¿Una nueva clase media en Brasil? El lulismo como fenómeno político-social
Nueva Sociedad 243 / Enero - Febrero 2013
Caso emblemático de país rico y desigual, Brasil comenzó a transitar desde 2003 un proceso de reducción de sus polaridades sociales. Al mismo tiempo, el Partido de los Trabajadores (PT) sufría una fuerte transformación de su base de reclutamiento: de un partido de obreros calificados y clases medias progresistas localizadas en las grandes urbes evolucionó hacia una suerte de «partido de los pobres» o, mejor dicho, de los que salen de la pobreza. Pero ¿conduce el actual proceso de movilidad social, como sostiene Dilma Rousseff, a que Brasil se transforme en un país de clase media? ¿Cuáles son las lecturas posibles de este fenómeno que muchos llaman «lulismo» y que la actual presidenta mantiene con elevados índices de popularidad?
Brasil, otrora campeón mundial de la desigualdad, actualmente está reduciendo la polaridad social a partir del fuerte proceso de movilidad verificado en la última década. Y todo esto ha suscitado un amplio debate político y académico que interesa a movimientos, universidades, gobiernos, organizaciones internacionales y empresas. Sin duda, algo profundo ocurrió en Brasil en los últimos diez años, lo que algunos denominaron una «orkutización» del país. En 2005, un año después de su creación, la red social Orkut fue lanzada en portugués, y a partir de ese momento se tornó tan popular en Brasil que Google, su propietaria, pasó el control total de la red a su filial en ese país, ya que los brasileños representaban la mitad de su público global. La palabra «orkutización» es utilizada con sentido peyorativo por algunos, que lamentan la (sorprendente) apropiación popular y su «invasión» sobre las herramientas antes restringidas y exclusivas de una elite principalmente blanca y universitaria, pero también expresa, sobre todo, una popularización que vino para quedarse.
Ahora bien, la «orkutización» va más allá de la red, para convertirse en una metáfora que remite al ascenso social de millones de brasileños –y al desembarco popular en universidades, aeropuertos y otros espacios sociales otrora más cerrados–, alentado durante los gobiernos de Luiz Inácio Lula da Silva (2003-2011) y Dilma Rousseff. Este artículo busca discutir varias dimensiones del denominado «lulismo». En ese sentido, y luego de exponer algunos datos sobre la disminución de la desigualdad en Brasil y una breve caracterización de este fenómeno político, nos detendremos en varios puntos problemáticos: los procesos de movilidad social y reducción de la pobreza verificados durante la última década ¿están dando lugar a la constitución de una nueva clase media o se trata de sectores ascendentes de la clase trabajadora? ¿Cuál es la lectura que hacen de este fenómeno el gobierno brasileño y el Partido de los Trabajadores (PT)? ¿Qué visiones políticas y académicas derivan de este ascenso? ¿Qué perspectivas se abren?
La década de la caída de la desigualdad
A contramano de los países desarrollados –la desigualdad aumentó en todos los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) desde 1985, excepto en Francia y Bélgica–, en Brasil las distancias sociales han disminuido. Adicionalmente, si el crecimiento económico brasileño es más modesto que el de los demás países que se agrupan bajo la denominación BRICS (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica), ese crecimiento está, no obstante, acompañado por una disminución de las disparidades sociales, lo que lo diferencia del crecimiento «tradicional», compatible con el aumento de las desigualdades. Por ejemplo, en Rusia, el coeficiente de Gini superó el 0,22 en 1992 y alcanzó el 0,44 en 2008, y en China, la India y Sudáfrica, el ingreso del 10% más rico de la población ha crecido más que el del 10% más pobre.
