Perpetradores de genocidio. Aproximaciones históricas y sociológicas desde el caso Guatemala
Nueva Sociedad 246 / Julio - Agosto 2013
La condena del ex-dictador guatemalteco Efraín Ríos Montt a 80 años de prisión y su posterior anulación por la Corte de Constitucionalidad de Guatemala han vuelto a traer a la actualidad uno de los hechos más traumáticos de la historia latinoamericana: el genocidio cometido por los militares contra las poblaciones indígenas, acusadas de apoyar a las guerrillas. Pero ¿qué llevó a los soldados, ellos mismos indígenas, a masacrar a sus propios pueblos? Este artículo propone algunas claves de lectura de esos hechos y de la construcción de una categoría de indígenas «engañados» y «traidores» que justificó los crímenes.
El propósito de este artículo es entender cómo se volvió posible que jóvenes soldados mayoritariamente indígenas, dirigidos por oficiales mayoritariamente ladinos, cometieran actos de genocidio contra pueblos indígenas de Guatemala. Estos eventos tuvieron lugar entre 1981 y 1982, y fueron una de las expresiones más cruentas de la guerra civil que vivió el país. ¿Cómo se construyó la distinción que facilitó matar a otros? Hasta ahora, las explicaciones en torno de este proceso se limitaban a ver a un grupo de elites militares que planificaron la matanza, llevando por la fuerza a los escalones más bajos, los soldados, a matar a pobladores desarmados. Pero ¿qué factores logran explicar que las órdenes de matar hayan sido cumplidas? A fin de dar respuestas a estos interrogantes, he empleado un esquema de análisis en el que se combinan tres factores. El primero es la organización militar, esto es, el reclutamiento, el entrenamiento, el liderazgo, los rituales, la rutina, la vida cotidiana en los pelotones, la formación de grupos primarios, el liderazgo, las normas de camaradería y el espíritu de cuerpo, las formas en que los rumores se propagan, el significado profundo de la vida en un pelotón militar. El segundo factor es la ideología, es decir, el adoctrinamiento, la presencia de ideas que legitiman el terror y los medios empleados para su difusión (radiales, de video, escritos y relación cara a cara), la religión y el racismo. Y, finalmente, el desarrollo de la guerra, el contexto nacional e internacional, el tipo particular de guerra, la forma como esta se vive y pone a prueba a las tropas, las percepciones sobre el adversario que se propagan, las condiciones de los soldados en las unidades militares comprometidas en el combate (la logística, la alimentación, la atención a los heridos durante el tiempo de convalecencia, el traslado de cadáveres, el número de bajas), la difusión de eventos de crueldad contra soldados, y elementos de la estrategia de los insurgentes que resultaron de utilidad para justificar la respuesta estatal.
Estas categorías –organización, ideología y desarrollo de la guerra– me han permitido penetrar desde dentro y hasta abajo en la institución que llevó adelante este genocidio: el Ejército de Guatemala. Pero lo importante es captar las relaciones entre estos elementos. Las explicaciones emergen en el entrecruzamiento. En la investigación sobre la que se basa este ensayo hacemos uso de la estrategia de caso. Y el caso seleccionado fue la masacre ocurrida en Las Dos Erres, parcelamiento del municipio de La Libertad, departamento de Petén, ocurrida en diciembre de 1982. Este evento constituye, sin dudas, un caso paradigmático, ejemplar, para entender a los perpetradores de genocidio en la historia de América Latina en aquel tiempo histórico. La evidencia recolectada incluye –entre otras– fuentes orales, entrevistas con ex-militares, ex-insurgentes, vecinos, familiares de víctimas y sobrevivientes, junto con documentos hallados en el archivo judicial. Antes de entrar en el esquema de análisis, debemos conocer el contexto en el que estos eventos tuvieron lugar.
