El intelectual latinoamericano: ¿continentalismo con sociedades fragmentadas?
Nueva Sociedad 245 / Mayo - Junio 2013
La historia latinoamericana nos ha enseñado que, cuando la producción intelectual y la vida política se comunican, América Latina vive sus momentos más creativos y generosos. No obstante, la actual situación del pensamiento en la región se diferencia tanto del continentalismo de la primera parte del siglo xx como de los esfuerzos por construir una ciencia social latinoamericana, involuntariamente favorecidos por los exilios de las dictaduras militares de los años 60 y 70. Hoy, la «idea de América Latina» parece pasar más por la política que por el mundo intelectual. Paradójicamente, mientras que la región se halla integrada como nunca antes, no se puede hablar de un campo intelectual latinoamericano que defina, con más o menos solidez, un conjunto de temas comunes.
Del intelectual casi se puede decir lo mismo que de la materia: se transforma pero no desaparece. El sujeto de ideas acompaña el proceso evolutivo de la sociedad, desde su antepasado más remoto, el sabio de la tribu, hasta la actualidad, y en ese trayecto ha asumido diversas representaciones o figuras. Por esta razón, se debe tener cuidado al momento de referirse al intelectual como si fuese una entelequia petrificada, porque ese tipo de mirada no ayuda a comprender su papel en la vida social. Todo lo contrario, el sujeto de ideas es un sujeto social dinámico, voluble, que se adapta a épocas y circunstancias. No obstante ello, existe algo que de cierta manera permanece: trabaja con las ideas, produce pensamiento, trata de encontrar sentido a las cosas y de explicar cómo funciona el mundo. Si bien debatir con ideas y producir explicaciones son funciones propias de lo que se denomina campo intelectual, históricamente el sujeto de ideas ha buscado establecer y estrechar su relación con el campo de la política.
El intelectual y el uso de la palabra son indesligables. Se puede esbozar una cronología muy gruesa, pero que puede ser indicativa, teniendo en el centro el proceso de la palabra, al menos en Occidente: la palabra hablada, con la cual ejercieron su imperio los antiguos filósofos griegos; luego la palabra manuscrita, propia de filósofos latinos y clérigos medievales; después la palabra impresa, que da origen al intelectual moderno racionalista de la Ilustración y que llega hasta poco más de mediados del siglo XX; y, en la actualidad, la palabra digital y las tecnologías de los medios de comunicación, que comienzan a cobrar predominancia y van dando lugar a un intelectual mediático. Obviamente, cada una de estas formas de la palabra ha vuelto obsoleta la anterior, pero no la ha eliminado, pues la palabra hablada sigue siendo fundamental en la transmisión de ideas (la enseñanza en las aulas o el debate público), así como la palabra manuscrita continúa siendo utilizada en ciertas correspondencias o en los primeros esbozos de reflexiones o investigaciones, y ni qué hablar de la palabra impresa o de la digital.
Lo importante para rescatar es que con las diversas modalidades de la palabra fueron tomando forma, simultáneamente, tipos de sociedades diferenciadas: la antigua, en la que los intelectuales solo dirigían su palabra a seguidores o discípulos cara a cara; la tradicional, en la que el intelectual es portador/conocedor de un enigma vinculado a la divinidad que solo él puede descifrar; la moderna, en la que gracias a la explosión del conocimiento, la alfabetización y la educación, el intelectual se puede erigir en la encarnación más elevada de la colectividad nacional; y la posmaterial, el tiempo de la globalización (la transmisión internacional del saber), en la que el acceso al conocimiento puede ser indiscriminado y aluvional, aunque se realice sobre la fragmentación social. En cada figuración social, el sujeto de ideas podía empinarse por sobre el resto de sus contemporáneos, excepto en la última, en la cual sufre un fuerte golpe a su narcisismo. En efecto, en el mundo actual debe aceptar su humanidad y que ya no es la expresión social más egregia y venerada, sino que es uno más entre muchos.En tiempos pasados, el intelectual era visto como un ser semidivino, que reemplazó a los antiguos dioses con el advenimiento de la Modernidad. La lentitud de la tecnología y de los medios de comunicación de entonces jugaba a su favor. La aparición de una obra y su apropiación por parte del lector/consumidor posibilitaba que se viera al intelectual como el poseedor exclusivo de un conocimiento único e inalcanzable para el resto de los mortales; así se constituía en el transmisor insustituible de conocimientos y portador privilegiado de la comprensión del mundo: un oráculo. Hoy en día, en cambio, la tecnología es la base de una frenética diseminación de obras (y de sus autores) que son (pueden ser) rápidamente asimiladas, pero con características específicas, ya no como las de antaño.
