Tema central

Globalización, negocios inmobiliarios y transformación urbana


Nueva Sociedad 212 / Noviembre - Diciembre 2007

La creciente velocidad con la que mueven enormes masas de capital, el debilitamiento de la intervención estatal en la gestión urbana y la competencia entre ciudades que buscan atraer inversiones han potenciado la importancia de los negocios inmobiliarios en el desarrollo urbano. El fenómeno, de alcance mundial, se verifica también en diversas ciudades de América Latina. Estas inversiones se orientan a construir grandes complejos comerciales, modernos edificios de oficinas y lujosas residencias que, aunque pueden contribuir al crecimiento de la ciudad, también profundizan la fragmentación y las desigualdades territoriales.

Globalización, negocios inmobiliarios y transformación urbana

Desde las tres últimas décadas del siglo pasado, un conjunto de cambios ha afectado sustantivamente la organización y el funcionamiento, así como la morfología y el paisaje, de un número creciente de grandes ciudades en todo el mundo. En general, estos cambios han sido considerados por la mayoría de los especialistas en cuestiones urbanas como el resultado del impacto de la nueva dinámica económica. Por el contenido y el alcance de las tendencias que caracterizan el proceso, este ha sido calificado como una nueva «revolución urbana» (Ascher).

Si bien muchos de esos cambios ya habían comenzado a esbozarse en etapas anteriores de la evolución del capitalismo, su manifestación actual implica importantes diferencias, tanto cuantitativas como, sobre todo, cualitativas. Uno de los cambios que ha tenido mayor incidencia en la actual revolución urbana es el generado por el aumento de las inversiones inmobiliarias privadas. Este incremento permite afirmar que las ciudades están viviendo una aguda intensificación de la mercantilización del desarrollo urbano.

En una primera aproximación, el fenómeno solamente puede entenderse en el marco de la creciente movilidad del capital producida por la globalización financiera que comenzó a procesarse e intensificarse en las últimas décadas del siglo pasado, y se profundizó bajo los efectos combinados de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación y la aplicación de políticas de liberalización económica, desregulación y apertura externa. En este escenario, la recuperación del crecimiento económico en numerosas ciudades imbricadas en la dinámica globalizada las ha convertido en escenarios privilegiados para la valorización de los capitales móviles.

Ahora bien, ¿cuáles son las tendencias específicas de esa dinámica que permiten hablar de la creciente importancia de los negocios inmobiliarios como un fenómeno diferenciado respecto de la fase anterior? Tres tendencias, constitutivas de la nueva fase de modernización capitalista que se configuró a partir de la crisis del fordismo, aparecen como la causa principal del desencadenamiento y el fortalecimiento de la mercantilización del desarrollo urbano: - En primer lugar, la incontenible financierización de la economía mundial que, con el estímulo de las políticas de desregulación, privatización y liberalización, cobró mayor impulso desde mediados de los 70 (Chesnais; Strange). Esto generó un sustantivo aumento de la oferta de capital, una parte importante de la cual se orientó hacia la inversión inmobiliaria. - En segundo lugar, el abandono de los esfuerzos por promover una planificación urbana racionalista, normativa y centralizada, y su reemplazo por un enfoque en el que priman los criterios de neutralidad y subsidiariedad del Estado. Esto contribuyó a consolidar una situación en la que las decisiones y las acciones privadas pueden desplegarse con mucha más autonomía y libertad que en el pasado.- Finalmente, la generalización, en el marco de este nuevo enfoque de gestión urbana, de estrategias de competitividad urbana y city marketing, mediante las cuales las autoridades de un número creciente de ciudades buscan, explícita y deliberadamente, atraer capitales externos. Esto ha contribuido a aumentar la inversión inmobiliaria privada y potenciar su rol en la transformación urbana y metropolitana. Estas tres tendencias explican que la actual situación, radicalmente diferente de la de la ciudad industrial, se caracterice por la creciente importancia del papel de la inversión privada y, consecuentemente, por la imposición de una lógica más estrictamente capitalista en el desarrollo urbano.

