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«El intelectual crítico no ha muerto»
Entrevista con Enzo Traverso


Nueva Sociedad 245 / Mayo - Junio 2013
«El intelectual crítico no ha muerto»   Entrevista con Enzo Traverso

Enzo Traverso nació en Italia, donde se formó política e intelectualmente en la escuela del marxismo autonomista, una corriente original del comunismo que fue el semillero de una productiva intelectualidad crítica. Residió más de dos décadas en Francia, donde fue profesor de la École des Hautes Études en Sciences Sociales. Participó también de la izquierda trotskista junto con otros destacados intelectuales marxistas como Michael Löwy y Daniel Bensaïd. Como ha señalado el sociólogo e historiador Massimo Modonesi, Traverso logró seguir y articular dos dimensiones fundamentales del oficio del historiador: rescatar aspectos olvidados o negados, y revisitar y reinterpretar procesos históricos decisivos para la comprensión de las sociedades actuales. Y en ese marco, ha investigado y reflexionado en torno del totalitarismo, la violencia nazi, el Holocausto y los intelectuales y, más recientemente, sobre el conjunto de la historia europea entre las dos guerras mundiales. Actualmente es profesor en la Universidad de Cornell. Entre sus libros se incluyen La violencia nazi. Una genealogía europea (FCE, Buenos Aires, 2003); Los judíos y Alemania. Ensayo sobre la simbiosis judío-alemana (Pre-Textos, Valencia, 2005); El pasado. Instrucciones de uso. Historia, memoria, política (Marcial Pons, Madrid, 2007); A sangre y fuego. De la guerra civil europea 1914-1945 (Prometeo, Buenos Aires, 2009) y La historia como campo de batalla. Interpretar las violencias del siglo XX (FCE, Buenos Aires, 2012). En esta entrevista, repasa las mutaciones del papel de los intelectuales en el mundo actual, tanto en Europa como en Estados Unidos y el mundo árabe, y sostiene, con Bensaïd, que quizás haya que pensar la revolución hoy como una «apuesta melancólica». Las utopías seguirán existiendo pero ya no serán, sin duda, las mismas que movilizaron el imaginario y la práctica de las izquierdas de los siglos XIX y XX.¿El futuro pertenece a los intelectuales específicos, de acuerdo con la definición de Michel Foucault?

Es en la década de 1970, cuando se ocupa de las prisiones, cuando Foucault empieza a hablar del intelectual «especialista» o «específico», no en los textos teóricos, sino en artículos y entrevistas1. Sin oponerse abiertamente a ella, considera necesario superar la postura de [Jean-Paul] Sartre. El intelectual nacido con el caso Dreyfus, que alcanzó su apogeo en la época de la Guerra Civil española, la Resistencia y la Guerra de Argelia, esa figura que Sartre encarnara después de la guerra, es la traducción al siglo XX de un ideal universalista que se remonta a la Ilustración. Ahora bien, Foucault critica el humanismo, el universalismo y, en cierto momento de su itinerario filosófico, postula la muerte del sujeto. Esto lo llevó a definir, en oposición al intelectual «universal», al intelectual «específico» como un erudito [savant], un universitario que interviene en la vida pública, no en nombre de los grandes valores que lo superan, sino movilizando su saber, lo cual implica una nueva forma de posicionarse en una sociedad cada vez más compleja para analizar.

El sociólogo Zygmunt Bauman ha ido más lejos al distinguir al legislador, el intelectual universal que fija un horizonte ético-político a partir del cual se puede pensar la sociedad, figura hoy en decadencia, del intérprete, que puede conectar los segmentos de una sociedad compleja y atomizada, una sociedad «líquida», como él la llama2.

El intelectual específico ¿es el experto que interviene hoy en los medios de comunicación?

No realmente, pues el intelectual específico del que habla Foucault ejerce una función crítica de la que carece el «experto» de hoy. Pero, casi 40 años después de su nacimiento, la noción de intelectual específico debe ser problematizada. En efecto, es preciso tomar nota de una mutación histórica. Por un lado, en la era de la universidad de masas, el erudito se ha convertido en un actor social entre otros. Por otro lado, los saberes sobre el mundo y la sociedad se encuentran tan especializados y diversificados que nadie puede tener un juicio avezado sobre todo... Sería muy difícil tomar una postura al estilo de Diderot o de Voltaire hoy en día. Desde este punto de vista, el intelectual específico es resultado de tal mutación histórica. El conocimiento experto, por el contrario, es un medio eficaz para eliminar el pensamiento crítico. Cada elección, los canales de televisión son invadidos por politólogos que comentan las encuestas con gráficos, explican las variaciones porcentuales y la transferencia de votos de un partido a otro; nos revelan los misterios de la vida política. Sin embargo, esta apariencia de neutralidad analítica, puramente técnica y estadística, apunta en realidad a neutralizar el pensamiento crítico y a naturalizar el orden político. Podemos descifrarlo, pero no debemos discutirlo. El papel del experto no consiste en cuestionar el carácter democrático de la V República, sino en explicarnos cómo cambian las fortalezas específicas y qué posibilidades tienen los diferentes candidatos de acceder al poder en el marco de sus instituciones.

