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De la crítica a la apología. La izquierda latinoamericana entre el neoliberalismo y el neopopulismo


Nueva Sociedad 245 / Mayo - Junio 2013

Este artículo intenta captar algunas mutaciones de la esfera pública y el campo intelectual latinoamericano en las dos últimas décadas. El eje articulador de esas mutaciones es eltránsito, dentro de algunas sociedades y algunos gobiernos de la región, de la hegemonía neoliberal de la década de 1990 a la hegemonía neopopulista actual. Dichas hegemonías no se entienden únicamente como predominio de ciertas políticas económicas y sociales, sino también como estilos del lenguaje público, en los que el concepto de crítica, heredado de las tradiciones liberales y marxistas, es desplazado por la noción de apología, lo que pone en entredicho la identidad ilustrada de la izquierda.

De la crítica a la apología. La izquierda latinoamericana entre el neoliberalismo y el neopopulismo

Las transiciones a la democracia desde diversos regímenes autoritarios en América Latina, durante las dos últimas décadas del siglo XX, produjeron alteraciones poco reconocidas en el funcionamiento del campo intelectual y la esfera pública de la región. La vertiginosa modernización tecnológica de los medios de comunicación producida en los últimos años ha venido a acelerar aún más el cambio de roles en la vida pública, por el cual los viejos letrados vanguardistas de la modernidad latinoamericana son desplazados por expertos, blogueros o tuiteros del siglo XXI.Ya a fines de la década de 1980 el historiador Russell Jacoby se percataba de la mutación del rol intelectual en Estados Unidos. En The Last Intellectuals (1987), Jacoby observaba una decadencia de la figura del intelectual público de mediados del siglo XX, de estirpe neoyorkina (Lionel Trilling, Irving Howe, Edmund Wilson, C. Wright Mills, etc.), por efecto del desplazamiento de ideólogos y escritores a las universidades, los periódicos y los partidos1. Una publicación universitaria, un discurso presidencial o una serie televisiva comenzaban a ser medios de expresión más ambicionados por los intelectuales que revistas como Partisan Review o Dissent.

La fuga de los intelectuales hacia la academia o los medios buscaba el contacto con un público menos circunscrito a la bohemia vanguardista de los años 60 y 70, que involucrara a la juventud universitaria y a los sectores populares y de clase media articulados en torno de la radio y la televisión. Ese desbordamiento social del público en los últimos años de la Guerra Fría y la primera etapa postsoviética atenuó la polarización ideológica generada por el giro conservador de muchos intelectuales de izquierda de aquellas décadas.

Lo que Jacoby afirmaba para EEUU en los 80 es también aplicable a América Latina, sobre todo, en la década siguiente. Las transiciones democráticas, la apertura de la esfera pública y la modernización estatal y privada del campo de las ciencias sociales produjeron, en América Latina, la desaparición o el debilitamiento de la influencia de publicaciones y foros que en la época de las dictaduras y las guerrillas protagonizaban el debate ideológico. La ideología misma, en la izquierda o la derecha, comenzó a ser relegada entonces por símbolos o íconos del discurso mediático.

En las páginas que siguen intentaré explorar ese proceso por medio de dos refuncionalizaciones de la ideología en las últimas décadas. La primera, relacionada con la dogmatización de la tradición liberal operada por las políticas y los relatos del neoliberalismo en los años 90. La segunda, claramente ubicada en la pasada década, donde puede advertirse una vulgarización del marxismo y el comunitarismo de la izquierda, dentro del lenguaje de los poderes adscritos al «socialismo del siglo XXI» y la «Revolución Bolivariana». En ambos casos, es notable el empobrecimiento discursivo y práctico de la noción de «crítica».