Al mismo tiempo, esta situación está relacionada con el impulso, con diverso énfasis e intensidad según los países, de un conjunto de reformas estructurales, orientadas fundamentalmente por los postulados de un nuevo discurso teórico-ideológico que se impuso en simultáneo con el avance de la globalización (Lora/Panizza). En este contexto, la mayoría de los países latinoamericanos fue escenario de un experimento, bautizado generalmente con el eufemismo de «ajuste estructural», que generó diversos cambios sustantivos en política económica, que más tarde se formalizaron bajo la etiqueta del «Consenso de Washington» (Williamson).

Como parte de este proceso, se observa un incremento de los negocios inmobiliarios en las principales ciudades, lo cual ha generado un efecto decisivo en la metamorfosis urbana. Ese es el tema de este trabajo.

Globalización financiera e inversiones inmobiliarias

Como ya se ha señalado, el primer cambio importante que ha contribuido a intensificar la convergencia de un volumen creciente de capitales móviles hacia las grandes ciudades es la financierización de la economía mundial. Iniciada en la década de 1970, se consolidó y profundizó posteriormente con la aplicación de las políticas de liberalización y desregulación. Desde entonces, la organización y el funcionamiento de la economía mundial han estado asociados a un persistente incremento de los flujos de capital, lo cual fue impulsado por una gran variedad de mecanismos e instrumentos introducidos y perfeccionados bajo la propia dinámica de la globalización financiera.

Estos mecanismos e instrumentos (fondos de pensiones, fondos mutuos, seguros, fondos bancarios, hedge funds, sociedades de inversión, etc.) han permitido movilizar cotidianamente, y en tiempo real, una enorme masa de capitales de diversa procedencia hacia los más variados destinos. Como afirma Plihon, al abolir las fronteras nacionales, la liberalización financiera ha creado las condiciones para una circulación de los capitales sin trabas, a escala internacional. Las NTIC (nuevas tecnologías de la información y la comunicación) han amplificado esta evolución permitiendo a los capitales desplazarse a la velocidad de la luz a través del planeta. La liberalización financiera y las NTIC han abolido las dimensiones espacio-temporales: los capitales circulan instantáneamente y por todos los lugares. Es el triunfo de la economía virtual a gran velocidad. (2001, p. 43.)

En este contexto, los flujos de capital traspasan cada vez con mayor facilidad las fronteras nacionales, que aumentan su porosidad. Y es que, además de los cambios impuestos por la globalización, los propios Estados nacionales han implementado medidas para desnacionalizar ciertos componentes particulares de lo nacional, con el deliberado propósito de permitir su articulación a los circuitos globales (Sassen, p. 18). En sintonía con la lógica de la globalización, los gobiernos han buscado instaurar un level playing field en sus respectivos territorios, es decir, «un terreno de maniobras que permita el libre despliegue de las estrategias de las empresas, sea para ampliar el mercado, sea para minimizar los costos, sea para las dos cosas a la vez» (Michalet, pp. 107-108).

Bajo estas reglas del juego, la nueva geografía se articula en torno de circuitos «desnacionalizados» y «desfronterizados». Las grandes ciudades –y, en especial, las grandes regiones urbanas conformadas en torno de ellas– constituyen los focos principales de acumulación y crecimiento de la economía mundial (Brenner).

En esta dinámica, al tiempo que los capitales aumentan aceleradamente su movilidad por un espacio cada día más extenso, también incrementan su autonomía, respecto tanto a las indicaciones públicas como al movimiento de mercancías. La consecuencia es la consolidación de una situación en la que, como afirma Peyrelevade (2005, pp. 58-59), «el capitalismo financiero, habiéndose impuesto por todas partes, se ha liberado en todos lados del poder político y de sus variaciones nacionales para transformarse en el principio indiscutido de la organización económica de las sociedades».