Por otro lado, el experto tiende a convertirse en un técnico de gobierno. En otras palabras, corre el riesgo de convertirse en un intelectual orgánico de las clases dominantes. La dominación transformada en pura gestión técnica ha encontrado su encarnación en Mario Monti, director de la Universidad Bocconi de Milán, convertido en jefe del Gobierno italiano. Sus ministros son todos «expertos» y «técnicos» que no pertenecen a ningún partido político. Sus políticas de austeridad, dice él, están por encima de los intereses particulares. No están inspiradas ni por la ideología ni por el interés partidario, sino que surgen de sus conocimientos técnicos y se formulan a partir de capacidades indiscutibles. Criticarlas es dar pruebas de sectarismo. He aquí los nuevos «reyes filósofos» de la era postotalitaria y postideológica. Y esa es la razón por la cual no me gusta demasiado la noción de intelectual específico.

¿Pero el intelectual específico del que habla Foucault no puede criticar el poder establecido?

Si el poder, como lo pensaba Foucault, es extendido y capilar, diluido en una multitud de dispositivos organizados de manera horizontal y compleja –la «microfísica del poder»– y ya no existe bajo la forma de la soberanía, entonces la figura del intelectual universal, que dice la verdad contra el poder, se convierte en obsoleta y anacrónica. Puede entonces intervenir en un sector particular, por ejemplo contra las cárceles, pero en esta lógica, la crítica de un poder total, monolítico, ya no tiene sentido.

Foucault tuvo una intuición extraordinaria al teorizar el biopoder, esta tendencia contemporánea de los gobiernos a disciplinar nuestras vidas y ejercer control sobre la vida de nuestros cuerpos, protegiéndolos como un pastor a su rebaño o eliminándolos como un cirujano extirpa un cáncer. Pero creo que se equivocó al pensar el biopoder como algo que reemplazaría el poder soberano, tanto en el sentido de [Carl] Schmitt (decidir el estado de excepción), como en el de [Karl] Marx o [Max] Weber (el monopolio estatal de la violencia). La historia del siglo XX es la del desencadenamiento del poder soberano. No pienso solamente en las guerras totales, los campos de exterminio y la bomba atómica. Pienso también en las guerras en Iraq, donde EEUU trató de establecer un nuevo orden internacional a través de la fuerza. Ahora bien, este poder soberano siempre ha sido criticado por el intelectual universal, no por el intelectual específico. Los dilemas éticos que, en agosto de 1945, alcanzaron a varios científicos reunidos en Los Álamos para realizar la bomba atómica, muestran que finalmente su condición de expertos no los libró de un cuestionamiento de orden universal. El intelectual específico no pudo deshacerse del intelectual universal.

Volviendo a los expertos, usted dice que estos tendrían que ver con la sectorización de los saberes...

La tendencia a la sectorización del conocimiento es evidente en la universidad, donde pesa sobre el reclutamiento, la organización de los departamentos y los laboratorios de investigación. La universidad practica cada vez menos la interdisciplinariedad, aunque, paradójicamente, todos los expertos de los departamentos no dejan de repetir esa palabra. Esto engendra lenguajes herméticos que resultan incomprensibles para los no especialistas y, a menudo, vacíos. En lugar de acompañar esta tendencia, el intelectual, necesariamente «específico», debería tratar de mantener una autonomía crítica y una perspectiva universalista.

Pero ¿por qué el experto se volvería automáticamente dependiente de la agenda de un gobierno o de los poderosos?

No es lo que quiero decir. Habría probablemente que distinguir al especialista del experto que está integrado en un dispositivo gubernamental. La especialización de los saberes es inevitable en las sociedades complejas y no desprecio, más bien admiro, a los expertos que la encarnan. Su papel es esencial. No podemos criticar una política energética basada en la energía nuclear sin apoyarnos en los trabajos de especialistas que saben cómo funciona una planta nuclear, que nos explican cuáles son los riesgos de accidente y cuál sería su impacto en la población de una ciudad, una región o un continente. Los movimientos ecologistas lo han entendido desde hace tiempo. Lo que me preocupa no es tanto la especialización del saber y la aparición del intelectual específico, de la que es resultado, sino su oposición al intelectual universal, pues esto implica, en la mayoría de los casos, una práctica del saber que excluye la crítica. El «experto» está, en este caso, al servicio de quienes toman las decisiones.

