Ensayo

Una voz libertaria en la medianoche del siglo
El «Manifiesto por un arte revolucionario independiente»


Nueva Sociedad 283 / Septiembre - Octubre 2019

Durante su exilio mexicano, León Trotski se reunió con el escritor francés André Breton. Líder revolucionario uno, referente surrealista el otro, su oposición común al nazismo y al estalinismo daría lugar a un particular manifiesto que reivindicaba la libertad total en el arte. Una historia de ese texto permite reconstruir las encrucijadas políticas de esos años oscuros del siglo pasado, así como su recepción posterior por las vanguardias.

Una voz libertaria en la medianoche del siglo  El «Manifiesto por un arte revolucionario independiente»

En 1938, tres personalidades muy diversas –un político revolucionario, un poeta y un artista plástico– rubricaban en México uno de los documentos más dramáticos nacidos en las postrimerías de la Segunda Guerra, un tiempo que Víctor Serge bautizó la «medianoche del siglo». Se trata del Manifiesto por un arte revolucionario independiente. Su redacción había sido obra conjunta del revolucionario ruso León Trotski, entonces exiliado en el México del general Lázaro Cárdenas, y de André Breton, el referente del movimiento surrealista. Además, en las deliberaciones previas a la redacción, había estado presente el anfitrión de uno y otro, el muralista mexicano Diego Rivera, quien finalmente suscribió el Manifiesto conjuntamente con Breton.

Este ensayo recrea las circunstancias especialísimas que propiciaron el encuentro en México, a mediados de 1938, de estas tres figuras, y repasa las vicisitudes de la circulación de un Manifiesto que venía a proclamar la libertad absoluta del arte frente a los dos poderosos sistemas políticos que lo estaban avasallando: el nazismo y el estalinismo.

Surrealistas y trotskistas en la década de 1930

André Breton había llegado a México un 18 de abril de 1938, con el auspicio del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia, para dictar una serie de conferencias sobre la situación de la cultura francesa. De todos los destinos posibles, eligió México porque allí se encontraba exiliado desde hacía poco más de un año León Trotski, su principal referente político desde que buena parte del grupo surrealista francés –Louis Aragon y Tristan Tzara primero, Paul Éluard después– se había alineado con el Partido Comunista, aceptando de un modo u otro la tutela partidaria sobre el arte y la literatura. Fueron pocos los surrealistas que se mantuvieron fieles al espíritu libertario con que habían surgido a principios de la década de 1920 y algunos de ellos se filiaban por entonces en la Oposición de Izquierda internacional, el ala trotskista de la Internacional Comunista. Al igual que los trotskistas, los surrealistas libertarios venían siendo excluidos de los frentes antifascistas. Era el precio a pagar por su rechazo a los Procesos de Moscú, a las purgas de oposicionistas y de anarquistas en la Guerra Civil Española y a las alianzas de los comunistas con los moderados en los frentes populares.

Breton mismo acababa de ser excluido en julio de 1937 del ii Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura. La excusa había sido un enfrentamiento personal con Ilyá Ehrenburg. El escritor-diplomático del mundo soviético, que fungía entonces como corresponsal en París, acababa de tratar a los surrealistas de «pederastas, onanistas, fetichistas, exhibicionistas y sodomitas». Breton, que lo divisó casualmente en el Boulevard Montparnasse, corrió hacia él y lo abofeteó. El acting resultó funcional a los comunistas, que suprimieron el discurso que Breton debía pronunciar apenas unos días después en el Congreso que iba a tener lugar en Valencia. Las febriles negociaciones del poeta surrealista René Crevel, uno de los organizadores del evento, resultaron infructuosas. Y ante la reiterada negativa de Ehrenburg, Crevel terminó suicidándose en su casa de Montmartre. Solo como un homenaje póstumo al joven poeta de 34 años, se permitió que Éluard leyera, entre silbidos y abucheos, el texto crítico escrito por Breton.

Se comprende que, en ese contexto de aislamiento, Breton buscara el encuentro con Trotski, y que el exiliado ruso, asediado en la remota Coyoacán, acogiera de buen grado la visita del surrealista francés. De todos modos, fue necesario establecer una serie de puentes entre estos dos hombres que, en cierta medida, representaban mundos tan distintos.

Uno, fundador del Ejército Rojo; el otro, iniciador de la Aventura Surrealista. Su relación era muy desigual: Breton profesaba una enorme admiración por el revolucionario de Octubre, mientras que Trotski, sin dejar de respetar la valentía y la lucidez del poeta, tenía ciertas dificultades para comprender el surrealismo (…) Esto, sin hablar de sus gustos literarios, que lo llevaban hacia los grandes realistas franceses del siglo xix, antes que a las insólitas experiencias poéticas de los surrealistas.

Es así como Trotski le pidió referencias sobre Breton a su amigo Pierre Naville, el primero de los surrealistas que se había aproximado al trotskismo. Además, le solicitó a su secretario francés, Jean van Heijenoort, que le procurara obras surrealistas, un universo literario que desconocía.

A fin de abril –escribe van Heijenoort– llegaron el Manifiesto del surrealismo, Nadja, Los vasos comunicantes y una o dos obras más. Abrí las páginas de los que estaban nuevos y se los llevé a Trotski. Los apiló lejos, en una esquina de su escritorio, donde quedaron algunas semanas. Tengo la impresión de que los hojeó, pero que no los leyó ciertamente de punta a punta.