Esto significa que el nuevo modelo de acumulación y crecimiento ha profundizado, prácticamente a escala mundial, la dependencia estructural de las sociedades respecto al capital (Przeworski). En términos esquemáticos, esto puede resumirse en la forma siguiente: en una sociedad que evoluciona en esta dirección el crecimiento económico es un requisito obligado para elevar el ingreso y, por lo tanto, satisfacer las necesidades básicas de la población. El crecimiento, a su vez, está condicionado esencialmente por los niveles de inversión, y esta depende de la tasa de ganancia a la que aspiran los propietarios del capital. Los niveles de inversión de un determinado lugar están definidos por las condiciones para la valorización del capital que dicho lugar pueda ofrecer. En esa situación, frente a la creciente autonomía de los flujos de capital para escoger hacia dónde dirigirse, los lugares solo pueden incrementar su capacidad de atracción –atractividad– mejorando las posibilidades de valorizar esos capitales.

En esta dinámica estructural, se produce una incontrolable intensificación de los flujos financieros a través de las fronteras nacionales, una parte significativa de los cuales se destinó a la inversión en bienes raíces, especialmente en aquellas ciudades en las que se preveía un mayor crecimiento económico. En otras palabras, el aumento de la inversión inmobiliaria fue estimulado por la recuperación del crecimiento de ciertas ciudades, evaluadas por los potenciales inversores como lugares recomendables para la obtención de tasas de retorno más elevadas que las que podían ofrecer otros destinos. Como se destaca en una nota publicada en The Wall Street Journal, «la teoría detrás de estas inversiones globales es que, a medida que estas naciones estabilizan y modernizan sus economías, se convierten en lugares más seguros para invertir y con precios inmobiliarios que continuarán en alza» (LeVine/Haughney).

El incremento del excedente disponible de capitales para la inversión inmobiliaria también se debe a que se trata de un medio idóneo para el reciclaje de dinero procedente del crimen organizado y, en particular, del narcotráfico (Strange), un aspecto no despreciable a la hora de explicar el crecimiento de los flujos orientados en esta dirección. Al respecto, como consigna el Informe 1997-1998 del Grupo de Acción Financiera sobre Blanqueo de Capitales (GAFI),

el sector inmobiliario entra hoy plenamente en la esfera de las actividades fraudulentas de los blanqueadores. Las inversiones de capitales ilícitos en el sector inmobiliario constituyen un método clásico y probado para blanquear dinero sucio, particularmente en los países del GAFI dotados de estabilidad política, económica y monetaria. El blanqueo puede ser operado por transacciones inmobiliarias realizadas en cadena para impedir que se rastree el origen ilícito de los fondos, por inversiones de capitales criminales en complejos inmobiliarios turísticos o de esparcimiento que les confieren una apariencia de legalidad. (GAFI, punto 59.)

Pero más allá del origen de los capitales, lo central es que una parte importante de estos ha llegado a lugares de alto crecimiento económico y bajo riesgo, sitios recomendables para los negocios inmobiliarios. Diversas ciudades latinoamericanas han sido consideradas como destinos particularmente atractivos, especialmente en países como Argentina, Brasil, Colombia, Costa Rica, Chile, México, Panamá y Perú. Así, por ejemplo, los flujos de capitales externos destinados a inversiones inmobiliarias en Brasil han sido destacados por algunos medios de prensa como un hecho que comienza a llamar la atención: «ahora, españoles, portugueses, ingleses, canadienses y americanos –por citar solo algunos– están alterando los rasgos del sector inmobiliario en Brasil al colocar (literalmente) camiones de dinero en la construcción y compra de terrenos, hoteles de lujo, fábricas y almacenes. Los números son impresionantes. Juntos, van a traer cerca de mil millones de dólares para inmuebles en Brasil a lo largo de este año» (Carvalho).