Veamos lo que ocurre con la crisis económica mundial. ¡La gran mayoría de los economistas a los que se acude para que nos la expliquen pertenecen a fundaciones financiadas por los bancos y las instituciones financieras que la provocaron! Se presentan como especialistas, los medios de comunicación nos mencionan sus títulos académicos, pero ellos incrementan considerablemente sus ingresos sentándose en las juntas directivas de los bancos y las empresas. Así, se completa el círculo: el especialista se convierte en un experto, ingresa en el mundo de la economía y las finanzas, asesora a los partidos y a los gobiernos, luego se presenta en los medios de comunicación para analizar la crisis económica que no había visto venir. El pensamiento crítico es asesinado. En ese tipo de experto, nunca florecerá la idea de cuestionar el capitalismo o de develar su naturaleza; su función consiste en explicar cómo salvar a los bancos o reducir la deuda. Esta situación ha sido fuertemente denunciada por los «economistas horrorizados» y es por eso que los vemos tan poco en televisión. Actúan como intelectuales específicos que movilizan su conocimiento para ejercer una función crítica de intención universal. Gerard Noiriel tiene razón cuando señala que la división universal/específico debe ser revisada3.

¿Cuál es su crítica a la postura de Noiriel, quien teorizó la situación de los intelectuales e incluso señaló las ambigüedades del intelectual específico definido por Foucault?

Gérard Noiriel es un gran historiador y, en mi opinión, un intelectual en el mejor sentido del término. En 2005, fundó con otros el Comité de Vigilancia de los Usos Públicos de la Historia (CVUH), siguiendo el modelo del Comité de Vigilancia de Intelectuales Antifascistas de 1934. El CVUH se manifestó críticamente en el debate en torno de la ley que defiende el «papel positivo» de la colonización o frente a la creación por parte del presidente [Nicolas] Sarkozy de un Ministerio de Inmigración e Identidad Nacional. Sus iniciativas resultaban necesarias y era preciso sostenerlas. Pero, desde el momento en que un organismo de estas características se vuelve permanente, corre el riesgo de aparecer como una instancia inquisitorial que emite sentencias, no en nombre del poder sino en nombre del saber. Se trata de una vieja tentación –particularmente arraigada en la cultura francesa, de [Émile] Durkheim a [Pierre] Bourdieu–, la de querer pronunciarse en el debate público en nombre de la ciencia.

Veo que esta tentación se asoma también en el petitorio contra las leyes sobre la memoria histórica4 presentado en 2005 por un grupo de destacados historiadores franceses, llamado «Liberté pour l’histoire» [Libertad para la historia]. He firmado este pronunciamiento, que me pareció útil, dadas las circunstancias, pero no puedo dejar de percibir, en el número de firmantes, un reflejo conservador. Todos los malentendidos en torno de las leyes sobre la memoria histórica, según ellos, derivan del hecho lamentable de que se ha sustraído la historia a los historiadores, sus propietarios legítimos. Llevado al extremo, este enfoque significaría que solo los economistas podrían pronunciarse acerca de la crisis económica y solamente los físicos en materia de energía nuclear. Pero la crisis económica golpea a todo el continente europeo y la catástrofe de Fukushima, al conjunto de la población japonesa. De igual manera, la historia no pertenece a los que ejercen la tarea de escribirla, pertenece a todo el mundo.

Esto nos lleva a la articulación entre lo particular y lo universal. ¿Podría darnos algunos ejemplos?

En Alemania, en 1986, la «querella de los historiadores» (Historikerstreit) sacudió al país, cuestionando radicalmente su pasado. El principal aporte para la integración de los crímenes del nazismo en la conciencia histórica alemana no vino de los historiadores, sino de un filósofo: Jürgen Habermas5. En esta controversia, varios investigadores no le reconocían ningún derecho a manifestarse, con el pretexto de que no era historiador y de que nunca había puesto un pie en un archivo. A raíz de esta polémica desatada por un filósofo, nació una nueva generación de historiadores que ha trabajado en profundidad respecto del pasado nazi, utilizando múltiples fuentes, sacando a la luz registros de cuya existencia hasta entonces nadie había sospechado.

Como decía Sartre, lo que hace de Robert Oppenheimer un intelectual no es el hecho de que haya fabricado la bomba atómica, sino el hecho de que tomara una posición a favor o en contra. Un físico se convierte en un intelectual cuando toma posición en el espacio público respecto de una cuestión social. El pacifismo de Albert Einstein, durante la década de 1920, no deriva de sus conocimientos científicos.

En pocas palabras, entiendo la necesidad de redefinir el papel del intelectual a la luz de los cambios históricos en nuestras sociedades, pero no estoy de acuerdo con declarar el fin del intelectual crítico, que supuestamente no tendría ningún papel que desempeñar... Hoy el intelectual, que a menudo no es un escritor sino un investigador, debe ser a la vez específico y crítico. La dominación, la opresión, la injusticia, no han desaparecido. No se podría vivir en el mundo si nadie las denunciara.

Los estudios culturales estadounidenses han engendrado movimientos de defensa de las identidades de los «dominados». ¿Hay una renovación intelectual en este fenómeno?