Contexto
Entre 1963 y 1986 (y todavía un poco más allá), en Guatemala, el Ejército fue la institución rectora del Estado. En noviembre de 1981, modificó su estrategia de contrainsurgencia, reagrupó a sus efectivos e inició un despliegue por fases, concentrando gran cantidad de sus tropas en regiones específicas. Los militares modificaron, además, su estructura de mando, organizando fuerzas de tarea que contaban con unidades de apoyo aéreo y logística. La estrategia fue iniciada desde el centro del país (donde se halla la capital, Ciudad de Guatemala), y desde allí siguió con dirección Noroeste, cubriendo los departamentos de Chimaltenango, Quiché y Huehuetenango, hasta llegar a la frontera con México. Mediante esta estrategia, el Estado retomó el control sobre territorios y poblaciones que –supuestamente– habían cambiado sus lealtades, apoyando a grupos insurgentes que desde 1972 reiniciaron una guerra de guerrillas.
Hacia finales de 1982, la estrategia de las fuerzas del Estado había alcanzado sus objetivos: las guerrillas se habían quedado sin bases sociales. Los pequeños ejércitos insurgentes se habían replegado montañas adentro, o hacia la frontera con México, pero estaban casi intactos. Y de este modo, el Ejército puso a salvo al Estado de lo que pudo ser una rebelión campesina desde abajo.
La implementación de esta estrategia de contrainsurgencia acarreó una catástrofe humana de grandes dimensiones. En muchas aldeas (unas 626), las fuerzas del Estado y otros aparatos paramilitares cometieron masacres, y miles de desplazados en busca de refugio –entre 50 y 200.000– alcanzaron la frontera mexicana, mientras que más de un millón se desplazó a otras regiones. «Masacre» fue el nombre que en Guatemala se dio a los actos que ocurrían en las comunidades. Pero la masacre no solo implica la realización de ejecuciones arbitrarias, sino también violaciones sexuales, mutilación de cadáveres, lesiones graves, tortura y tratos crueles, desapariciones forzadas, secuestro de niños, pillaje y destrucción de bienes, lo cual sometió a esas poblaciones a condiciones de existencia que propiciaron su destrucción física. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) concluyó que en Guatemala se cometieron actos de genocidio contra los pueblos indígenas maya-q’anjob’al, maya-chuj, maya-ixil, maya-k’iche’ y maya-achi.
¿Cómo construyó el Ejército de Guatemala a este soldado que realizaría la mayor matanza en la historia contemporánea de América Latina? ¿Qué cambios fueron necesarios, en el nivel de las tropas, para ejecutar aquella estrategia de contrainsurgencia? O, acaso, ¿no hubo condiciones especiales y la orden de matar simplemente descendió por la cadena de mando y llegó hasta los ejecutores? ¿Eran tropas comunes y corrientes las que ejecutaron las órdenes, o la ejecución de actos genocidas requirió de un tipo excepcional de soldado?
Encuadramiento
Hacia 1982, el Ejército de Guatemala era una organización que alimentaba sus filas mediante un tipo de reclutamiento militar forzoso. Este era el punto de partida del proceso que transformaba a jóvenes ciudadanos primero en reclutas y después en soldados. En el perfil demográfico de los reclutas destacan tres rasgos principales: se trataba mayoritariamente de jóvenes (entre 18 y 20 años), indígenas y analfabetos (su idioma materno no era el castellano).