Al mismo tiempo, junto con el persistente incremento de los flujos de capital, de origen tanto interno como externo, se ha observado, especialmente en los países mencionados, un aumento de la demanda de una amplia variedad de productos inmobiliarios por parte de familias y empresas. Esta nueva realidad, especialmente relevante en las grandes ciudades que exhiben tasas de crecimiento elevadas o estables, genera una transformación de sus respectivos paisajes urbanos. Entre estos nuevos productos inmobiliarios se destacan los denominados «grandes proyectos urbanos» que, como se verá más adelante, dejan una especial impronta en las ciudades y generan un impacto relevante en su organización y funcionamiento.

Pero los efectos, aunque importantes, son limitados. Dado que la mayor parte de las grandes inversiones inmobiliarias se ha orientado a satisfacer los requerimientos de los sectores más solventes, ellas se han concentrado solo en ciertas zonas, en desmedro de las áreas habitadas o utilizadas por los sectores de menores recursos. Esto ha contribuido a profundizar las desigualdades que caracterizan la configuración socioterritorial de estas ciudades.

En general, el crecimiento de las inversiones en diferentes aglomeraciones metropolitanas inmersas en el proceso de globalización ha generado un crecimiento desmesurado de la oferta inmobiliaria, generalmente acompañado por un sostenido aumento de los precios de la tierra y de los bienes raíces, lo que en muchos casos ha producido importantes distorsiones en los mercados respectivos. Un ejemplo de esta sobreespeculación inmobiliaria es la explosión de Bangkok de 1997, origen de la crisis económica asiática (Charmes). Otro caso es la reciente crisis hipotecaria en Estados Unidos. Aunque no se trata de ejemplos latinoamericanos, ambos casos permiten evaluar la importancia que la inversión inmobiliaria ha cobrado en la dinámica económica global en las últimas décadas.

Subsidiariedad estatal y nueva gestión urbana La adopción de los criterios de subsidiariedad estatal y el consiguiente repliegue del intervencionismo en la gestión urbana constituyen otro de los factores que contribuyeron a estimular los negocios inmobiliarios en numerosas ciudades latinoamericanas. Esto es consecuencia del agotamiento de las propuestas keynesianas que habían ganado influencia desde fines de la crisis de 1929 y que postulaban la necesidad de una intervención exógena en el mercado para controlar o regular los desequilibrios generados por el desarrollo capitalista. Superado este modelo, comenzó a imponerse un discurso teórico-ideológico que reivindicaba la liberalización y la desregulación económica.

La convicción era que las recetas basadas en una mayor intervención estatal no resultaban efectivas para conducir o regular los procesos de cambio en sociedades crecientemente complejas, tanto en el ámbito nacional como en el urbano (De Mattos). A medida que esta idea se fue imponiendo se produjo el abandono, hoy prácticamente total y definitivo, del enfoque del urbanismo racionalista, en especial el promovido por Le Corbusier y la Carta de Atenas. Esta perspectiva fue reemplazada por las concepciones sobre governance y planificación estratégica, que revalorizan el papel del mercado en la regulación de la vida económica y la participación consensuada de los principales actores involucrados en las prácticas sociales.

La convicción dominante desde entonces es que el manejo de los procesos económicos y sociales debe regularse por el libre juego de las fuerzas del mercado mediante el principio de subsidiariedad estatal. Esto significa, básicamente, que «el Estado debería sujetar sus funciones a un esquema de racionalidad económica en el que estarían claramente diferenciadas las actividades públicas y el nuevo papel del capital privado, núcleo de las capacidades y la iniciativa individual». Por consiguiente, se debería tender a consolidar un Estado «que en materia económica solo se encargara de regular, supervisar y vigilar que las relaciones de mercado se realizaran de acuerdo con los marcos legales establecidos» (Huerta Moreno, pp. 145-146).