La provincialización de Europa, en el plano económico y geopolítico, tiene lugar entre las dos guerras. La primera marca el desplazamiento del eje del mundo de Europa a EEUU. La segunda divide Europa, que se convierte en un lugar de confrontación entre las grandes potencias en un mundo bipolar. Hoy en día somos testigos de un nuevo desplazamiento, de orden cultural. En los años 30, EEUU se aprovechó de la emigración masiva de científicos europeos perseguidos por los nazis. Ahora, reclutan sobre todo asiáticos, latinoamericanos y también muchos africanos. En los departamentos de Historia de las universidades estadounidenses, el lugar de Europa se reduce mientras que el de Asia y América Latina no deja de crecer. Vivimos en un mundo en el que la cultura y el imaginario son moldeados principalmente fuera de Europa. En los años 60, la música popular de influencia planetaria aún podía ser creada en Europa, con los Beatles y los Rolling Stones. Esto sucede menos en la actualidad. Resulta inevitable entonces que el eurocentrismo sea puesto en tela de juicio también en el plano cultural.

La política de la identidad [identity politics], sin embargo, nació de las luchas de grupos dominados –los afroamericanos, las mujeres, los homosexuales– que se cruzaron con una importante crisis de la identidad tradicional estadounidense, provocada por la Guerra de Vietnam. Es más tarde, con la crisis del marxismo y el fin del socialismo real, cuando la noción de identidad ha tendido a reemplazar a la de clase en las humanidades y las ciencias sociales.

En Francia, la Guerra de Argelia fue un trauma que estuvo en el origen de una represión de la cuestión colonial durante más de 30 años, luego fuimos testigos de un «retorno de lo reprimido» muy conflictivo. De repente, la cuestión colonial ha vuelto con fuerza, en cruce con la provincialización de Europa. La imagen de la nación asimiladora, el molde al que deben ajustarse los candidatos a la ciudadanía, se muestra cada vez menos aceptable. De ahí que el Ministerio de Inmigración e Identidad Nacional inventado por Sarkozy, versión paroxística de esta cuestión, haya provocado un rechazo tan radical. Esta concepción es sin duda una herencia de la Francia colonial y de su «misión civilizadora». En EEUU, el poscolonialismo ha sido el espejo, en las ciencias sociales, de una mutación del país, cada vez menos WASP (blanco, anglosajón y protestante), y cada vez más asiático, negro y latino. En Francia, expresa el surgimiento de minorías nacidas de la inmigración poscolonial y cobra la forma de un cuestionamiento del relato nacional-republicano.

La crítica del colonialismo ya estaba presente en el siglo XX, por ejemplo en el «manifiesto de los 121» por el derecho a la insubordinación durante la Guerra de Argelia, o en el prefacio de Sartre a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon. ¿Qué ha cambiado con la crítica poscolonial?

Es habitual señalar la fecha de nacimiento de los estudios poscoloniales con la publicación del libro de Edward Said Orientalismo (1978), cuyo subtítulo en francés es «El Oriente creado por Occidente»6. Este libro coloca en el centro del debate la crítica del eurocentrismo y nos da una clave para deconstruir el pensamiento occidental. Para Said, toda la cultura de Europa se forjó en confrontación con la alteridad colonial. Señala que entonces no hay Europa sin un mundo exterior a ella, percibido como un espacio a someter, objeto de un conocimiento que apunta a su apropiación y dominación. Concluye también que la alteridad colonial es la clave para entender el proceso de formación de las identidades nacionales de Europa: la construcción de un modelo europeo de ciudadanía (el Estado-nación) supone el estatus inferior de los colonizados. No hay ciudadano sin indígena. La ciudadanía se piensa como una prerrogativa del hombre europeo: un estatus jurídico y político que resulta de un dato antropológico subyacente.

Ahora bien, Said siempre ha inscrito su crítica del orientalismo en cierta tradición intelectual a la que también pertenecen [Theodor] Adorno y Sartre7. Para él, el intelectual es aquel que dice la verdad, sobre todo cuando esta incomoda, y se sitúa del lado de los débiles. Por último, su compromiso se explica por esta postura que, en su caso, se nutre de su origen palestino y de su condición de exiliado. Esto muestra que el advenimiento del pensamiento poscolonial no cuestiona la figura del intelectual crítico. En todo caso, debería incitarnos a restituirla, en un panorama cultural mundial que ya no es el mismo.

Por supuesto, la crítica del colonialismo fue a la vez un momento crítico en la historia de los intelectuales en Francia y en la génesis del poscolonialismo. Sus matrices son múltiples: al lado de [Antonio] Gramsci y del marxismo de la India, se encuentran Frantz Fanon y Aimé Césaire, pero también buena parte de la «teoría francesa», Foucault y [Jacques] Derrida.

¿La crítica poscolonial propone alternativas al orden mundial actual?