La vulgata neoliberal

En la última década del siglo XX, mientras caía el Muro de Berlín y se iniciaban las transiciones al mercado y la democracia en Europa del Este, varios gobiernos latinoamericanos emprendieron reformas estructurales en sus economías, encaminadas a estabilizar las finanzas. Bajo las presidencias de Fernando Collor de Mello (1990-1992) e Itamar Franco (1992-1995) en Brasil, Carlos Saúl Menem en Argentina (1989-1999), Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) en México y Alberto Fujimori en Perú (1990-2000), se reprodujo una misma agenda de política monetaria, basada en la privatización y la desregulación, alentada por instituciones globales como el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM).

En el campo intelectual, el neoliberalismo produjo una confusión sintomática entre democracia y mercado. Destacados intelectuales de la región, como el mexicano Octavio Paz, el peruano Mario Vargas Llosa, el chileno Jorge Edwards o el argentino Ernesto Sabato, a pesar de haber sostenido ideas socialistas en los 60 y 70 –o precisamente por eso–, celebraron la caída del Muro de Berlín y la desintegración de la Unión Soviética. 1989 y, sobre todo, 1992 fueron para ellos la constatación de que sus críticas al socialismo real, sostenidas a contrapelo de los sectores más ortodoxos de la izquierda latinoamericana, eran acertadas.

Paz dedicó un volumen al tema, titulado Pequeña crónica de grandes días (1990). A su juicio, «el fin de las burocracias comunistas en Europa del Este» implicaba el «gozo de libertades desconocidas en la historia de esos países»2. Pero el poeta mexicano no dejaba de estar consciente de que la caída del totalitarismo no suponía un salto a la modernidad, desprovisto de posibles regresiones autoritarias. Las transiciones, alertaba, podían producir una «verdadera resurrección de culturas tradicionales». América Latina, concluía Paz, no debía «cerrar los ojos» a la «significación ambivalente de la reaparición de sentimientos religiosos y nacionalistas; su violencia puede desbordarse y, libres de freno, ahogar a los movimientos democráticos en un mar de agitaciones y, quizás, de sangre»3.El historiador mexicano Carlos Illades ha sostenido recientemente que aquellos liberales latinoamericanos exageraban el respaldo de la izquierda regional al comunismo soviético4. Para 1989, la crítica al socialismo real dentro del marxismo latinoamericano había avanzado bastante. Buena prueba es que Enrique Semo, uno de los más importantes intelectuales comunistas mexicanos, escribió otra «crónica» sobre la caída del Muro de Berlín en la que llegó a conclusiones muy parecidas a las del liberal Paz. Sin celebrar el «derrumbe», Semo alertaba sobre la necesidad de repensar los conceptos de «revolución» y «transición» y de incorporar plenamente a la izquierda las enseñanzas del fracaso económico y político del socialismo real5. Semo no vacilaba al hablar de las «monstruosidades a lo Stalin, Pol Pot y Ceaucescu» y al impugnar el «voluntarismo», la «burocracia» y el «culto a la personalidad»6.

Entre 1989 y 1992, los intelectuales latinoamericanos debatieron con intensidad y sofisticación las implicaciones de la desaparición de la URSS y el campo socialista. Una de las querellas letradas emblemáticas de aquellos años fue la que sostuvieron las revistas Vuelta y Nexos en México. Muy pronto, sin embargo, esas disputas intelectuales fueron rebasadas por la impostación de una nueva jerga, articulada en torno de los lugares comunes de las teorías económicas y políticas del austríaco Friedrich Hayek y el estadounidense Milton Friedman.

En la campaña presidencial peruana del verano de 1990, Mario Vargas Llosa fue uno de los primeros en traducir esa vulgata neoliberal en términos de la ideología latinoamericana. Como él mismo narrara en sus memorias, El pez en el agua (1993), fue justamente su rival, Alberto Fujimori, que lo derrotó en esas elecciones con un programa populista de gobierno, quien se encargaría de llevar a la práctica no pocas de las ideas neoliberales formuladas por el escritor en su proyecto político.