El resultado de este enfoque fue una drástica reducción de la intervención y de la inversión pública y un renovado protagonismo del capital privado. Esta perspectiva de administración urbana hizo que, como señaló David Harvey, se pasara de una concepción que suponía un manejo de corte gerencial a otro de tipo empresarial, bajo el supuesto de que los «beneficios positivos serán obtenidos por ciudades que asuman una postura empresarial en relación con el desarrollo económico» (1989, p. 4).

El abandono de las ideas y las propuestas «gerencialistas» se evidencia en el convencimiento acerca de la inoperancia del urbanismo racionalista y el creciente consenso en cuanto a que, como sintetiza Jean Remy (2001, p. 5), «la coherencia del proceso no se deriva de una imposición de una doctrina urbanística bajo la coacción de la autoridad», puesto que «la autoridad política no es la única base de una racionalidad espacial, detrás de la cual no se encontraría más que el caos», tal como había sido postulado por el urbanismo racionalista. A partir de estas nuevas premisas, se llegó a la conclusión de que «la intervención política y urbanística tiene mucho más peso si se inserta en un proceso que toma fuerza independientemente de ella» (ibíd., p. 5). Es natural entonces que la nueva política urbana comenzara a actuar de acuerdo con ese «proceso que toma fuerza independientemente de ella». La idea, en suma, es que la viabilidad de cualquier proceso urbano solo podrá asegurarse en la medida que sus objetivos no sean contradictorios con la dinámica social predominante.

Esta forma de concebir las prácticas sociales, que descarta la posibilidad de una planificación normativa, tiene su fundamento en el reconocimiento de que «los procedimientos practicados por los poderes públicos no son sino uno de los componentes de procesos en los que se combinan, según modalidades muy diversas, lógicas públicas y lógicas privadas, evoluciones ‘espontáneas’ e intervenciones planificadas, racionalidad técnica y elecciones políticas, expertises científicas y compromisos militantes, programación y concertación, etc.» (Grafmeyer, p. 111). Esta nueva perspectiva, que implica un cambio radical con respecto a las ideas y a las prácticas del siglo pasado, contiene las bases sobre las que se sustenta el concepto de gobernanza, que ahora tiende a imponerse como fundamento para la gestión pública en sociedades complejas y democráticas. Complementariamente, y conforme a las ideas centrales del nuevo discurso ideológico dominante, se impulsaron medidas de descentralización política y administrativa, que se consideran mecanismos adecuados para acotar las atribuciones del Estado central en beneficio de la sociedad civil y de las comunidades locales. En general, la descentralización ha permitido que las administraciones locales dispongan de facultades más amplias para negociar directamente con los capitales privados las condiciones requeridas por estos para aumentar allí sus inversiones. La descentralización ha terminado por constituir un camino apropiado para el mejor desarrollo de los negocios inmobiliarios.

En efecto, al destrabar, estimular y sostener las acciones de las fuerzas sociales con más capacidad para concretar las intervenciones que, por su magnitud e importancia, tienen mayor incidencia en el desarrollo de las ciudades, se consolidaron condiciones muy favorables para que estos capitales operen con creciente autonomía. Esto ha hecho que los negocios inmobiliarios jueguen un papel todavía más importante que el que habían tenido en el pasado. Como destacan Adriana Bernardes da Silva y Ricardo Castillo en referencia a Brasil, «en algunas regiones metropolitanas, verdaderos mosaicos de poderes públicos locales, la competencia entre diversas municipalidades conduce a una superoferta de este tipo de mercancía, inmovilizando capitales en construcciones ociosas» (2007, p. 49).