La crítica poscolonial generalmente queda confinada a la universidad, aunque habría que distinguir con más detalle la situación específica de cada país. No se trata de una corriente organizada, ni de una escuela. El término «poscolonialismo» designa tanto una cultura surgida después de la descolonización, creada por intelectuales provenientes del mundo colonial, como una crítica de la cultura occidental, reinterpretada a través del prisma colonial. Intelectuales francófonos como Édouard Glissant, Patrick Chamoiseau, Françoise Vergès o Achille Mbembe se ubican aquí naturalmente... pero la influencia de este movimiento sigue siendo limitada. Esta tiene efectos en el contexto actual, aunque su influencia política no se compara con la que pudieron tener el anticolonialismo y el antiimperialismo de los años 50 y 60, que alcanzaron a las revoluciones en China, Vietnam, Cuba, Argelia. Un vasto movimiento histórico transformaba entonces a las colonias en sujetos políticos, en los actores de la historia. Hoy en día, la crítica poscolonial no está conectada con movimientos políticos como los de aquel momento. Algunos de sus críticos la consideran, de manera un tanto despectiva, un «carnaval académico»8. Creo que es un poco prematuro dar un juicio tan concluyente.

En Francia, el poscolonialismo ha tenido un importante desarrollo luego de la revuelta de los suburbios en 2005 y ha encontrado conexiones con movimientos asociativos y culturales fuera de la universidad. Este comienzo me parece prometedor.En los países que menciona, las revoluciones e independencias dieron paso a dictaduras militares, a menudo de tipo religioso, o a regímenes corruptos, todos casos en los que el pensamiento poscolonial no tiene ninguna incidencia…

Paradójicamente, no es en los países donde tuvieron lugar las revoluciones anticoloniales donde encontramos el pensamiento poscolonial: ni en China, ni en Vietnam, ni en Cuba. La India es uno de sus focos, aunque se trata de una democracia. Los africanos que participan del movimiento poscolonial, en la mayor parte de los casos, deben salir de África para desempeñar este rol.

En cuanto a la cuestión de los cambios tecnológicos: ¿la informática e internet han modificado más profundamente aún las formas del debate público, cuyo viejo modelo ya estaba en decadencia?

La llegada de internet ha tenido importantes consecuencias, sobre todo en lo que respecta al modo de circulación de las ideas. Un artículo escrito para una revista puede aumentar el número de lectores con su publicación en línea, ya que se puede divulgar en distintos sitios, dependiendo del tema, a veces en varios países y en diferentes idiomas, incluso sin que su autor lo sepa. Es un fenómeno bastante frecuente. Este proceso se explica por lo que Hartmut Rosa llama «aceleración», típica de nuestro régimen de temporalidad9. Los modos y la velocidad de la comunicación se han transformado. Anteriormente, los intercambios epistolares llevaban tiempo. Hoy en día, con los correos electrónicos, se dan prácticamente en tiempo real. Con una tableta digital, uno se puede encontrar en un lugar inhóspito y tener acceso a la bibliografía mundial y consultar gratuitamente cientos de miles de artículos y libros. El lector francófono puede acceder libremente a la antigua colección de la Biblioteca Nacional. Todo esto es extraordinario. Sin embargo, esta aceleración afecta el pensamiento, que no surge de lo instantáneo sino de la reflexión. Ahora visitamos museos y exposiciones para contemplar las cartas de los autores de los siglos XIX y XX. El aura que emiten nos restituye algo del sabor de un pasado superado. Acostumbrados a la computadora, nos preguntamos incluso cómo podían escribir a mano. Pero estas correspondencias son restos arqueológicos. Ahora ya no tenemos derecho más que a un intercambio de correos electrónicos entre Bernard-Henri Lévy y Michel Houellebecq.

¿Se puede considerar internet como portadora de una nueva utopía?

Una nueva utopía, ciertamente no. Sin embargo, pienso que hay que evitar los extremos de la idealización y la demonización. En su famoso ensayo (o nota bibliográfica) de 1936, Walter Benjamin puso de manifiesto el carácter dual del arte moderno en la era de su reproductibilidad técnica: por un lado, ha perdido su aura; por otro, ha sido concebido para un público masivo. Por su modo de funcionamiento técnico, internet es indudablemente una poderosa herramienta para la democratización de la cultura. Puede hacer circular ideas subversivas y movilizar a la sociedad civil, como lo han demostrado las revoluciones árabes; pero también puede esparcir mentiras, mitos e ideas nefastas a gran escala. Además, acelera una tendencia propia de nuestra civilización: el individualismo, la atomización de la sociedad y la pérdida de los lazos sociales. El modelo antropológico neoliberal, que postula individuos aislados, relativamente libres en sus movimientos pero en competencia unos con otros, se adapta bien a las nuevas tecnologías. El capitalismo, que ha abandonado la organización fordista del trabajo en favor de una estructura de redes globalizada, necesita las nuevas tecnologías de comunicación. Desde este punto de vista, Herbert Marcuse no se equivocó al criticar, en El hombre unidimensional (1964), el mito de la neutralidad de la tecnología, ya que esta tiende a desarrollarse de acuerdo con una lógica que le es propia y que hace de ella un dispositivo de dominación y alienación. Me parece que una nueva utopía necesariamente deberá romper este mito, pero también deberá tener en cuenta el alto grado de autonomía de los individuos en el mundo contemporáneo, que ha dado forma a nuestra manera de ser. Comparto la idea de Philippe Corcuff según la cual la liberación colectiva y la plenitud individual no son contradictorias sino que se deberían pensar juntas, con una perspectiva cooperativa y no competitiva10.