Los números de la Encuesta Nacional por Muestreo de Domicilios (PNAD, por sus siglas en portugués), elaborada por el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística (IBGE), indican que entre 2001 y 2009 el ingreso del 10% más rico de la población aumentó 16%, en tanto que el del 10% más pobre casi se duplicó (su crecimiento fue de 91%). En 2011, el país logró el menor nivel de desigualdad desde los primeros registros en 1960 (aunque aún continúe siendo altísimo). Así, según el economista Marcelo Neri, surge la nueva clase media: más de 39 millones de personas ingresaron en la llamada clase C entre 2003 y 2011, si se considera un ingreso de entre 1.200 y 5.174 reales mensuales (equivalentes a 588 y 2.540 dólares estadounidenses, respectivamente). En 2011, este sector representaba unos 105,5 millones de brasileños. Este dinamismo social se manifiesta de manera diferenciada en términos regionales, espaciales y sociales, ya que el ingreso aumentó 41,8% en el Nordeste contra 15,8% en el Sudeste. El incremento es mayor en la periferia que en el centro de San Pablo, y es más fuerte en las áreas rurales que en las urbanas. También se observa un contundente crecimiento del ingreso en las mujeres (38% contra 16% de los hombres). Adicionalmente, el ingreso de los negros sube 43,1% y el de los mulatos, 48,5%, contra 20,1% en el caso de los blancos. En resumen, estos grupos tradicionalmente más pobres han observado cómo crecieron sus ingresos frente a los restantes sectores de la población. Esto es aun más significativo si consideramos que el racismo y el patriarcado siguen gozando de buena salud en el Brasil actual.
Así, la década 2003-2012 es llamada la «década de la reducción de la desigualdad», y esto se refleja en el Ranking Mundial de Felicidad de Gallup, que indica un aumento en el índice de satisfacción: si en 2001 Brasil se encontraba en el puesto No 44, en 2006 pasó a ocupar el No 23, y en 2011 alcanzó el liderazgo entre 132 países. Esto se ve reforzado por un relevamiento del Boston Consulting Group, que pone de relieve que Brasil tuvo el mayor incremento de bienestar en cinco años, a partir de un indicador de desarrollo económico sustentable y tomando como base los 51 indicadores obtenidos de fuentes del Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI) y la Organización de las Naciones Unidas (ONU), que cubren 150 países. Principalmente, el desempeño brasileño se debe a una mejora en la distribución del ingreso y al aumento de la escolaridad.
El «lulismo»
El gobierno de Lula da Silva y sus políticas sociales de lucha contra la pobreza y la miseria, aumento del salario mínimo, protección social y créditos para los sectores de menores ingresos generaron un gran dinamismo económico y una activación del mercado interno. Todo ello se dio sin la ruptura de la seguridad jurídica, como ya lo vaticinara la Carta a los Brasileños, escrita por Lula durante la campaña electoral de 2002. Estas políticas –que incluyeron la universalización de la electricidad, el acceso a la universidad a través de cupos sociales y raciales y una fuerte creación de empleo– garantizaron el sostén de los más pobres, que tenían una relación distante con Lula (e incluso temían sus políticas) y no apoyaban al PT, cuya base se concentraba en los trabajadores organizados de grandes ciudades como San Pablo y entre los sectores medios progresistas. Este fenómeno se profundizó a partir de hechos como el escándalo del mensalão, que acentuaron el realineamiento electoral cristalizado en 2006 con el surgimiento del lulismo: mientras que ese escándalo de corrupción no afectó el apoyo de los más pobres, sí debilitó el de los sectores medios y acomodados.
Para el politólogo y ex-vocero de la Presidencia de la República André Singer, esta transformación en la sociología electoral del PT se relaciona con un cambio fundamental en el electorado y abre un ciclo político largo. Singer hace un paralelismo con lo ocurrido en Estados Unidos con el gobierno de Franklin Delano Roosevelt: en 1932, en EEUU, así como en Brasil en 2002, una típica elección de alternancia devino en una nueva mayoría. En el contexto de un nuevo ciclo marcado por una agenda de lucha contra la pobreza, el lulismo sería el «encuentro de Lula, en tanto líder, con una fracción de clase, el subproletariado». Mediante el empleo formal, el subproletariado alcanza la condición proletaria y así «el lulismo constituye la ruptura real de la articulación anterior, al despegar al subproletariado de la burguesía, y abre posibilidades inéditas a partir de esta novedad histórica», con lo que crea «un nuevo bloque de poder». De acuerdo con Singer, el subproletariado como fracción de clase, a pesar de ser mayoritario, enfrenta dificultades para crear sus propias organizaciones. Sin embargo, emerge con fuerza en la política con el gobierno de Lula y, por su tamaño, se torna decisivo en las elecciones, sobre todo en el Nordeste.