Por lo tanto, la gestión «empresarialista» ha podido cumplir con su propósito de remover, debilitar o neutralizar las regulaciones establecidas en la época en que el urbanismo racionalista se había propuesto, aun con escasos resultados, controlar o regular el desarrollo urbano. Esto ha permitido estructurar un escenario mucho más ventajoso para el despliegue de «la multitud de procesos privados de apropiación de espacio» (Topalov, p. 20) que marcan la esencia de la urbanización capitalista. En definitiva, esto significa que los cambios en la orientación y el contenido de la gestión lograron establecer un escenario más favorable a ciertas tendencias congénitas al desarrollo urbano capitalista que, si bien habían estado presentes en fases anteriores, no habían alcanzado la intensidad actual. Es posible concluir, por consiguiente, que la aplicación de políticas concebidas según este enfoque alternativo fortaleció aún más la vigencia de una lógica de urbanización intrínsecamente capitalista en los procesos de transformación urbana y metropolitana.

Competitividad de las ciudades y atractividad urbana

El tercer factor –además del impacto de la globalización financiera y el nuevo enfoque de gestión urbana– que mejoró las condiciones para los negocios inmobiliarios fue resultado de la competencia por la inversión externa entre los gobiernos de diferentes ciudades. Aunque en cierta forma las ciudades siempre han estado en competencia, lo novedoso ahora es que la competitividad interurbana es un componente central de la gestión urbana.

En lo fundamental, los gobiernos locales han justificado sus estrategias de city marketing mediante el supuesto de que un mayor flujo de capitales (así como también la presencia de nodos de empresas y de visitantes globales) constituye un requisito para incrementar la capacidad productiva y el crecimiento. Esto, a su vez, sería una condición necesaria para aumentar los niveles de empleo y de ingreso y, por último, para asegurar una mejor calidad de vida para los habitantes.

En concordancia con estos objetivos, por lo general las inversiones inmobiliarias han sido altamente valoradas por las administraciones urbanas, al considerar que inducen la activación de la industria de la construcción, y a su vez esta, por sus efectos en términos de encadenamientos productivos y por su capacidad para generar empleos, beneficiaría el crecimiento general de la ciudad. Por estas razones, se ha tendido a establecer condiciones especialmente favorables (y permisivas) para la atracción de inversiones de esta naturaleza.

Desde otro punto de vista, el city marketing se fundamenta en el reconocimiento de que el avance de las tendencias a la «desfronterización» que afecta a los recursos de alta movilidad –y en especial al capital– ha permitido escoger con mucha más autonomía que en el pasado los lugares de destino, en un espacio de acumulación que ha ido adquiriendo cobertura mundial y en el que, por lo tanto, cada día hay muchos más competidores en pugna. Frente a ello, cada lugar trata de potenciar su capacidad para atraer los flujos de capitales móviles. Como afirma Harvey, «las inversiones toman crecientemente la forma de una negociación entre el capital financiero internacional y los poderes locales, y estos hacen todo lo que está a su alcance para maximizar la atractividad local como un aliciente para el desarrollo capitalista» (1989, p. 5).Al generalizarse estas estrategias, se configuró una situación mucho más propicia para el despliegue de los capitales interesados en los negocios inmobiliarios: por un lado, un número creciente de potenciales inversores buscaban lugares que les ofreciesen mejores condiciones para valorizar sus capitales, al tiempo que, por otro lado, una cantidad también creciente de lugares intentaba atraerlos. Esto es, la disponibilidad y oferta de capitales para este tipo de inversión aumenta conjuntamente con la demanda por ellos.

Sin embargo, cuando se analizan las motivaciones de los inversores inmobiliarios, no hay que soslayar que, como señala Chris Hamnett, «el sector privado, con conocimiento de causa, no realiza inversiones no rentables, sin importar lo socialmente loables o deseables que puedan ser, y las principales opciones para los gobiernos locales son a menudo tratar de oponerse a los desarrollos privados o trabajar con ellos» (2003, p. 14). En base a esta idea, no hay dudas de que, en una economía capitalista, quienes invierten en respuesta a los estímulos que ofrecen estas estrategias lo hacen motivados por objetivos que no son ni la generación de empleos, ni el mejoramiento de la calidad de vida de las ciudades de destino, sino, lisa y llanamente, la posibilidad de aprovechar las ventajas que cada ciudad puede ofrecer para realizar buenos negocios.