La vulgata neoliberal se reprodujo en la prensa oficial de varios gobiernos de la región durante los años 90. La confluencia de periodistas y académicos en las cajas de resonancia mediática de estos gobiernos dio un espesor tecnocrático a los discursos de legitimación. Quienes argumentaban en favor de la utilidad pública de las privatizaciones no solo eran hábiles escritores públicos, que dibujaban un perfil virtuoso de los presidentes, sino expertos en economía que calculaban las ventajas de reducir el Estado y abandonar las estrategias de gasto público en beneficio social, que ligaban a una supuestamente costosa tradición populista.

Los teóricos del neoliberalismo exaltaban la modernización como una meta que llegaría de la mano del achicamiento del Estado y se enfrentaban a un pasado autoritario que no asociaban tanto a las dictaduras militares de la Guerra Fría como a los populismos latinoamericanos de mediados del siglo XX. Fue así como el neoliberalismo produjo una fatal confusión entre democracia y mercado, que caricaturizó por igual los legados liberales y populistas de la política latinoamericana. Ni el liberalismo heredado del siglo XIX había sido tan capitalista, ni el populismo de mediados del XX había sido tan autoritario.

La vulgata neopopulista

En los primeros años de la década de 2000, la política latinoamericana dio un vuelco fundamental, gracias sobre todo a la consolidación de Hugo Chávez en el poder de Venezuela. El fracaso del golpe de Estado de 2002 contra el presidente reforzó la alianza de Chávez con Fidel Castro, lo que dio lugar a una nueva geopolítica de la izquierda latinoamericana, basada en la capitalización de la renta petrolera venezolana a favor de los triunfos electorales de líderes, partidos y movimientos afines en la región. El objetivo global de esa geopolítica se inscribía en el viejo propósito de contrarrestar la hegemonía mundial de EEUU, por medio del entendimiento con sus potencias o Estados rivales, como China, Rusia, Irán, Libia o Siria.

Cuando Chávez fue reelegido en 2006, con más de siete millones de votos y una ventaja de tres millones sobre su rival Manuel Rosales, inició un proceso de radicalización «socialista» de la Revolución Bolivariana, que coincidió temporalmente con la llegada al poder de sus más importantes aliados en la región: Evo Morales en Bolivia, Rafael Correa en Ecuador, Daniel Ortega en Nicaragua y Cristina Fernández de Kirchner en Argentina. Fue entonces cuando la nueva izquierda latinoamericana, formada en la oposición al neoliberalismo de los 90 y en el abandono de modelos ortodoxos como el soviético o el cubano, comenzó a derivar simbólica y políticamente hacia el neopopulismo.A partir de entonces, los elementos participativos, comunitarios y asistencialistas de esas izquierdas, plasmados en la Constitución venezolana de 1999, en la ecuatoriana de 2008 y en la boliviana de 2009, empezaron a ser relegados por una movilización plebiscitaria, puesta en función de la reelección inmediata o indefinida de sus líderes. El culto a la personalidad de Chávez, que llegaría a su apoteosis con su larga convalescencia en Cuba y su muerte a principios de 2013, acabaría ocupando el centro de la ideología del socialismo del siglo XXI, tal y como ha podido leerse en los principales medios de comunicación y círculos intelectuales de la izquierda latinoamericana.

En editoriales y artículos de Granma en Cuba, La Jornada en México o Página/12 en Argentina hemos leído auténticos panegíricos de Chávez, en los que políticas distintivas de la nueva izquierda, como el combate a la pobreza y la desigualdad o el pluralismo ideológico, son relegados por una escatología milagrera, que se desentiende, ya no del laicismo liberal, sino de cualquier modalidad crítica del marxismo. El mecanismo de la reelección indefinida, establecido por Chávez en Venezuela con el respaldo de sus aliados en América Latina, es el más claro indicio de la deriva neopopulista de la izquierda latinoamericana en el poder.