La acción del gobierno de Lula terminó representando la concreción de un programa de esta fracción de clase: esto es, crecimiento con estabilidad –sin confrontaciones con el orden establecido– y ayuda a los más pobres. En este mismo espíritu, Neri afirma que «la vuelta del crecimiento, desde 2004, transforma el proceso de redistribución en un juego de sumas positivas, en el cual la ganancia de mayores porciones de la torta por parte de los más pobres no implica pérdidas absolutas de los más ricos». La estrategia lulista ataca lo que era, según la visión de algunos intérpretes de Brasil –como Caio Prado Jr. y Celso Furtado– un nudo en el desarrollo brasileño, ya que un «aspecto interesante de la contradicción brasileña es que la ‘gran masa’ empobrecida abría y cerraba simultáneamente las perspectivas de desarrollo autónomo del país». La miseria limitaba de una manera decisiva el potencial del mercado interno, y esto era reforzado por herencias sociales como la esclavitud. La distribución para el crecimiento parece haber comenzado a desatar ese nudo. No obstante, se trata de un fenómeno contradictorio: conservación y cambio, reproducción y superación, decepción y esperanza en un mismo movimiento. Y en este equilibrio entre reformas y concesiones se vislumbra una paulatina disminución de las crónicas desigualdades brasileñas, en lentos procesos, como los de la abolición de la esclavitud, el declive de las oligarquías en el periodo republicano y el coronelismo.
¿Una nueva clase media?
A partir de las mejoras significativas en los estándares de vida de los más pobres, fruto de movilizaciones sociales y de políticas públicas, ¿cómo pensar las transformaciones en curso? A la tesis de que está emergiendo una nueva clase media, otros autores oponen que en verdad estamos ante una nueva clase trabajadora. Desde la economía, Neri enfoca su análisis en los «estratos de ingreso, económicos», esto es, en el «bolsillo, la parte más sensible de la anatomía humana». Para él, la nueva clase media es entendida en un sentido estadístico, «comprendida entre aquellos situados por encima de la mitad más pobre y un poco por debajo del 10% más rico». A su vez, el sociólogo Jessé de Souza, a partir de una investigación teórica y empírica (con trabajadores de telemarketing, en la feria de Caruaru, el mercado Ver-o-Peso de la ciudad de Belém y rurales), cuestiona de manera contundente esta interpretación. Al pensar en términos de una «nueva clase media», existe un intento de encubrir las relaciones de clase. Para el autor, «los individuos son producidos ‘de forma diferenciada’ por una ‘cultura de clase’ específica», y esto escapa tanto al «economicismo liberal» como al «marxismo tradicional». Así se invisibilizan los factores no económicos que originan y reproducen la desigualdad social bajo la forma de transferencia de valores y de reproducción de privilegios, abriendo o reduciendo posibilidades de movilidad social (casamientos, amistades, relaciones).
Las clases medias no poseen tanto un capital económico como un capital cultural, en forma de conocimientos, cualidades y disposiciones valorizados para la reproducción del Estado y del mercado, en el marco de privilegios de clase. Por otro lado, se forma una nueva clase trabajadora que consiguió conquistar, a duras penas y esfuerzos, una mejor condición social. Esta nueva clase surge sobreexplotada, trabajando largas jornadas, conciliando trabajo y escuela, y contando en general con la ayuda de un capital familiar y de valores de trabajo duro y continuo. Pensar en términos de una «nueva clase media» impide dar cuenta de esa superexplotación laboral. «Nueva» porque, en efecto, Souza la inserta en el contexto de un capitalismo flexible que reduce los costos a partir de sistemas de control y supervisión que, al mismo tiempo, hacen creer al trabajador que es autónomo y libre. Una fábrica generalizada a cielo abierto, en un nuevo régimen de trabajo.