¿Las nuevas utopías podrían venir de los movimientos de contracultura, aparecidos en la posguerra, contra la cultura de masas?

Me parece que la contracultura de los años 60 y 70 ha desaparecido a escala global hoy en día, o en todo caso subsiste bajo formas muy limitadas. Los jóvenes que se instalan en zonas rurales, en Tarnac por ejemplo, para crear allí unas especies de falansterios modernos, escapando de la sociedad de mercado, crean una contracultura que puede convertirse en un modelo. Es un fenómeno interesante pero marginal.Además, experiencias del pasado muestran que la contracultura puede ser absorbida por el sistema de mercado. Muchos autores han analizado la extraordinaria habilidad del capitalismo para recuperar, integrar y así neutralizar los movimientos culturales que lo criticaban. El rock & roll desafiaba violentamente a la América autoritaria, conservadora y puritana de los años 50, antes de convertirse en uno de los sectores más rentables de la industria cultural. «London Calling», la canción de The Clash que en 1977 era un llamado a la rebelión, se convirtió en el himno oficial de los Juegos Olímpicos de Londres 2012, espectáculo planetario y gigantesca kermés comercial. En 1989, con la celebración de su bicentenario, la Revolución Francesa se convirtió en puro espectáculo montado por la industria cultural (y por un Estado que ha interiorizado sus códigos).

Pero ¿no quedan focos de pensamiento crítico, en el área editorial, por ejemplo?

En los últimos años, sobre todo en Francia, han aparecido varias editoriales alternativas que difunden nuevos pensamientos críticos, sin fines comerciales. Por supuesto, se les hace difícil subsistir, pero se han hecho un lugar en el panorama cultural. Esta escena alternativa, compuesta de pequeñas editoriales y una red de librerías, goza de un reconocimiento real. No es raro que, en Francia, un periódico grande reseñe un libro publicado por Ámsterdam o La Fabrique.

¿Eso no muestra también que «los periodistas» no son todos serviles a los grandes capitales, que no todos se someten a las directivas de los dueños del grupo empresarial, que tienen un margen de libertad para defender algunas ideas?

Por supuesto que hay excelentes periodistas, muy honestos y críticos. La reificación del espacio público y la apropiación de los medios de comunicación por parte de los grandes monopolios financieros se llevan a cabo, en la mayoría de los casos, contra los propios periodistas. El éxito de un periódico independiente como Mediapart prueba que también puede haber una información libre y crítica.

Por el contrario, pocos intelectuales o gente de esta cultura alternativa han acompañado los actuales movimientos sociales. ¿Cómo entender esta falta de conexión entre los (pocos) intelectuales críticos y los movimientos sociales de hoy en día?

Es un verdadero problema. La histórica derrota de 1989 ha hecho que los movimientos sociales de hoy hayan quedado huérfanos. La paradoja de nuestra época es que está obsesionada con la memoria, mientras que los movimientos de protesta –los indignados, la «primavera árabe», Occupy Wall Street, etc.– no tienen memoria. No pueden inscribirse en una continuidad con los movimientos revolucionarios del siglo XX.

Estos movimientos están conformados esencialmente por jóvenes, mientras que los intelectuales críticos rondan los 60 años de edad, por lo menos. ¿Se sigue de esto que existe una guerra entre las generaciones, aunque no se la mencione?

No hablaría de una guerra de generaciones. También los jóvenes intelectuales comprometidos son muchos, aunque no tengan la misma visibilidad y el reconocimiento que poseen sus mayores. Los movimientos de estos últimos años están en busca de nuevas perspectivas, pero no tienen una orientación política claramente definida. Aparecieron en varios países –España, EEUU, Inglaterra, Italia, en los países árabes– pero en ninguno están estructurados políticamente. Véase el caso de Occupy Wall Street, un movimiento que ha dado mucho que hablar, pero que desapareció durante la última campaña presidencial.

Todavía hay algunos intelectuales críticos como Jacques Rancière y Alain Badiou. ¿Están en sintonía con los movimientos sociales de nuestro tiempo?