Como instituciones totales (a lo Goffman), los ejércitos invaden la privacidad de las personas, reduciendo los márgenes de decisión personal. Son parte de esta institución total el encierro, la estandarización física (corte de cabello, uniformes e insignias, que hacen visibles las categorías); las formas de control del tiempo; las modalidades de instrucción y formación; la prohibición del uso de los idiomas indígenas; la rígida rutinización de la vida; la jerarquización de las relaciones; la organización de grandes rituales; las siempre imprevisibles formas de castigo; el disciplinamiento permanente y las exigencias de limpieza. Al resultado de ese proceso lo llamo «encuadramiento». Este tiene lugar en el pelotón, la unidad dentro de la cual, tras haber pasado por un curso básico de tres meses, el soldado iba a pasar los 27 meses restantes de su servicio militar. El pelotón es como una máquina que se mueve en una sola dirección, sin ninguna relación con la decisión de sus miembros. En palabras del oficial Amílcar Rabanales:
A diferencia de otras instituciones donde uno puede mantener ciertos criterios, autonomía o independencia, el Ejército lo absorbe. Lo colocan en la unidad más pequeña: una escuadra. Esta es manejada por un cabo, que es tropa. Al integrarse usted en esa escuadra, y ser parte de ese pelotón, usted pasa a ser, no digamos un número, [pero sí] una persona cuya identidad tiene que amoldarse a la personalidad que toma la organización. Usted puede no estar de acuerdo con algo, pero se lo tiene que aguantar, y va a actuar conforme está actuando la organización. (…) Era un sistema en que ellos [los soldados] dejaban casi incluso, no digamos su pensamiento, porque obviamente eso sí no lo pueden hacer, pero que estaban regidos completamente, minuto tras minuto, hora tras hora, día tras día, sobre lo que tenían que hacer. No les quedaban muchas alternativas: o se desertaban, o resistían, aguantaban, se quedaban dentro del sistema.
En la distribución de los nuevos soldados entre los pelotones no mediaban criterios étnicos, lingüísticos ni territoriales. No se buscaba conformar pelotones de un mismo idioma materno, ni del mismo grupo étnico; con lo cual no predominó la lógica de organizar grupos constituidos exclusivamente por reclutas de determinado grupo étnico para perpetrar masacres donde prevalecía otro grupo étnico. Todas las identidades serían borradas. El soldado se integraba a un pelotón, y la única identidad que contaba era esa: la de soldado guatemalteco. Con este criterio fueron constituidos los pelotones que perpetraron el genocidio en Guatemala.
Ya en el pelotón, daba inicio otro proceso de instrucción. Este estaba más relacionado con las operaciones concretas en el terreno. Además, este entrenamiento estaba a cargo de quien acompañaría al soldado en las operaciones: el subteniente, su comandante. Este era el eslabón entre la tropa –mayoritariamente indígena– y el mando militar –mayoritariamente ladino–. Aunque separados por el abismo de la jerarquía y la distinción étnica y lingüística, soldados y oficiales eran jóvenes de las mismas edades. Los recién graduados en la Escuela Politécnica con el grado de subteniente eran los encargados de conducir a los soldados en las operaciones militares, de entrenarlos y de cuidar su moral.
En este tipo de organización militar, la convivencia cotidiana es total. Los pelotones se transformaban en grupos primarios cuya solidaridad aseguraba su funcionamiento. La tropa compartía experiencias límite: estar en peligro de muerte y compartir la certeza de que la vida de unos dependía de la acción de los otros. Los actos de indisciplina, más que una afrenta contra el Ejército, significaban una irresponsabilidad para con la unidad militar. El altruismo, la bondad, la lealtad y el sacrificio cotidianos, que en los grandes discursos y rituales eran presentados como respaldos decisivos a Guatemala y a la civilización occidental, en la realidad respondían a la cohesión que se había formado dentro del grupo primario. En una simbiosis, mientras el grupo primario terminaba de transformar a aquel joven en soldado, la guerra forjaba la cadena de obligaciones morales entre los integrantes del pelotón.
Adoctrinamiento
Los jóvenes que perpetraron el genocidio no solo se hallaban encuadrados en pelotones, también se les inculcaban ideas. La disciplina de combate se forjaba mediante el castigo y el convencimiento moral. Los soldados, además de preocuparse por su supervivencia, mantenían su estado moral si –y solo si– eran capaces de tener clara la causa por la que valía la pena sacrificarse y morir. Necesitaban que el comandante de pelotón les dijera lo que ellos necesitaban oír: que luchaban por una causa que trascendía su existencia. Con el adoctrinamiento, el Ejército construyó una percepción de la realidad, con la cual logró asegurar la determinación de los soldados en los teatros de operaciones, prevenir la desintegración moral de las unidades y los actos de insubordinación y legitimar el empleo del terror. El adoctrinamiento hizo que oficiales y soldados se transformaran en fanáticos anticomunistas.