El énfasis en la expresión «nueva clase media» y en su supuesto peso en la población (hoy estaría integrada por la mitad de los habitantes de Brasil) olvida la desigualdad como un rasgo estructural del capitalismo brasileño, que continúa siendo muy acentuado: el país ocupa el puesto No 17 a escala mundial y el 4o en América Latina. El índice de Gini es de 0,508, mientras que en Suecia es de 0,244, en Alemania, 0,290 y en Francia, 0,308. El 20% más rico de la población se queda con casi 60% de los ingresos, y el ingreso promedio del 10% más rico es 40 veces superior al del 10% más pobre, sin olvidarnos de la profunda desigualdad en la estructura agraria, en la cual 40.000 propietarios concentran 50% de las áreas cultivables. Brasil es, además, un país donde 30% de las viviendas no poseen «condiciones mínimas: agua tratada, saneamiento por red o fosa séptica, recolección de residuos y electricidad». Y donde se observa la continuidad de un arraigado racismo institucional: a pesar de la considerable mejoría en el ingreso de la población negra, en los últimos diez años la tasa de homicidios dentro de este grupo aumentó ligeramente, mientras que entre la población blanca disminuyó. Además, nueve de cada diez puestos de trabajo creados en el sector formal cuentan con una remuneración inferior a tres salarios mínimos (1.635 reales, equivalente a 800 dólares), con concentración en el sector de servicios, y el rendimiento promedio real trimestral de los asalariados, que vuelve a crecer luego del desastroso resultado de la década de 1990, no acompaña la velocidad de las ganancias de productividad.
De esta forma, estamos frente a una caída en la desigualdad del ingreso, ¿pero qué pasa con la riqueza? Una dificultad se sitúa en el hecho de que los ingresos del capital están subestimados en el PNAD/IBGE. Así, el economista Fernando da Costa propone cruzar sus datos con los del impuesto a las ganancias, lo que está en los planes del nuevo presidente del Instituto de Investigación Económica Aplicada (IPEA), el ya mencionado Marcelo Neri. Wladimir Pomar contraargumenta, no obstante, que los ricos jamás declaran sus ingresos reales, ni para el impuesto a las ganancias. La economista Leda Paulani remarca el hecho de que 80% de la deuda pública está en manos de 20.000 personas. Y estos argumentos que insisten en mirar hacia la distribución de la riqueza parecen convalidados por el auge del mercado de lujo en el país. En este debate, todavía abierto, Márcio Pochmann y Singer subrayan, no obstante, la recuperación de la participación de los trabajadores en la renta nacional.
Debates en el PT y en el gobierno
Esta discusión (nueva clase media o nueva clase trabajadora) aparece también en el seno del gobierno federal y del principal partido de izquierda. La Secretaría de Asuntos Estratégicos de la Presidencia de la República (SAE/PR) define como clase media a quienes alcanzan un ingreso per cápita de entre 291 y 1.019 reales (entre 141 y 500 dólares). De esta forma, 54% de la población brasileña pertenecería a la clase media, y 30 millones (15% de la población) pasaron en la última década a un ingreso per cápita superior a 250 reales. Esto se reitera en un estudio de la SAE, Vozes da classe média, realizado en colaboración con la Caixa Econômica Federal y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y con el apoyo de la Confederación Nacional de las Industrias (CNI).