El intelectual busca influir en la conciencia de los individuos así como en la razón de quienes toman decisiones. Sus ideas y planteamientos solo adquieren relevancia social cuando el poder político los asume como propios y trata de dar forma a la sociedad desde los espacios privilegiados. Dicho de otra forma: ideas y decisiones se complementan para darle un sentido de unidad a la vida social. No obstante, surge un problema cuando esa pretensión de unidad no solo es percibida como una ficción, sino que además las propias instituciones del poder se reconocen incapaces de hacer creíble esa ficción. Como señalan los autores posmodernos, se trata de la crisis de los metarrelatos y de la aparición de sociedades fragmentadas, habitadas a lo sumo por tribus urbanas. No hay un público como antaño se pensaba para asimilar discursos de tipo general. Ocurre entonces una doble crisis, intelectual y política, en la que estos espacios dejan de ser las referencias del orden social.
Si bien las instituciones públicas y políticas continúan existiendo precariamente –y así es percibido por los ciudadanos, aun cuando carezcan de legitimidad–, las ideas y sus portadores (los intelectuales) de alguna manera son invisibilizados y, por lo tanto, terminan resultando inanes socialmente. ¿Cómo cumplir entonces las funciones encomendadas a los intelectuales modernos? La respuesta es seguramente que las condiciones sociales que lo permitían ya no existen o están desapareciendo, y que en consecuencia los sujetos de ideas deben mutar. A un nuevo tipo de sociedad debe corresponder otro tipo de intelectual.
Mutaciones intelectuales
El Estado nacional dejó de ser el contenedor de la cultura nacional y también perdió su capacidad de encuadrar institucionalmente sentidos de pertenencia social y política, así como de enmarcar la lucha por el poder. La dilución de las fronteras prometida por la ideología de la globalización, el neoliberalismo, no ha sido un elemento que estimulara la integración de las personas sino, por el contrario, un desbarajuste que ha contribuido a la fragmentación caótica de la vida social. Por su parte, y en consecuencia, los partidos políticos, al mismo tiempo que relajan sus estructuras organizativas, se alejan hasta prescindir de las ideas y de los intentos explicativos. Los intelectuales participan en ellos cada vez menos, y consecuentemente se potencia la crisis doble de representación: política y cultural. Partidos e intelectuales resultan debilitados. Los espacios vacíos que dejan pasan a ser cubiertos tanto por los medios de comunicación –que parecen haber dejado de lado cualquier preocupación por la opinión pública para ser expresión, casi exclusivamente, de los lobbies que los respaldan–, como por los expertos o técnicos, que no tienen como preocupación la organización social, sino la aplicación de medidas que solucionen problemas puntuales. De este modo, la plataforma social para la defensa de valores generales ya no existe, o casi, y la capacidad de movilizar a la ciudadanía se hace más difícil, salvo en momentos y por demandas específicas, pero desasidos de cualquier imagen de futuro deseado. Puede ser bueno o malo, podemos estar de acuerdo o no con ello, pero es un hecho. A una sociedad trizada le corresponde, al parecer, una política que se sostiene en lo inmediato, lo que coloca al intelectual, acostumbrado a ubicarse en el largo plazo, en un terreno inédito que debe tratar de comprender urgentemente para resituarse.
Se puede decir que, de ser un intelectual de valores generales que pretende expresar a la humanidad, el sujeto de ideas de hoy debe constituirse en uno que, a partir del reconocimiento de ser un sujeto social más, actúe como mediador entre diferentes esferas de la vida social. Este proceso de mutación se observa igualmente en el terreno político: las crisis de las ideologías han dado paso a políticas ítem, no hay identidades sociales ni políticas, menos aún proyectos globales, solo administración –más o menos eficiente, según el caso– de lo dado. La política se ha frivolizado. Una política global, de proyecto integral, no encaja en sociedades fragmentadas y fragmentarias. Todo esto redunda en el campo intelectual, también en proceso de redefinición.