En el adoctrinamiento se hallaban condensaciones de rasgos culturales de larga historia, como el inveterado racismo. De esto mismo también forman parte las ideas del anticomunismo, consolidadas con la contrarrevolución de 1954, que acabó con el régimen reformista de Jacobo Arbenz con apoyo de Estados Unidos. Junto con ello se encuentra una codificación ideológica nacionalista de derecha. Algunas ideas de la teología católica –en clave conservadora– también forman parte de aquel discurso ideológico. Finalmente, la Doctrina de Seguridad Nacional aportó razones para legitimar el empleo de la violencia contra los adversarios políticos.
Los supuestos de inteligencia militar terminaron indicando que los indígenas del altiplano noroccidental habían sido engañados por las guerrillas. En palabras del soldado Martín Ramírez: «La mayoría de gente civil que murió fueron naturales, puros indígenas. Toda esta gente murió porque la guerrilla los engañaba. A estos indígenas la guerrilla los engañó». Pero ¿cómo podía ser esto posible tratándose de una institución en la que la mayoría de la tropa –como vimos– era también indígena? La estrategia que viabilizó el genocidio operó mediante el establecimiento de una diferencia. Había un indígena bueno, que tomó partido por el Ejército; y un indígena malo, que había sido seducido y engañado por las guerrillas. La distinción, un elemento clave en la construcción de la voluntad de matar a otros, se erigió sobre bases ideológicas. Se trataba de los indígenas buenos, leales a la nación, en contra de los indígenas engañados, traidores, comprometidos con el mal, es decir «la subversión». Entre el adversario y el nosotros, construido por el Ejército, no existió una distinción racial o étnica, sino profundamente ideológica. El racismo en los mandos construyó entre los soldados (jóvenes indígenas) y sus víctimas, también indígenas, esa distinción necesaria y radical: los indígenas que se habían dejado engañar por la subversión debían morir.
El racismo forma parte de un trato que viene de los oficiales, los eslabones que hacen funcionar a las tropas. El soldado Martín Ramírez recuerda: «Así es como uno lo mira de los oficiales: que aquel es indio, que aquel otro es indio, que indio aquí, que indio allá; se va haciendo una palabra común, como un virus, se va metiendo, metiendo y metiendo»; y así, concluye: «Hasta el peor indio lo trata de indio a uno. Es una frase que le da risa a uno, porque dice uno: ¿por qué este me está tratando de indio y hasta es más indio que yo?». El soldado Federico Cristales recuerda cuando, conversando con un oficial, le preguntó: «¿por qué no aceptan indios en la Escuela Politécnica [el centro donde se forman los oficiales del Ejército]?». La respuesta permite entender el tipo de racismo que, en aquel momento, se hallaba concentrado en la oficialidad militar: «Si algún día vas a la Escuela Politécnica mirá las listas en los tableros. Ahí no vas a encontrar apellidos como Pirir, apellidos de indios no vas a hallar. Allí solo Prera, Mazariegos... Da vergüenza que en tu salón de clases, aparezca un apellido Popsoc. Con apellidos indios se desgracia la raza». El soldado comenta al final que: «ahí fue donde yo me di cuenta que ya los oficiales traen eso de la Escuela. En la Escuela [Politécnica] les meten en la cabeza que están estudiando para ser oficiales de clase, no indios, puros ladinos». Otro ejemplo de la forma profunda y amplia en que el racismo se hallaba diseminado por la institución armada lo presenta el soldado Rocael López: «Había un subteniente. Ese señor solo de indio, solo de indio [nos trataba]… Él le decía a un soldado: ah, mira, que tal y tal cosa. El soldado le decía: repítame mi subteniente, que no escuché. El oficial le decía: indio asqueroso, te dije que hagás esto». Y el soldado López concluye: «Todos los oficiales son así: solo de indio (…) Que indio asqueroso, que indio abusivo, que el indio, si no es burro, es abusivo. Así nos trataban». La identidad étnica había sido desplazada por otra más poderosa, por lo útil que les resultaba para sobrevivir: la identidad ideológica. Antes que indígenas, aquellos jóvenes eran soldados del Ejército. No importaba si detrás de las montañas el enemigo era más parecido a ellos, ni si quienes los comandaban eran ladinos.