La presidenta Rousseff se refiere de manera constante al objetivo de transformar Brasil en un país con una población de clase media. Esto se relaciona con el empeño declarado durante su campaña de 2010 por acabar con la miseria, que al comienzo de su mandato afectaba a 17 millones de personas, y se concretó en su gobierno con el lanzamiento del plan «Brasil Sin Miseria», uno de cuyos programas es «Brasil Cariñoso». El gobierno calcula que, con la primera fase de este último programa –que beneficia a familias extremadamente pobres con hijos de hasta seis años–, el número de pobres descendió a poco menos de 10 millones, y con la segunda –en la que debe llegar a familias con niños y jóvenes de siete a 15 años– debe disminuir a menos de 3 millones. Cabe recordar que el lema del gobierno es «Un país rico es un país sin pobreza».
Sin embargo, parece existir cierta distancia entre el discurso del gobierno federal y el del PT. El cambio en la presidencia del IPEA se relaciona con este punto. Mientras que Neri, el actual presidente, lanzó el libro A nova classe média, a partir de estudios coordinados en el ámbito del Centro de Políticas Sociales de la Fundación Getúlio Vargas, su antecesor, Márcio Pochmann, defendió una postura distinta al publicar el libro Nova classe média? O trabalho na base da pirâmide social brasileira (2012) antes de dejar la presidencia de la institución para ser candidato en el municipio de Campinas. Recientemente, Pochmann asumió la presidencia de la Fundación Perseu Abramo, que en las próximas semanas deberá divulgar una amplia investigación sobre esta cuestión de la «nueva clase».
¿Hay, entonces, un cortocircuito en los discursos entre el partido y el gobierno en este debate, o se trata de ángulos distintos? Los cuadros del PT insisten en considerar este ascenso social en términos de una clase trabajadora, en detrimento de la lectura sobre una clase media en ascenso, que constituye el núcleo del discurso oficial (aunque con matices dentro del gobierno). Por ejemplo, el dirigente nacional del PT José Dirceu afirmó al entrevistar a Pochmann para su sitio web que el ascenso fue de los trabajadores y le preguntó si estos se habrían vuelto de clase media. Pochmann reconoció el cambio en curso y la movilidad social en el Brasil contemporáneo, pero defendió que «la clase media no debe ser entendida simplemente por el ingreso. La clase media es un estándar de consumo, de estudio, de futuro». Y apuntó que «la agenda de políticas en las cuales el Estado debe actuar difiere cuando se habla de clase media o de clase trabajadora. La clase media no necesariamente está preocupada por políticas universales». Estas posturas representan, además, una preocupación constante de muchos dirigentes del PT, por ejemplo respecto a la politización de esa «nueva clase». En este sentido, Pochmann afirma que «es importante que los sindicatos, las asociaciones barriales y los partidos políticos identifiquen cómo construirla [la politización] para este nuevo segmento, porque incluso podrá liderar la mayoría política de la organización del país en los próximos años». Esta postura también es reiterada por Artur Henrique, ex-presidente de la Central Única de los Trabajadores (CUT), quien, más allá de considerar a quienes ascendieron socialmente parte de una nueva clase trabajadora, pone el acento en una lucha entre valores individualistas y consumistas neoliberales por un lado, y valores colectivos y de solidaridad por el otro. Entonces, el desafío de la izquierda sería el de «elevar la conciencia crítica de estos trabajadores».
Politización
Algunos autores defienden –por la derecha: Bolívar Lamounier y Amaury de Souza; por la izquierda: Rudá Ricci– que se ha producido inclusión social a través del consumo y que esta inclusión es –y será– conservadora: un aumento en el estándar de consumo, un ascenso social y un presente/futuro conservador. Lamounier y De Souza esperan que los nuevos incluidos se transformen en una clase media «clásica», es decir conservadora; intentan ubicar sus méritos en un triunfo del mercado (y de las políticas de Fernando Henrique Cardoso) y enfatizan la corrupción como un problema decisivo en Brasil. La mayor tolerancia hacia la corrupción por parte de los sectores más pobres se debería a la falta de capital social, a diferencia de lo que ocurre con la clase media tradicional. Retomando ciertas visiones tradicionales, sostienen que, en ausencia de visión «crítica», estos grupos solo pensarían con el estómago. De ahí a una serie de prejuicios corrientemente englobados bajo el término «populismo» no hay más que unos pocos pasos.