El «intelectual latinoamericano»
La fragmentación social conlleva aspectos positivos y negativos. Positivos, porque, paradójicamente, permite ampliar los rangos de autonomía y de elección personales. De esa manera, el individuo evade tener que elegir entre, por ejemplo, libertad o igualdad, dado que ambos valores son conquistas de la humanidad y deben pertenecer en su plenitud a los individuos. En el plano social, posibilita la creación de espacios nuevos de autorreflexión transnacionales con epistemes construidas a partir de las propias experiencias y realidades, como la propuesta de Boaventura de Sousa Santos de construir una «epistemología desde el Sur»1 o la de Aníbal Quijano y sus tesis sobre la «descolonización del poder»2, que tienen como objetivo central la independencia del pensamiento y la libertad política para configurar las propias comunidades. De esta manera, en el diálogo con las propuestas teóricas del «Norte» se ha regresado, mediante esfuerzos no necesariamente colectivos, a instalar el debate sobre y desde nuestros países.
Pero esta fragmentación también conlleva aspectos negativos, en el sentido de que, de manera contradictoria con el nivel tecnológico y comunicacional actual, no se puede hablar de un campo intelectual latinoamericano que defina, con más o menos solidez, un conjunto de temas comunes sobre los cuales se pueda erigir una propuesta política, como en las décadas de 1920 y 1970-1980, por ejemplo. Lo que resulta llamativo es que la intensidad de los vínculos entre los intelectuales en la actualidad no es similar a la producida en aquellas épocas a pesar de que estén dadas las condiciones para que sea mayor.
Si recordamos, la integración latinoamericana se levantó sobre una base constituida gracias al contacto directo de los pensadores sociales de principios del siglo anterior y también, obviamente, al intenso intercambio de libros y correspondencias personales. De ahí surgieron el populismo, el socialismo, el continentalismo aprista. Estos y otros elementos –la emergencia de la plebe, la ampliación de la ciudadanía, la expansión de derechos sociales, civiles y políticos, la afirmación de ciertas instituciones luego de caídos los regímenes oligárquicos– dieron forma a un inicial campo intelectual latinoamericano, que luego sufrió un duro golpe con el advenimiento de las dictaduras y la crisis económica. Basta recordar las tupidas redes de intelectuales y pensamiento que se construyeron durante las primeras décadas del siglo XX, en gran parte debido al exilio de carácter político.
Para empezar, podemos señalar que el arielismo fue un primer momento de una conciencia latinoamericanista. Desde la prédica de José Enrique Rodó y su Ariel, de 1900, se afianzaron ciertas ideas-fuerza que delineaban la especificidad de nuestros países; valores etéreos y permanentes que nos singularizaban y diferenciaban de Estados Unidos y su cultura práctica y ruda. Actuando como verdadero maestro, el escritor uruguayo instó a los jóvenes intelectuales a escribir y ofrecer públicamente sus reflexiones, muchas veces escribió los prólogos respectivos y los incentivó a que se conocieran personalmente y llevaran a cabo empresas intelectuales. En su correspondencia personal se puede descubrir, por ejemplo, la manera en que estimulaba a su compatriota Hugo Barbagelata para que se pusiera en contacto con los hermanos Francisco y Ventura García Calderón, quienes editaban en París la gran Revista de América. Al mismo tiempo, el arielismo latinoamericanista (que contraponía una América Latina espiritual con un EEUU materialista) inspiró los congresos universitarios de los primeros años del siglo XX y echó las bases para el reconocimiento y la discusión de la identidad del subcontinente. El paso hacia la política aún estaba en ciernes, ocupaba un lugar secundario, se privilegiaba la formación de lo que entonces se denominaba el «espíritu de los pueblos».
Otro caso es la labor del escritor argentino José Ingenieros y su generosidad de recibir a los exiliados peruanos, apristas principalmente, y permitirles ser parte de su importante Boletín Renovación de la Unión Latinoamericana, con marcado carácter integracionista. Manuel Seoane, Luis Heysen y muchos otros líderes político-intelectuales del naciente aprismo gozaron del estímulo y protección de aquel maestro, hasta el punto de constituirse el comité de Buenos Aires como uno de los más importantes de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) en formación. Por otra parte, recordemos que a José Carlos Mariátegui lo sorprendería la muerte en las vísperas de su mudanza a Buenos Aires para, desde esa ciudad, publicar y difundir su revista Amauta. Samuel Glusberg, junto con otros destacados escritores argentinos, había preparado el terreno para la instalación del marxista peruano. Lamentablemente, se trató de un proyecto que nunca pudo ser realizado. Cuánta presencia habría adquirido la revista de Mariátegui desde la capital argentina, seguramente una mucho mayor que la que ya había alcanzado desde Lima, que no era necesariamente un polo de atracción intelectual del nivel de Buenos Aires. Los debates intelectuales y políticos habrían alcanzado, seguramente, otra magnitud y trascendencia.