La esfera pública y el campo intelectual, en los países gobernados por estas izquierdas, reemplazan la noción marxista de crítica por el concepto teológico de apología. Los periodistas e intelectuales subordinados a las clases políticas gobernantes en Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia y Nicaragua, sobre todo, ya articulan una vulgata neopopulista según la cual pueblos cristianos, políticamente homogéneos, siguen con lealtad a sus líderes en una lucha milenaria contra el imperio. Esa vulgata se desentiende, a la vez, del sentido ilustrado del republicanismo bolivariano y del reconocimiento de la diversidad civil, propios de las democracias radicalizadas por el multiculturalismo contemporáneo.

El culto a Chávez, por ejemplo, ha llegado al punto de atribuir «a EEUU» un cáncer inoculado contra el presidente, de contemplar el embalsamamiento de su cadáver, de agradecer a sus divinos oficios la elección del papa Francisco o de imaginarlo como «espíritu desencarnado», en un congreso espiritista mundial recientemente celebrado en La Habana, o como numen en forma de «pajarito» que habla a su sucesor7. Síntomas como estos nos colocan ante el escenario de una crisis de ilustración dentro de la izquierda latinoamericana que ensombrece, por primera vez en dos siglos, la irradiación del concepto kantiano de crítica, que heredó el marxismo y, a través de este, buena parte del pensamiento del siglo XX, sin excluir, como han recordado recientemente Gianni Vattimo y Santiago Zabala, a Martin Heidegger y la hermenéutica8.

Al deshacerse a la vez del sentido ilustrado del republicanismo bolivariano y del pluralismo radicalizado por la autogestión comunitaria, la vulgata neopopulista afinca algunos de los lugares comunes producidos por la vulgata neoliberal. Por ejemplo, el lugar común de identificar liberalismo y neoliberalismo, o el lugar no menos común de reducir la tradición populista a caudillismo clientelar y dominación carismática. En los poderes de las nuevas izquierdas se acoplan el culto a la personalidad heredado del estalinismo y el culto a la personalidad de factura populista. Con lo cual, la novedad de esas izquierdas se ve escamoteada por las peores herencias del pasado autoritario o totalitario.

Cabría preguntarse, desde la actual hegemonía neopopulista, qué ha sido del legado crítico del marxismo latinoamericano. ¿Cómo pensar hoy el saldo de publicaciones como las estudiadas por Illades en México, o como Pensamiento Crítico y Casa de las Américas en Cuba, o como Pasado y Presente y Punto de Vista en Argentina? ¿Qué queda, en la nueva izquierda gobernante, del mensaje secular, ilustrado y modernizador de aquella vanguardia intelectual de los 70 y los 80, que se enfrentó a las dictaduras, cuestionó la herencia populista, se distanció del modelo soviético e impulsó las transiciones democráticas? ¿Qué tendría para decir ese marxismo crítico sobre la actual deriva supersticiosa y fanática de la izquierda en el poder?

Luego de las grandes intervenciones del marxismo desde América Latina, que asociamos a nombres como los de José Aricó, Adolfo Sánchez Vázquez o Bolívar Echevarría, la teoría crítica parece limitarse, en las dos últimas décadas, a una tímida asimilación de los referentes postestructuralistas, multiculturales y neomarxistas. El desencuentro entre esas operaciones teóricas y los discursos y prácticas de la izquierda gobernante no podría ser más pronunciado. Piénsese, tan solo, en el mecanicismo fideísta con que Vattimo y Zabala vinculan el «comunismo débil y hermenéutico», derivado de su fusión entre Karl Marx y Martin Heidegger, con los gobiernos bolivarianos de Sudamérica9.