En el caso de algunos sectores referenciados en el marxismo tradicional, se lamenta la alienación de los sectores ascendentes. Por ejemplo, el sociólogo Rudá Ricci sostiene que se trata de una nueva clase media menos «politizada» e «ideologizada», que posee poco interés público y es más «pragmática», y agrega que
el lulismo opera a partir de la integración al mercado de consumo de clase media, por la tutela del Estado, de las masas urbanas y rurales que históricamente formaron linajes de pobres y marginados, conformando un árbol genealógico del resentimiento, del cinismo y de la desconfianza en relación con la política y la institucionalidad pública vigente. La inclusión a través del consumo define la relación con su base social, y de allí el tono del conservadurismo lulista.Un estudio reciente titulado «Valores y estructura social en Brasil», realizado por el IPEA en colaboración con la Secretaría de Asuntos Estratégicos y la Secretaría General de la Presidencia, presenta algunas posiciones de la población brasileña respecto de diversos temas, como la participación política, los derechos de las minorías, el aborto, la pobreza y el papel redistributivo del Estado, en un contexto en el que, entre 2001 y 2011, el ingreso del 10% más pobre de la población creció un 550% más que el del 10% más rico. La sorpresa tal vez se encuentre en las posiciones predominantemente progresistas. Por ejemplo, sobre los derechos de las mujeres, la mayoría de los consultados no estuvo de acuerdo con las frases: «El hombre tiene la ‘última palabra’ en las decisiones de una pareja»; «Los hombres tienen mayor capacidad de liderazgo en el trabajo en relación con las mujeres» o «La mujer debe tolerar la violencia en el ambiente doméstico en nombre de la unión familiar». También pueden observarse respuestas negativas en preguntas respecto a los prejuicios y la discriminación contra la población negra. Sobre la apreciación de las luchas de las minorías, predominan respuestas que las consideran como algo «positivo» o «muy positivo». Una excepción se encuentra en el derecho al aborto, rechazado por la mayoría, ya que los brasileños que se declaran evangélicos tienen una menor propensión a aceptar los derechos de las minorías y la interrupción voluntaria del embarazo.
Por otro lado, el apoyo a la acción redistributiva del Estado disminuye a medida que aumenta la escolaridad: es de 56% en los analfabetos, 49% entre quienes poseen escolaridad básica y 38% entre los que cuentan con un diploma de educación superior. Las conclusiones de esta investigación indican que las opiniones no varían tanto según el ingreso y sí de acuerdo con la religión, la escolaridad, la edad y la región. Un punto a destacar: cuanto mayor es la escolaridad, mayor es la proporción de respuestas progresistas (respecto de los derechos de las mujeres y de las minorías) e individualistas (acerca de la acción redistributiva del Estado).
Al contrario de lo que suele pregonarse, el lulismo y la división del electorado entre «ricos y pobres» puede ser un indicio de un proceso de «esclarecimiento» de las masas populares luchadoras. Al menos esta es la posición de Jessé de Souza, para quien es necesario quebrar dos prejuicios: uno que percibe a «las masas» como pasivas y alienadas, y otro que sostiene «que solo un movimiento organizado según los moldes intelectualistas de la esfera pública burguesa hace política y, principalmente, política de izquierda». Ni alienación ni venta del voto a cambio de programas sociales, y sí «motivaciones morales y democráticas» de los sectores ascendentes. Para sorpresa de algunos, el lulismo endurecería la lucha de clases; de acuerdo con Souza, este fenómeno político-social «constituye la expresión más evidente de una fuerte lucha de clases por la propia definición de lo que es política: objeto por excelencia de las luchas de clase y de la violencia simbólica que niega autojustificación a los dominados». En este contexto, el autor sostiene que lo verdaderamente escandaloso es tener a un tercio de la población fuera del mercado y de la política.
