mantienen lazos inestables con el mercado de trabajo. Esto se explica por la imposibilidad de establecer lazos con personas de otras categorías sociales (y, por lo tanto, acceder a activos diferentes de los que prevalecen en su entorno) y las dificultades para tomar contacto con los mecanismos de ascenso social, ya que los pobres que no tienen contacto con otros grupos sociales pierden referencias respecto a las posibilidades de movilidad social. También contribuye a esta situación la percepción, falsa pero muy extendida, de que los problemas que aquejan a las favelas y periferias tienen que ver con las características propias de estos lugares y no con la organización general de la ciudad.

Todo esto, en suma, genera dificultades para experimentar una sociabilidad urbana más amplia, por la cual el conjunto de la población y las instituciones de la ciudad podrían percibir las dimensiones urbs, civitas y polis inevitablemente implicadas en los problemas urbanos. Es decir, la necesidad de compartir colectivamente los desafíos de la gobernabilidad de la metrópoli.

Metrópolis: ¿urbs sin civitas?

Los efectos de la combinación entre la expansión del trabajo informal, el hábitat precario y la segregación complican la plena vigencia del derecho a la ciudad prometida por el programa de reforma urbana contenido en el Estatuto de la Ciudad. Este presupone la politización de los problemas de la ciudad y una sociabilidad que, reconociendo las diferencias y las desigualdades, consolide el espacio de la ciudadanía. Se basaba en la idea de que el Estado debía reconocer los derechos de los trabajadores y las necesidades colectivas inherentes al modo de vida generado por la industrialización. Esta fue la base teórica que instituyó en Brasil, y en muchos otros países de América Latina, un programa político que ligaba la lucha en la fábrica con las reivindicaciones por las mejoras urbanas como una «nueva modalidad del conflicto de clases» (Oliveira 1978).

La reducción del trabajo asalariado y el incremento de la informalidad, junto con la creciente precarización del hábitat urbano y la destrucción de los mecanismos del Estado de Bienestar, han creado un ejército de personas vulnerables sin capacidad para politizar la ciudad. En otras palabras, aunque los derechos están formalmente asegurados, la organización social del territorio de las metrópolis parece desconectar la condición urbana de la ciudadanía.

Podemos afirmar, con Celso Furtado (1992), que en las metrópolis se concentran los procesos que interrumpen nuestra construcción como nación. Si enfrentar la cuestión social es, además de un imperativo moral, una necesidad a la vez social y económica, ¿por qué se ha hecho tan poco al respecto hasta ahora? ¿Por qué la cuestión metropolitana ha sido ignorada por la política? ¿Es posible conciliar el proceso de democratización con estas desigualdades sociales? Los países que disfrutaron de largos periodos de democracia encararon simultáneamente profundos procesos de homogeneización social. ¿Cuándo ocurrirá lo mismo en Brasil?

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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