De todas formas, consideremos los esfuerzos revolucionarios en México, Cuba, Nicaragua, Bolivia o El Salvador, solo para mencionar algunos casos emblemáticos en el proceso continentalista. Quienes estuvieron en la vanguardia compartiendo espacios con los liderazgos políticos (cuando no político-militares, como César Augusto Sandino o Farabundo Martí, por ejemplo) fueron precisamente escritores y pensadores sociales, como Julio Antonio Mella, Víctor Raúl Haya de la Torre, Lombardo Toledano, Tristán Marof y Manuel Ugarte, entre muchos otros nombres. De esta manera, buscaban integrar las ideas a las acciones, algo que las revoluciones rusa y mexicana habían demostrado que era posible. Sobre el terreno todavía en construcción de la acción latinoamericanista, fue posible la fundación de proyectos, diagnósticos, puntos de vista, propuestas políticas y estrategias de intervención que hasta el día de hoy no han sido superados.
En conclusión, las cercanías personales, no exentas de contradicciones políticas e ideológicas, favorecieron la conformación de un terreno común desde el cual se fue constituyendo la conciencia continentalista en nuestros países. Podían discutirse las formas de llegar a la integración, pero esta no era puesta en duda en tanto necesidad y valor. Cada parte, cada país –al menos así lo señalaban sus pensadores– eran integrantes de una realidad mayor. Sin embargo, el entusiasmo integracionista impidió muchas veces calibrar la densidad de la fragmentación que cada país albergaba, y muchas veces esta resultaría decisiva al momento de poner en práctica las soluciones revolucionarias.
Exilios y ciencias sociales
Por otra parte, hacia mediados del siglo XX, la experiencia del exilio acercó a los científicos sociales de nuestros países y dio a luz reflexiones colectivas, espacios de discusión y una intercomunicación. Al mismo tiempo que se desbrozaba un diagnóstico, se buscaban los fundamentos de una propuesta política latinoamericana que, desde la izquierda, pasó de la revolución a la democracia, según la acertada fórmula que Norbert Lechner acuñó hacia fines de los años 80.
Nuevamente, el factor político sería fundamental para el acercamiento de diversos pensadores que actuaban, cada uno, dentro de su propio espacio nacional estatal. Las dictaduras militares, en unos países más feroces que en otros, obligaron a los intelectuales a huir de su terruño y buscar refugio en otro. A diferencia de lo sucedido en los inicios del siglo XX, hacia los años 60 o 70 los países latinoamericanos ya habían podido dar forma a ciertas tradiciones intelectuales e ideológicas, lo que constituía una ventaja. Este terreno nuevo favoreció la actividad de los intelectuales desarraigados de mediados de siglo. Autores brasileños brillantes, como Fernando Henrique Cardoso, Ruy Mauro Marini, Carlos Weffort y otros, buscaron asilo en la institucionalizada sociedad chilena, al menos hasta que el experimento socialista concluyó a manos del golpe militar fascista de Augusto Pinochet. Entonces, los propios (como Enrique Faletto, Manuel Garretón, Ángel Flisfisch, José Joaquín Brunner, por mencionar solo algunos), más los que habían llegado de afuera, tuvieron que partir juntos hacia otros destinos, especialmente México, lugar de generoso recibimiento para quienes necesitaban refugio, como los peruanos Aníbal Quijano y Julio Cotler, deportados por el velasquismo; el boliviano René Zavaleta o el guatemalteco Edelberto Torres Rivas, por ejemplo. Lo mismo ocurría en Argentina, pues los intelectuales socialistas debieron escapar de la dictadura militar que asolaba su país; así, vemos cómo pensadores tales como José Aricó, Juan Carlos Portantiero, Oscar Terán, José Nun y un largo etcétera requirieron asilo y, en esa situación, quizás contra lo previsto, fueron parte de una discusión mayor y posiblemente más libre sobre la política. De esta manera, exiliados procedentes de la casi totalidad de los países latinoamericanos se encontraron en tierras que no eran suyas pero que tuvieron que integrar a sus vidas y que, de diferentes formas, influyeron en los cambios ocurridos en su pensamiento.