Por su parte, el historiador Daniel Aarão Reis observa un cambio profundo pero gradual. A partir de 1980 se manifiesta un creciente interés de las «personas comunes» por las instituciones y las luchas institucionales; la «política, asunto de blancos ricos, comenzó a ser también de mulatos, negros, indios y blancos pobres». Además, el autor hace un paralelismo con la situación previa al golpe de 1964: en ese momento, los «movimientos populares querían mucho y muy rápido. No fue posible. Vino el golpe, paralizó y revirtió el proceso. Actualmente, la situación es muy diferente. La multitud come por los bordes, con paciencia y moderación, lentamente y siempre, pero el hambre de estas personas es insaciable». De esta manera, destaca las conexiones entre democracia y disminución de la desigualdad y afirma que está en curso «una gran inversión» en el juego político y que «no será tan fácil detener esta ola». Los politólogos Sebastião Velasco y Regis Moraes se manifiestan en el mismo sentido, al plantear que las políticas sociales y microeconómicas liberan no solo el cuerpo, sino también el alma del sujeto que se convierte en ciudadano.
Perspectivas
Según Singer, la politización propia del lulismo parece reenviar, desde el punto de vista ideológico, a la «gramática varguista, que oponía el ‘pueblo’ al ‘antipueblo’». En efecto, en el curso del gobierno de Lula se procesó una aproximación discursiva del presidente y del PT hacia el varguismo, lo nacional-popular y el desarrollismo. Dada su representación del subproletariado ascendente y el hecho de ser «enunciado por un nordestino salido de las entrañas del subproletariado», este discurso «asume una legitimidad que tal vez no hubiera tenido en boca de estancieros del sur del país». Una mutación curiosa e intrigante, porque el PT nace combatiendo dentro de la izquierda tanto al laborismo de Leonel Brizola como a los partidos comunistas, que eran los tradicionales defensores de un proyecto nacional y popular. Se puede decir que el desarrollismo predominaba en la izquierda en los años 1950 y 1960, y más tarde se debilita con el golpe cívico-militar y su posterior desarrollismo autoritario de derecha. Por eso no sorprende que en los años siguientes cobre fuerza la crítica al desarrollismo, al que se acusa principalmente de silenciar las luchas de clases y poner al Estado por encima de ellas. En este contexto crítico nace y crece el PT.
Sin embargo, las cosas cambiaron con el neoliberalismo y su intento por desarticular el viejo desarrollismo brasileño. Basta con recordar el discurso pronunciado por Cardoso en el Senado en diciembre de 1994, entre su victoria y la asunción, en el que sostenía que era necesario enterrar la «era de Vargas». En este caso, la crítica al desarrollismo se convertía en una apología de los mecanismos del mercado. Frente a las políticas promovidas por los gobiernos neoliberales (venta del patrimonio público, aumento de la deuda y de la vulnerabilidad de Brasil, alto desempleo, etc.) y luego del derrumbe del socialismo real, el desarrollismo cobrará fuerza nuevamente como discurso antineoliberal. Los resultados de esas políticas, sumados a la ausencia de alternativas más radicales, «trajeron nuevamente propuestas diferenciadas de actuación del Estado para retomar el desarrollo en los marcos del capitalismo. En el caso brasileño, la experiencia acumulada en esta área es la del desarrollismo».
Fue así como el PT fue aproximándose a la tradición desarrollista. El sociólogo Marcelo Ridenti recuerda un debate de 1998 en el cual se conmemoraban los 30 años de Mayo del 68. El autor compartía la mesa con el entonces presidente del PT, José Dirceu, y al oírlo defender el proyecto de retomar las banderas del desarrollo, resaltar el rol del empresariado nacional, defender la cultura nacional y omitir cualquier referencia clasista –clásica del petismo–, Ridenti preguntó si así no estaba ocurriendo una vuelta de las tesis comunistas/desarrollistas que el mismo Dirceu había criticado. Este respondió que esta vez sí habría condiciones, anteriormente inexistentes, para un «desarrollo nacional policlasista», que de cierto modo actualizaría el «proyecto desarrollista de revolución nacional-democrática dentro del orden institucional formulado por el Partido Comunista Brasileño a fines de 1950».