El adoctrinamiento consolida una creencia: esa población civil estaba involucrada en el mal. De esa forma, la población civil se transforma, como indica el oficial Rabanales: «La población civil se convierte en el enemigo, al cual hay que combatir». En esa convicción se hallan las razones de la respuesta violenta de los soldados, como lo indica el oficial Rabanales: «Yo vi a galonistas –tropa joven 23, 22 años– con una decisión de combatir y de atacar, y de ver a la población civil como un enemigo, porque está colaborando con la guerrilla y, por lo tanto, está en contra de los miembros del Ejército y del país».
Las raíces de la maldad se hunden en la imagen que aquella campaña militar precisó hacer del adversario. Su imagen deshumanizada logró excluirlo de las normas morales de comportamiento. Allí residía la justificación racional que acalló las conciencias y respondió (sigue respondiendo) el porqué de aquellos salvajes actos. Había una razón para matar como se mató, porque el adversario estaba más allá de lo humano y el futuro había adquirido un tono apocalíptico: así, la sociedad se dividió violentamente entre aquellos que debían ser exterminados y otros que podrían sobrevivir. El adoctrinamiento hace ver cómo la idea de «los indios que se dejaron engañar por las guerrillas» fue cobrando proporciones apocalípticas, y constituyó la base donde se unen todas las líneas de justificación de la respuesta del Estado. Pero esto emergió cuando la organización militar y el adoctrinamiento coincidieron con el desarrollo de la guerra.
El desarrollo de la guerra
Aquellos jóvenes, llevados por la fuerza a prestar el servicio militar, cuya vida fue invadida por la institución castrense y encuadrada en un pelotón, y que fueron adoctrinados, iban a enfrentar una guerra: no cualquier tipo de guerra sino una guerra de guerrillas, la que Robert Taber llamó «la guerra de la pulga». La guerra, ese fenómeno general y lejano, se hacía real en la disposición y la frecuencia con que oficiales y soldados eran destacados a las unidades en las que, como parte de la guerra antiguerrillera, realizaban patrullajes. Las condiciones logísticas, la alimentación, la atención y convalecencia de los heridos y el traslado de los muertos en combate formaron parte del apremio de la guerra. El Ejército, además, hacía un uso propagandístico del «terror» revolucionario.
La guerra fue un acontecimiento que causó sorpresa. No se trató de una escalada militar gradual y paulatina sino de dos eventos desencadenantes: el asesinato del finquero José Luis Arenas (en junio de 1975), con el que el grupo guerrillero que se hallaba en el altiplano noroccidental anunciaba su existencia, y la victoria del sandinismo (en julio de 1979). Esta concatenación abrió paso a una cascada de eventos que avanzó de forma cada vez más rápida. Hacia 1981 se desató en el Ejército de Guatemala una sensación de temor por el avance de la guerrilla. El oficial Domínguez recuerda que «en el año 81, el Ejército determinó el riesgo de perder la guerra». Solo durante el año 1982, el número de bajas causadas en el Ejército, sin contar los heridos, fue de más de 500 soldados y alrededor de 90 oficiales. Esto representa casi un batallón de soldados y un número de oficiales como para comandar tres batallones. Hubo una serie de hechos de guerra que construyeron un sentido de la realidad para el alto mando del Ejército. Estos hechos dieron forma a un clima que se propagó en la institución y advertía –de forma radical– sobre la posibilidad real de perder la guerra.
Destazadores
En el momento del genocidio, los oficiales superiores del Ejército de Guatemala –con posiciones en áreas de planificación– constituían una generación cuya trayectoria se había desarrollado en un clima violentamente anticomunista. Pero quienes llevaron a cabo los actos de genocidio eran jóvenes con una breve formación militar. Y no actuaron movidos por la coacción: lo hicieron de forma voluntaria. La clave de este comportamiento está en el desarrollo de una relación entre el oficial –comandante del pelotón– y unos cuantos soldados, quienes constituían un grupo que se comprometía con la matanza.