No obstante, pese a todo, hay abundantes ejemplos que indican que cada día más administraciones urbanas promueven estrategias de esta naturaleza, muchas veces mediante ambiciosos programas de cosmética urbana, que se considera un componente imprescindible para promover a la ciudad respectiva en la vitrina de la red global de ciudades. Por ello mismo, los destinos inmobiliarios más ofrecidos incluyen escenografías urbanas que buscan mejorar el marketing internacional de la ciudad. Y son justamente esos destinos los que resultan más atractivos para los capitales móviles, teniendo en cuenta los retornos que las propias estrategias de competitividad urbana se encargan de ofrecer. Esto, por supuesto, les otorga poca importancia a temas como la vivienda popular o la infraestructura básica para los sectores mas desamparados.

Para fortalecer las estrategias de atracción de capitales, cada vez son más numerosas las ciudades que convocan a los profesionales más representativos y cotizados del jet set arquitectónico internacional, cuyos nombres constituyen poderosos anzuelos para la promoción externa. Hoy, contar con un artefacto firmado por un star architect del renombre de Norman Foster, Frank Gehry, Santiago Calatrava o César Pelli, entre otros, constituye un activo invalorable para el correspondiente marketing urbano. En los últimos años cada vez más ciudades latinoamericanas han optado por estrategias de este tipo y hoy muestran paisajes urbanos marcados por un número creciente de íconos o emblemas concebidos con estos objetivos.

Por otra parte, prácticamente en todos los países que han logrado avances en los procesos de globalización se comprueba que las principales ciudades han comenzado a mostrar un importante crecimiento de la inversión inmobiliaria en un diversificado conjunto de artefactos representativos: complejos empresariales construidos como «edificios inteligentes» según normas y diseños estandarizados globalmente, entre los que los rascacielos aparecen como la máxima expresión; hoteles de lujo de las más variadas cadenas internacionales, también concebidos según patrones internacionales; enormes y lujosos centros comerciales diseñados como verdaderos «no lugares» (Augé); barrios amurallados y protegidos para sectores de altos ingresos; llamativos museos donde el continente puede contar más que el contenido, etc. Todas estas configuraciones arquitectónicas están contribuyendo a afirmar una tendencia hacia una mayor homogeneización del medio ambiente construido.

Al mismo tiempo, como parte de las estrategias de competitividad urbana, también se ha comenzado a promover operaciones inmobiliarias de gran magnitud para la realización de grandes proyectos urbanos, que buscan replicar modelos ya impuestos en el mundo desarrollado, como La Défense en París, Postdamer Platz en Berlín y Canary Wharf en Londres. Estas configuraciones, muchas veces orientadas a la generación de nuevas centralidades urbanas, también son utilizadas como un medio para mejorar el posicionamiento de la ciudad respectiva en el nuevo escenario. Ejemplos destacados de esta tendencia en América Latina son, entre otros, Puerto Madero en Buenos Aires, el Centro Comercial Santa Fe en Ciudad de México y el nuevo centro empresarial de San Pablo en la Avenida Berrini (Fix).

También siguiendo ejemplos europeos, sobre todo el de Barcelona, ha comenzado a ganar impulso en América Latina la recuperación de los frentes marítimos o fluviales en aquellas ciudades que hasta ahora no habían explotado este potencial. Además del caso de Puerto Madero en Buenos Aires, pueden mencionarse, entre muchas otras experiencias, el Malecón 2000 en Guayaquil, la Estação das Docas en Belem y la recuperación de la zona ribereña en Rosario. Todos estas iniciativas han permitido abrir y ofrecer a los negocios inmobiliarios amplios frentes fluviales.