Sin embargo, el desarrollismo no puede ser el mismo. Además de las críticas político-económicas de los años 1960-1980, tenemos frente a nosotros los límites ecológicos del planeta. El PT, partido que innovó tanto en el ámbito programático –al abrir una brecha entre el laborismo y los partidos comunistas– como en las formas políticas –con su democracia interna y su énfasis en la participación popular en los gobiernos–, se debe una reflexión y un planteo sobre estas cuestiones. En las propias palabras de su presidente, Rui Falcão:
sea como sea, desde el inicio del gobierno de Lula, el PT dejó de examinar con más atención el diseño de las clases sociales, su estructura y sus contradicciones, algo que hizo anteriormente, aunque de forma superficial, en algunos encuentros y congresos. Urge, ahora, cuando el PT va a cumplir 33 años, y el modo petista de gobernar lleva 10 años presidiendo el país, actualizar nuestro conocimiento sobre la realidad brasileña, incluyendo la estructura de clases, para dejar más nítido a quién representa el PT y a quién se opone, teniendo en vista la consecución de nuestro proyecto.
Si la clase trabajadora es «nueva», se deberá especificar en qué, y también de qué capitalismo y de qué estructura de clases estamos hablando. El PT nace a fines de la década de 1970 (fue fundado oficialmente en 1980). Estos años representan para Brasil un periodo bastante particular, un momento en el cual «nuevos personajes entraron en escena», como rezaba el título de uno de los relatos más conocidos de los movimientos de resistencia de aquella década. Una novedad en la historia brasileña: trabajadores en movimiento y en gran número daban forma a sus prácticas de lucha en un proceso de autoconstrucción. Y como lo destacó el historiador y dirigente nacional del PT Marco Aurélio Garcia, «fue la práctica de la lucha social lo que llevó a los trabajadores a progresos inigualables en términos de conciencia y organización». Así «se invirtió la expectativa de que un día la teoría llegaría a la clase obrera para guiarla mejor: fue la clase la que llegó a la teoría». La clase, no como una abstracción sino en términos de una autoconstitución; como ya señalara E.P. Thompson, la clase existe porque lucha. Está en curso el proceso de constitución de la nueva clase, formándose en este momento en Brasil los productores en sus diferencias (negros, indios, obreros, campesinos, pobres, activistas digitales, trabajadores de la cultura, etc., en este que puede considerarse el tercer momento de grandes transformaciones en la historia de la República, luego de los años 1930 y 1950-1960. El lulismo altera la composición del PT y lo transforma en un «partido de los pobres», a partir del cambio de base social operado desde 2006 por la disminución del ingreso familiar promedio de sus simpatizantes y la merma en la proporción de universitarios y de miembros provenientes del Sudeste brasileño. No obstante, se trata en mayor medida de una representación (voto) que de una participación más efectiva de estos sectores. Los pobres (en particular los negros y las mujeres) son el motor de ese crecimiento reciente, que a su vez es decisivo en la proyección internacional de Brasil. Como vimos, el PT defiende la «politización» y la «organización» de quienes están ascendiendo socialmente. Sin embargo, ¿podrán el PT, la CUT, el Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST), la Unión Nacional de los Estudiantes (UNE) y los otros movimientos del ciclo político que emergieron a fines de los años 70 dialogar con estos nuevos sectores? Dialogar significa, también, cambiar, incorporar y transformarse. De ello depende que el lulismo vaya hacia la izquierda o hacia la derecha, que se puedan conseguir o no ciertas reformas estructurales como la política, la agraria y la fiscal; en síntesis: profundizar los cambios en curso.