La apologética de izquierdas

La instalación de la apologética como dispositivo retórico central de las ideologías de la izquierda en el poder hace crecer la brecha entre la esfera política (partidos, movimientos, medios, legislaturas) y el campo intelectual y académico (revistas, universidades, libros, instituciones culturales). La intersección entre ambos mundos es más fluida en la política profesional, gracias al desarrollo de la infraestructura mediática de las democracias, pero sumamente tensa e incomunicada en la dimensión propiamente intelectual o teórica de la izquierda. El deterioro y la vulgarización del marxismo siguen teniendo, en ese sentido, efectos desastrosos sobre la calidad del debate ideológico latinoamericano.

El reforzamiento de las instituciones electorales, resultado de la articulación de principios representativos y participativos, de la polarización política y de la introducción de mecanismos de democracia directa (referendos, plebiscitos, consultas, iniciativas ciudadanas de ley, etc.), hace más competitiva y dinámica la vida política latinoamericana, pero, a la vez, subordina el horizonte intelectual, e incluso hermenéutico, de la ideología a la movilización de masas. El problema de la masificación de la cultura bajo liderazgos carismáticos, tan debatido en la Cuba de los 60 y 70, se expande gracias a la difusión del neopopulismo actual.

No estaría de más regresar, bajo las actuales democracias mediáticas, a la pregunta por la vanguardia y el compromiso que se hicieron los intelectuales latinoamericanos en el Congreso Cultural de La Habana de 1968 o en el célebre coloquio «El intelectual y la sociedad», editado al año siguiente por Siglo XXI. Esos intelectuales (Roque Dalton, Carlos María Gutiérrez, René Depestre, Edmundo Desnoes, Roberto Fernández Retamar, Ambrosio Fornet, entre otros) defendían, con diversos matices, un compromiso político con la izquierda que no descuidara la apuesta por una cultura de vanguardia, ilustrada y secular, no rehén de los cultos o las mitologías populares, sobre todo cuando estos se involucran en el apuntalamiento de poderes autoritarios10.

El escritor haitiano René Depestre lo formularía de manera cabal: para el intelectual latinoamericano de vanguardia, «revolucionar» la sociedad o descolonizarla significaba «secularizar la conducta diaria del hombre»11. Según estos escritores marxistas, la misión de los intelectuales y líderes políticos de la izquierda –estos últimos, también intelectuales, como Ernesto «Che» Guevara o Salvador Allende– era la emancipación de la comunidad por medio de la soberanía ciudadana autónoma, pero también la del individuo a través de una educación y una cultura científicas y humanísticas. La meta era alcanzar un autogobierno del pueblo y de la persona, en el que la comunidad y sus miembros, y no algún líder mesiánico, ocuparan el centro de la subjetividad política. En el frenesí neopopulista actual, ese acento secularizador del marxismo latinoamericano parece desdibujarse sin remedio.

La democracia ha traído a América Latina beneficios evidentes, como la apertura de la esfera pública, la alternancia en el poder, el afianzamiento del Estado de derecho o el avance del multiculturalismo. Pero la democracia, combinada con la irrupción de las nuevas tecnologías y la instalación de gobiernos neopopulistas resueltos a perpetuarse en el poder, ha fomentado también un publicismo político desenfrenado, que mercantiliza las ideas. Lo más curioso es que esa mercantilización es más fuerte y extendida en aquellos gobiernos que se autoperciben y son percibidos a la izquierda del espectro ideológico, toda vez que se identifica estrechamente izquierda con antiimperialismo, es decir, con rechazo a la hegemonía mundial de EEUU.

La razón de esta aparente paradoja es que esos gobiernos han accedido a la nueva trama mediática de las democracias luego de un proceso de conversión de las ideas en símbolos o, más específicamente, de la ideología en iconología. El componente icónico de toda política democrática, que se intensifica en coyunturas electorales, adquiere una visibilidad extendida y permanente. La fijación en los panteones heroicos es un elemento distintivo de la nueva apologética de izquierdas, en la que se producen invenciones genealógicas o filiaciones políticas entre los próceres republicanos de la independencia, los líderes liberales del siglo XIX y los dirigentes nacionalistas y comunistas del siglo XX.