Rancière y Badiou son filósofos que critican la dominación contemporánea. Son muy interesantes, pero no ofrecen un proyecto a los nuevos movimientos sociales. Es justo señalar que no tienen tampoco tal ambición, y no se presentan como líderes. Rancière ha hecho una contribución esencial para repensar la democracia y la emancipación con obras como La noche de los proletarios o El odio a la democracia. Badiou, extraña figura de comunista platónico, seduce por la agudeza de su crítica, su estilo deslumbrante y la radicalidad de su pensamiento, pero sus referencias políticas son anticuadas –la «Organización»– y un poco desconcertantes. En la universidad, el pensamiento crítico tiene vivacidad. Hay filósofos como Giorgio Agamben, Nancy Fraser, Toni Negri, Slavoj Zizek, historiadores como Perry Anderson, geógrafos como David Harvey, sociólogos políticos como Philippe Corcuff y muchos otros. Por fuera, hay escritores y ensayistas como Tariq Ali, etc. Pero cuando este microcosmos organiza en Londres un coloquio sobre la «actualidad del comunismo» causa un poco de gracia. Los jóvenes no los reconocen realmente como interlocutores.

Se podría decir lo mismo de los estudios poscoloniales. Auténticas «estrellas» han aparecido en los campus americanos, como los teóricos críticos de origen indio Homi Bhabha o Gayatri Chakravorty Spivak. Pero para los jóvenes rebeldes de El Cairo y Túnez, Bhabha y Spivak no representan gran cosa. La ruptura entre los intelectuales críticos y los movimientos sociales sigue siendo considerable, con algunas excepciones en América Latina. Daniel Bensaïd, que ha sido un nexo insustituible entre las generaciones, así como entre los intelectuales y los militantes, consideraba esta cuestión completamente decisiva cuando creó la Société pour la Résistance à l’Air du Temps (SPRAT) [Sociedad para la Resistencia a los Tiempos que Corren], hoy convertida en la Sociedad Louise Michel y en la revista Contretemps.

Uno puede preguntarse si el fenómeno no es también estructural: los baby-boomers son muy numerosos y ocupan lugares clave de la cultura. ¿Cómo pueden entonces los jóvenes inventar otra utopía, si no tienen la oportunidad de expresarse o quedan confinados a los márgenes?

Ciertamente, la situación de quienes tienen 20 años de edad hoy en día no es comparable a la de los baby boomers de los años 60. Pero la parálisis de los movimientos de protesta contemporáneos no es culpa de los baby boomers. Se halla en la conjunción de la derrota histórica de las revoluciones del siglo XX y el advenimiento de una crisis igualmente histórica del capitalismo, que priva de futuro a toda una generación. Los más sensibles a las injusticias de la sociedad son los jóvenes precarizados que han pasado por la universidad y han tenido acceso a la cultura. Las condiciones de una explosión social se cumplen, pero no hay mecha para encender la pólvora.

¿Qué diferencia las «revoluciones árabes» de las revoluciones del pasado?

Las revoluciones árabes son un proceso en curso y cuyo resultado es difícil de predecir porque las contradicciones que las atraviesan son profundas. Se trata, sin duda, de movimientos de gran magnitud que expresan un deseo irrefrenable de libertad y, a la vez, el sufrimiento de una generación golpeada por la exclusión social. En Túnez y en Egipto se han derrocado dictaduras, que no es un asunto sencillo. Nadie lo vio venir. Pero, al mismo tiempo, estos movimientos no fueron capaces de ofrecer una alternativa, de ahí el éxito electoral de los islamistas. En Libia y especialmente en Siria, estos movimientos espontáneos se encontraron con obstáculos más fuertes y esto dio lugar a guerras civiles que derivaron en enfrentamientos interétnicos, deteniendo la dinámica que se había iniciado a principios de 2011.

Un rasgo común de estos movimientos es que no fueron encauzados por ninguna organización hegemónica ni tuvieron una orientación ideológica claramente definida. Las nuevas generaciones que los impulsan no tienen marcos políticos. No pueden volverse hacia el socialismo ni hacia el panarabismo, que han fracasado, ya que están luchando contra regímenes que a menudo son herederos de esas corrientes, desde Egipto hasta Libia. Tampoco se declaran islamistas, a pesar de que el islamismo ha capitalizado en el plano electoral sus revoluciones. Por último, se encuentran muy alejadas del tercermundismo y del anticolonialismo, a pesar de su hostilidad hacia Israel, considerado como el representante de los intereses del mundo occidental en Oriente Medio. En su falta de perspectiva, estas revoluciones constituyen entonces el espejo del comienzo del siglo XXI, cuyo perfil empieza a delinearse.

Pero la comparación se establece entre los siglos XXI y el XX. En los albores del siglo XX, ¿el futuro no era igualmente incierto en un mundo que sufría la catástrofe de la Gran Guerra, desorientado por el desmoronamiento de la civilización?