En un balance final, se puede concluir que las inversiones inmobiliarias han tendido a materializarse ante todo en el «inmobiliario de empresa» (Malezieux) y en las respuestas a las sofisticadas demandas residenciales de los sectores de mayores ingresos, situadas principalmente en las áreas más desarrolladas de cada ciudad. La tendencia dominante, entonces, ha sido hacia la agudización o la preservación de una ciudad desigual y fragmentada, al menos en América Latina. Las áreas donde residen los sectores de menores ingresos continúan suscitando escaso interés como destino para el capital inmobiliario. Si esto continúa así, la conclusión es que el «desafío de los tugurios», documentado en el reciente Informe de UN-Hábitat (2003), seguirá pendiente.

Esta situación es particularmente preocupante. Si no se logra cambiar la orientación de las inversiones inmobiliarias aquí analizada, las carencias de infraestructura y vivienda que actualmente afectan a los sectores populares de los países en desarrollo, en especial en América Latina, continuarán siendo un problema de difícil solución. La realidad es que, como afirma Manuel Delgado, «la vivienda sólo es un problema para las personas que buscan casa y no pueden pagarla a los precios actuales, pero no para la administración, ni tampoco para la arquitectura ni para la proyección urbana, que en el último cuarto de siglo han vivido consagradas a las iniciativas espectaculares y grandilocuentes vinculadas al marketing urbano» (2006, p. 163).

Algunas conclusiones: riesgos y acechanzas ¿Cómo podrían resumirse los principales cambios producidos por los factores que han contribuido a intensificar las inversiones inmobiliarias urbanas? Ante todo, los elementos expuestos en estas páginas permiten concluir que algunas tendencias constitutivas del nuevo modelo han incidido en la consolidación de condiciones más favorables para la profundización de una lógica genuinamente capitalista en la metamorfosis metropolitana. En este contexto, las grandes ciudades se han transformado en un campo de operaciones privilegiado para los negocios inmobiliarios. En la medida en que esta tendencia continúe afirmándose, se corre el riesgo, como afirma Harvey, de «dejar la suerte de las ciudades casi en su totalidad en manos de los contratistas y especuladores inmobiliarios, de los constructores de oficinas y del capital financiero» (2000, p. 180). Este probable destino puede ser el desenlace inevitable de las propuestas de gestión urbana basadas en las ideas de gobernanza. En efecto, la vigencia del criterio de subsidiariedad, que limita la intervención pública en la gestión urbana, junto con el incontrolable aumento de la movilidad del capital producido por la globalización financiera, del cual un volumen creciente tiende a orientarse hacia las grandes ciudades, puede terminar otorgando una importancia cada vez mayor a estas inversiones en el desarrollo y la transformación urbana, lo que podría contribuir a intensificar la mercantilización del proceso de desarrollo urbano y, por lo tanto, a reducir la posibilidad de impulsar proyectos de ciudad concebidos con el propósito de mejorar la calidad de vida del conjunto de los habitantes.

Parece lógico pronosticar, entonces, que los procesos de transformación urbana, sobre todo en los países menos desarrollados, tenderán a evolucionar cada vez más al ritmo de la acumulación de inversiones en busca de elevados retornos, que se localizan preferentemente en las partes más desarrolladas de cada ciudad. Esto tenderá reforzar una estructuración socioterritorial caracterizada por fuertes desigualdades y por nuevas modalidades de fragmentación urbana. La gobernanza se plantea como un mecanismo funcional a una sociedad con baja intervención del Estado y supone una mayor participación de los actores de la sociedad civil. Sin embargo, en las condiciones ya analizadas, en las que no todos estos actores tienen igual poder para incidir en la transformación urbana, la gobernanza, en definitiva, resulta funcional a la reproducción de la ciudad desigual en que actualmente vivimos.

Bibliografía

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Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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