Genealogías personalizadas, como las que hilvanan todos los panteones –religiosos o políticos–, propenden inevitablemente a la santificación de los muertos. El discurso apologético de izquierdas produce una sacralización espiritista de la historia que muy poco o nada tiene que ver ya con el marxismo. Si en la primera década que sucedió a la caída del Muro de Berlín, en los años 90, ese abandono del marxismo podía justificarse relativamente, a principios del siglo XXI y, sobre todo, después de la notable recuperación de Marx que acompaña la crisis económica mundial, desde 2008, la apologética neopopulista no tiene más sentido que el de multiplicar votos o engrosar clientelas políticas12.

La apologética de izquierdas privilegia la lealtad de las masas a los líderes antes que la subjetivación política de la ciudadanía. En el populismo clásico o predemocrático, esa prioridad buscaba la traducción de la lealtad en apoyos populares tangibles, sobre todo por medio de la movilización callejera y plebiscitaria. En el actual neopopulismo, ese tipo de adhesión sigue siendo fundamental, aunque el partidismo electoral se ha intensificado ostensiblemente. La popularidad es, cada vez más, un índice que se verifica en encuestas y resultados electorales, además de una exhibición de mayorías en avenidas, plazas u otros lugares públicos.

La mediación electoral, en el neopopulismo, hace de los partidos y gobiernos de izquierda instituciones poco abocadas al diálogo entre ideología política y pensamiento crítico. Es por ello que la constitución de sujetos autónomos, comprometidos con una agenda de cambio social, se ve relegada por la mercadotecnia simbólica de los poderes. El tránsito de la crítica a la apología dentro del discurso de la izquierda ya es algo más que el mero reflejo del aligeramiento de los relatos de la modernidad en la retórica de líderes, partidos o movimientos de esa corriente en América Latina: es un síntoma inquietante de la decadencia de la tradición ilustrada y laicista en el campo intelectual y en la esfera pública de la región.

  • 1. R. Jacoby: The Last Intellectuals: American Culture in the Age of Academe, Basic Books, Nueva York, 2000, pp. 140-190.
  • 2. O. Paz: Pequeña crónica de grandes días, fce, México, df, 1990, pp. 28 y 34.
  • 3. Ibíd., p. 24.
  • 4. C. Illades: La inteligencia rebelde. La izquierda en el debate público en México. 1968-1989, Océano, México, df, 2011, pp. 15-19, 66-73 y 166-174.
  • 5. Ibíd., p. 171.
  • 6. E. Semo: Crónica de un derrumbe. Las revoluciones inconclusas del Este, Grijalbo / Proceso, México, df, 1991, p. 234.
  • 7. Eleazar Díaz Rangel: «¿Cáncer inoculado?» en Cubadebate, 19/3/13; «Cuerpo de Chávez será embalsamado para que pueda ser visto eternamente» en El Universal, 7/3/13; «Maduro dijo que Chávez influyó en el nombramiento de un papa sudamericano» en Clarín, 13/3/13; Juana Carrasco Martín: «Convocado Congreso Espírita Mundial a la solidaridad con los Cinco» en Juventud Rebelde, 23/3/13; «Maduro habla sobre aparición de Chávez en un pajarito» en El Universal, 2/4/13.
  • 8. G. Vattimo y S. Zabala: Comunismo hermenéutico. De Heidegger a Marx, Herder, Madrid, 2012, pp. 11 y 141-142.
  • 9. Ibíd., p. 17.
  • 10. R. Dalton y otros: El intelectual y la sociedad, Siglo xxi, México, df, 1969, pp. 22-26.
  • 11. Ibíd., p. 67.
  • 12. Sobre la recuperación del marxismo, v. Eric Hobsbawm: Cómo cambiar el mundo, Crítica, Barcelona, 2011, pp. 13-26; Terry Eagleton: Por qué Marx tenía razón, Península, Barcelona, 2011, pp. 201-224.
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