Por primera vez, desde las ciencias sociales específicamente, y sobre todo desde la sociología, se pensó América Latina como una totalidad. El pensamiento fue entendido como un momento de la acción política, pues los procesos revolucionarios que se vivían en países como Nicaragua o El Salvador –y estando fresco el recuerdo del heroico triunfo de la guerrilla cubana– ejercían decisiva influencia al momento no solo de proponer una lectura de la realidad, sino sobre todo de atisbar el porvenir. Se trataba de una época en la que el lenguaje estaba altamente politizado, cuando no ideologizado. La vida se vivía como una angustia permanente, apremiante. No había posibilidad de actuar con éxito por fuera de la vida política; los intelectuales también eran soldados de la revolución. Pero además, es cierto que los intelectuales exiliados partieron de sus tierras convencidos de la inevitabilidad de la revolución, pero regresarían a sus países, hacia los años 80, persuadidos de las virtudes mínimas pero necesarias de la democracia. Curiosamente, una vez producido el retorno, la voluntad continentalista se difuminó para adquirir nueva relevancia la idea y la acción en cada uno de nuestros países.
Como hemos recordado, los señalados son los dos grandes momentos de la conciencia latinoamericanista o indoamericanista, como se prefiera decir, que se corresponden con la identidad revolucionaria. En ambos periodos, además, se editaron revistas dedicadas al debate continental: Claridad, Boletín Renovación, Amauta, Marcha, Casa de las Américas, Pasado y Presente son solo algunos ejemplos; hay muchos más títulos que fundían crítica literaria, sociología, arte y política. Entonces, el sujeto de ideas latinoamericano, en ese largo ciclo que se inició hacia fines del siglo XIX y se cerró a principios de la década de 1990, estaba en relativa capacidad de colocar los puntos de debate, los temas de agenda. Era escuchado y discutido con atención, más aún cuando su camino se cruzaba con el de la política, ya fuera como militante, como ideólogo o como ambos a la vez. La academia se robusteció con la originalidad de las reflexiones y estimuló el debate de manera persistente. Páginas memorables, ideas renovadoras, planteamientos polémicos y libros de alta calidad teórica fueron el resultado de ese encuentro agridulce entre saber y poder.
La crisis del intelectual
Como es usual en América Latina, las dictaduras o los autoritarismos cercenaron –o pretendieron hacerlo– cualquier atisbo de debate intelectual; como si las ideas, especialmente si son las de los otros, incomodaran. Pero las dictaduras y los autoritarismos de los años 80 en adelante contaron con una circunstancia a favor inesperada, que contribuyó a la pérdida de legitimidad de las ideas renovadoras: la caída del Muro de Berlín. Se volvió a asentar la idea de que lo mejor era lo conocido; nuestras sociedades fueron adquiriendo un matiz conservador que ha costado desarraigar en algunos países, mientras que en otros el combate es hasta el momento una batalla perdida. Esto es, si acaso las ideas importaran y no prevaleciera la convicción de la acción directa sin mayores razonamientos. Sin necesidad de desear que fuera así, se deriva que la crisis del pensamiento renovador involucra la crisis del intelectual. El lado conservador parece no tener ideas ni intelectuales, quizás ni le interese contar con ellos.
Con la desaparición del bloque socialista, se aceleraría la crisis del intelectual comprometido y crítico de izquierda; este, además, tampoco encuentra un campo intelectual y académico consolidado en el cual desplegar su actividad. El fin de los socialismos reales liberaría todas las trabas que impedían la expansión del capitalismo a escala planetaria, y al mismo tiempo permitiría la expansión del (pretendido) pensamiento único en un mundo unipolar en el cual el modelo económico neoliberal sería visto como inevitable y deseable. La circulación de mercancías pasó a convertirse en la base de las relaciones sociales y del orden mundial dentro del proceso globalizador. Del mismo objeto libro, pareciera privilegiarse el aspecto mercantil (los best sellers) por sobre el contenido que porta. De esta manera, la sociedad global ingresa en una pendiente de despolitización y el ciudadano es visto solo a partir de su condición de homo economicus, individualista y maximizador. La aspiración a la unidad que caracterizó el proyecto de la Modernidad es vapuleada y sustituida por vínculos sociales parciales y efímeros. Las condiciones para una política ordenadora prácticamente se vuelven inexistentes: al ya no ser vista la sociedad como unidad, la política misma se resigna a perder su objetivo de otorgarle a esta un sentido de totalidad. El discurso hegemónico trata de «naturalizar» una sociedad sin ideas y sin política.