De forma lógica, en las matanzas existía una división del trabajo. Estaban quienes se dedicaban a controlar que las personas que iban a morir no escaparan, otros que se encargaban de reunirlos y otros de matarlos. Dentro de los pelotones se fueron construyendo unidades radicalizadas que se encargaban de tomar en sus propias manos las vidas de quienes iban a ser asesinados. En palabras del soldado Mateo Salazar: «Ellos [los oficiales] lo ven con discriminación a uno, pero si usted es un tipo de los que no se niega a matar a otro, esos son bien queridos con ellos. Entonces, los andan jalando. Que si a este coronel lo cambiaron a tal parte… hay una plaza por ahí». El soldado Jorge Roldán recuerda: «ellos [los soldados] tienen que demostrar lo que ellos son. Yo considero que estando ahí, los jefes dicen: ah, pues este está bueno, este sí lo hace. Entonces, los soldados quieren darse su importancia, matando. Tienen que demostrar. No se van a negar y decir no puedo. Lo tienen que hacer, porque si no de nada sirven». Esto es lo que emerge del testimonio del oficial Amílcar Rabanales:
En una situación de estas [masacres] estoy seguro que hubo muchos soldados que no participaron. Sencillamente no participaron. Estaban ahí, pero no dispararon. No fueron partícipes de la situación que estaba sucediendo. Yo le podría decir que, de una unidad, la mayoría no participó en estas situaciones. Fue un grupo más reducido. Dentro de la misma unidad siempre había un grupo más radical. Dentro de los mismos pelotones, dentro de la misma tropa, se encontraban soldados muy aguerridos, soldados muy violentos (…) muy compenetrados con la situación. Con la mentalidad que se les fue desarrollando en la misma guerra. Se fueron poniendo muy duros, muy radicales.
Esto mismo es comentado por el soldado Martín Ramírez. Él cuenta cómo se organiza un pelotón en el momento de ejecutar una masacre: «Lo único que varía son los puestos que cada quien va a llevar». La condición determinante es la especialización: «consideran a cada persona. ¿Qué clase de persona es? Si es un tipo que está preparado para matar a otro a sangre fría, entonces está calificado». Son estos los que forman parte del grupo: «A esos los ponen en el grupo que va a llevar a cabo ejecuciones». Los otros, «los que no, que saben ellos [los oficiales] que no sirven para eso, a esos los mandan a otros grupos, ya no a grupos donde se va a ejecutar gente ni todo eso, los mandan a otros grupos». Lo determinante está condensado en la siguiente afirmación: «No fue de que a cualquiera fueran a jalar y decirle: mirá vos, vos vas a matar aquí. No, esos son seleccionados».
Es esta una explicación simple y dramática a la vez. Simple, porque era de suponerse que al momento de realizar cualquier operación militar en los pelotones había una división del trabajo. Para el Ejército de Guatemala, en aquel tiempo, las masacres llegaron a ser operaciones militares. Pero la explicación también es dramática, porque para llevar adelante los actos de genocidio, el alto mando castrense no precisó forzar a estos jóvenes para que actuaran como lo hicieron. Estos grupos de soldados decidieron libremente que matar con crueldad era lo que debía hacerse. Y actuaron así contra poblaciones con las cuales mantenían más vínculos (porque en su mayoría eran indígenas) que con aquellos que dictaban las órdenes. Atacaron a sus iguales, cumpliendo órdenes que venían de otros, diferentes.
Guatemala, este pequeño país, dio en aquel momento una lección monstruosa a la historia de la humanidad. Estudiar esta barbarie y tratar de entenderla en toda su complejidad es lo menos que podemos hacer para aprender de lo que entonces nos sucedió como sociedad. El estudio del genocidio guatemalteco sirve para demostrar las rutas que llevaron a él, y así alertar a otros para que –si les es posible– puedan evitarlas en el futuro.