No creo que se pueda comparar nuestra época con el comienzo del siglo XX, ni con el del siglo XIX. Este último se inicia con la Revolución Francesa, que fue la matriz de la idea de progreso y del socialismo. El siglo XX se abre con la Gran Guerra, es decir, el desmoronamiento del orden europeo, pero la guerra engendra la Revolución Rusa y da luz al comunismo, una utopía armada que proyecta su sombra sobre todo el siglo. El comunismo tuvo sus momentos de gloria y sus momentos de abyección, pero constituía una alternativa al capitalismo. El siglo XXI se inicia con la caída del comunismo. Si la historia es una tensión dialéctica entre el pasado como «espacio de experiencia» y el futuro como «horizonte de expectativas», según la fórmula de Reinhart Koselleck, hoy, en los albores del siglo XXI, el horizonte de expectativas parece haber desaparecido11.

¿Hubo otros periodos en que no haya existido un horizonte de expectativas?

Tal vez al comienzo de la Edad Media, tras la caída del Imperio Romano. O incluso, como ha mostrado Tzvetan Todorov, en la época de la conquista de México, que alimentó las utopías de Occidente y provocó el eclipse de las civilizaciones precolombinas12. Pero estas transiciones se extendieron en el tiempo, no fueron tan repentinas como el cambio de 1989. La utopía surge a menudo con ropas viejas y es sensible a la poesía del pasado, pero la situación actual, que algunos llaman «presentista», es diferente. Los movimientos de protesta de hoy oscilan entre Escila y Caribdis, entre el rechazo del pasado y la ausencia de futuro.

¿Podemos decir que la era de la revolución como medio para cambiar el mundo desaparece con el siglo XXI?

El mundo no puede vivir sin utopías e inventará otras nuevas. Lo que me parece seguro es que no habrá más revoluciones libradas en nombre del comunismo, o al menos del comunismo del siglo XX. Una época de guerras lo engendró, este concibió la revolución de acuerdo con un paradigma militar, pero ese tiempo ha terminado. Podemos formular la hipótesis de que las revoluciones futuras no serán comunistas, como lo fueron en el siglo XX, pero se harán por los bienes comunes que deben ser salvados de la reificación mercantil. Las revoluciones no se decretan, surgen de las crisis sociales y políticas, sin derivarse de ninguna «ley» de la historia, de ninguna causalidad determinista. Estas se inventan y su resultado es siempre incierto. Hoy en día, hay que saber asimilar la derrota de las revoluciones del pasado sin por eso plegarse al orden del presente. Las revoluciones no son siempre alegres. En nuestra época, tendería más bien a pensarlas, al igual que Daniel Bensaïd, como una «apuesta melancólica»13.

  • 1.

    M. Foucault: «Les intellectuels et le pouvoir» [1972] en Dits et Écrits 2, Gallimard, París, 1994, pp. 306-315.

  • 2.

    Z. Bauman: La décadence des intellectuels. Des législateurs aux interprètes, París, Jacqueline Chambon, 2007.

  • 3.

    G. Noiriel: Dire la vérité. Les intellectuels en question, Agone, Marsella, 2010, p. 242.

  • 4.

    Se refiere a la ley aprobada en Francia el 23 de febrero de 2005, cuyo artículo 4 señala que «[l]os programas escolares reconocen en particular el papel positivo de la presencia francesa en ultramar, especialmente en el norte de África». [N. del E.]

  • 5.

    V. los detalles de este debate en Luc Ferry y Joseph Rovan: Devant l’Histoire. Les documents de la controverse sur la singularité de l’extermination des juifs par le régime nazi, Éditions du Cerf, París, 1988.

  • 6.

    E. Said: Orientalisme. L’Orient créé par l’Occident, Éditions du Seuil, París, 1980. [Hay edición en español: Orientalismo, Libertarias, Lérida, 1990].

  • 7.

    E. Said: Des intellectuels et du pouvoir, Éditions du Seuil, París, 1994.

  • 8.

    Jean-François Bayart: Les études postcoloniales. Un carnaval académique, Karthala, París, 2010. Para una historia de esta corriente de pensamiento, v. Robert Young: Postcolonialism: An Historical Introduction, Blackwell, Londres, 2001.

  • 9.

    H. Rosa: Accélération. Une critique sociale du temps, La Découverte, París, 2010.

  • 10.

    P. Corcuff: La gauche est-elle en état de mort cérébrale?, Textuel, París, 2012, pp. 45-48.

  • 11.

    R. Koselleck: «‘Espacio de experiencia’» y ‘horizonte de expectativa’: dos categorías históricas» en Futuro pasado. Para una semántica de los tiempos históricos, Paidós, Barcelona, 1993.

  • 12.

    T. Todorov: La conquista de América: el problema del otro, Siglo xxi, México, 1987.

  • 13.

    D. Bensaïd: Le pari mélancolique. Métamorphoses de la politique, politique des métamorphoses, Fayard, París, 1997.

En este artículo
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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