Lo descrito produce un nuevo terreno de disputa en América Latina, en donde gobiernos posdictadura pero de democracias precarias deben reinventar los fundamentos de la vida social, lo que es tarea precisamente de los sujetos de ideas, aunque no la tienen fácil. Nuestros países comparten con los desarrollados algunos problemas (individualización extrema, crisis de la política, corrupción al servicio de intereses globales, pérdida de importancia de los valores generales), pero no goza necesariamente de las fortalezas que pueden permitir enfrentarlos, como instituciones consolidadas y legitimadas socialmente, ciudadanía extendida, integración física, etc. Ese terreno dispar y conflictivo se ahonda con características históricas propias, a saber: discriminación racial, narcotráfico, deterioro ambiental, desarrollo desigual dentro de cada país, injusta distribución de la riqueza, violencia social y sexual extendida, conflictos fronterizos entre algunos de nuestros países, campo académico mercantilizado...
Los sujetos de ideas –los críticos, se entiende– se encuentran obligados a elaborar un discurso que apele a la integración como un factor necesario –remontando la significación negativa que hoy tiene en el sentido común–, tanto en cada unidad estatal como en la colectividad de naciones, que estimule la comunicación dentro de nuestros países y que respete y promueva los procesos de constitución de una comunidad política que detengan la fragmentación social.
En un escenario mundial de crisis económica y de un modelo de sociedad, reconstruir (¿reinventar?) un discurso alternativo requiere simultáneamente instituciones y sujetos sociales que sirvan de plataformas para el debate. Si prestamos atención, resulta muy difícil encontrar discusiones ideológico-intelectuales transestatales, así como instituciones y publicaciones que alberguen y difundan un pensamiento colectivo que convoque a definiciones políticas. Salvo algunas revistas que se mantienen como Nueva Sociedad o Desarrollo Económico, y otras como Umbrales, del Centro de Estudios Políticos, Económicos y Sociales (Cepes) de Argentina; Ecuador Debate, del Centro Andino de Acción Popular (CAAP); Convergencia, de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), o la revista virtual Pacarina del Sur, también editada en México, no hay mucho más. Como contraparte, es el terreno político el que ha puesto ciertos temas en las agendas de los países, pero con propuestas ideológicas todavía en formulación.
¿Cómo revertir la fragmentación social sin partidos políticos, ideologías e instituciones consolidadas? Legítimamente, se puede dudar si un discurso continentalista puede llegar a tomar cuerpo. En tanto no existen las grandes y respetadas referencias intelectuales de antaño, más difícil es entonces convocar a la ciudadanía para la defensa de la integración y del bien común continental. En el marco de la modestia obligada que le exige al sujeto de ideas la realidad actual, este debe mutar su ubicación autoasignada (estar por encima de la sociedad) y convertirse en un mediador legitimado entre procesos y sujetos en formación, y en ese esfuerzo, reconstruir simultáneamente su propio discurso.La configuración de un continentalismo tiene ahora características y posibilidades muy diferentes de las del pasado siglo. A pesar de ser América Latina un subcontinente joven desde el punto de vista demográfico, su juventud no se siente masivamente comprometida con la política, y menos como fundadora de organizaciones y de idearios. Tampoco existen sujetos sociales dispuestos a ser parte o a entregarse a una causa. La revolución como tradicionalmente se la concebía ya no genera pasión. La construcción de la democracia suena menos heroica pero a la vez más cercana, aunque no necesariamente inmediata. Se puede concluir que es la política la que está avanzando hacia un nuevo continentalismo, mientras las propuestas ideológicas e intelectuales andan rezagadas. Esto es una señal de alerta, pues la historia –la nuestra– nos ha enseñado que cuando la producción intelectual y la vida política se comunican y son complementarias, América Latina vive sus momentos más creativos y generosos.
- 1. V. por ejemplo, B. de Sousa Santos: Refundación del Estado en América Latina. Perspectivas desde una epistemología del Sur, Plural/ cesu-umss, La Paz, 2010.
- 2. Sobre el concepto de colonialidad del poder, v. A. Quijano: «Colonialidad y modernidad/racionalidad» en Perú Indígena vol. 13 No 29, 1992.