Cuando Breton arribó al puerto de Veracruz acompañado de su mujer, la artista plástica Jacqueline Lamba, comprendió que la embajada francesa no iba a aportar a su estadía más que un saludo protocolar de bienvenida. Sin dinero para sostener una permanencia programada para tres o cuatro meses, se aprestaba a regresar a Francia cuando se presentó en el puerto Diego Rivera, con quien Breton estaba en correspondencia. Rivera había roto con el Partido Comunista Mexicano en 1929 y desde mediados de la década de 1930 integraba la Liga Comunista Internacionalista, el pequeño grupo trotskista mexicano. Enseguida le ofreció hospedaje a la pareja en su casa-taller del barrio de San Ángel, al tiempo que fue el mensajero de una invitación a la Casa Azul de Frida Kahlo en el poblado de Coyoacán, donde Trotski estaba alojado con su mujer Natalia Sedova.

Marxismo y surrealismo: afinidades electivas

Pocos días después, a comienzos de mayo, el secretario Van Heijenoort fue a buscar a Breton y Jacqueline para conducirlos en automóvil a Coyoacán. Según diversos testimonios, iba a ser este el primero de una serie de encuentros sucesivos –que estimamos en diez– a lo largo de los meses de mayo, junio y julio de 1938. Además de esas memorias, toda una serie de indicios –cartas, fotografías, libros dedicados– nos permiten reconstruir con cierta precisión la secuencia de esos diez encuentros y recuperar algo del clima que los envolvió.

Breton dejó un retrato conmovido de su arribo a la Casa Azul:

Con el corazón palpitante, vi entreabrirse la puerta de la Casa Azul, fui guiado por el jardín, apenas tuve tiempo de reconocer las buganvillas de flores rosas y moradas que tapizaban el suelo, los cactus eternos, los ídolos de piedra que Diego Rivera –que puso esa casa a disposición de Trotski– reunió y distribuyó con amor a lo largo de los senderos. Me encontré entre libros en una habitación clara. Y bien, camaradas, en el momento mismo en que del fondo de esa habitación surgió el camarada Trotski, en que, muy real, suplantó la imagen que yo tenía de él, no pude reprimir la necesidad de decirle en qué medida me maravillaba notarlo joven.

Breton le contó a Naville meses después que había mantenido con Trotski un primer diálogo que habría resultado tranquilizador para el líder del surrealismo: «Naville me escribió sobre usted», le dijo Trotski. «Oh, no debió dar una opinión muy brillante…», se atajó Breton, quien se había enfrentado a menudo con Naville en las contiendas surrealistas. «Sí», respondió Trotski, «él escribió que eres un hombre valiente». Según Van Heijenoort, se «habló del trabajo de la comisión investigadora sobre los Procesos de Moscú en París, de la actitud de Gide, de la de Malraux. Se intercambiaron noticias, pero no se abordaron temas importantes». El segundo encuentro tuvo lugar el 20 de mayo. Van Heijenoort tuvo el cuidado de tomar una serie de notas que seguían el curso de los diálogos:

Apenas nos habíamos instalado en el estudio de Trotski (estábamos Breton, Jacqueline, Natalia y yo), Trotski se lanzó bastante rápidamente, y sin mayores miramientos, como si se hubiera preparado, a una defensa de [Émile] Zola. Pretendía considerar el surrealismo como una reacción ante el realismo, en el sentido estrecho y específico de la concepción que había tenido Zola de la literatura. Dijo: «Cuando leo a Zola, descubro cosas nuevas que no conocía, penetro en una realidad más vasta. Lo fantástico es lo desconocido». Breton, bastante sorprendido, se puso tenso. Erguido, apoyado en el respaldo de su silla, dijo: «Sí, sí, sí, estoy perfectamente de acuerdo, hay poesía en Zola». Trotski continuó: «Usted invoca a Freud, pero ¿no es para una tarea contraria? Freud hace surgir el inconsciente en lo consciente. ¿No quiere usted ahogar lo consciente por el inconsciente?». Breton respondió. «No, no, evidentemente que no». Luego hizo la inevitable pregunta: «¿Freud es compatible con Marx?». Trotski respondió: «¡Oh! usted sabe... Esas son cuestiones que Marx no había estudiado. Para Freud, la sociedad es un absoluto, excepto quizás en El porvenir de una ilusión; ella asume la forma abstracta de la coacción. Hay que penetrar en el análisis de esa sociedad». La reunión se distendió. Natalia sirvió el té.

Breton, «a quien la sola palabra té lo indignaba, dijo más tarde que, en esas condiciones, estaba bebible». A continuación, Trotski propuso la idea de crear una federación internacional de artistas y escritores revolucionarios que pudiera hacer frente a la Unión Internacional de Escritores Revolucionarios controlada por los estalinistas, que tenía filiales como la Asociación de Escritores y Artistas Revolucionarios, con sede en París, y la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, con sede en México. Breton, hombre de manifiestos, dobló la apuesta y le propuso, como punto de partida, firmar un texto conjunto:

Se habló de las relaciones entre el arte y la política. Trotski emitió la idea de crear una federación internacional de artistas y escritores revolucionarios, que contrabalancearía las organizaciones estalinistas. Estaba claro: él tenía un plan en la cabeza desde que se había anunciado la venida de Breton a México. Se empezó a hablar de un manifiesto, Breton declaró estar de acuerdo para presentar el proyecto.

Breton estaba ansioso por someter al juicio de Trotski su convicción más profunda, aquella que tantas contrariedades le había traído con los comunistas franceses: en materia de creación, el artista no debe obrar conforme a consignas políticas, sino en función de determinaciones que solo a él competen. El arte no es un medio, es un fin en sí mismo. Trotski, por su parte, coherente con su formación materialista, quería despejar las que entreveía como derivas «irracionalistas» de una estética que celebraba la escritura automática, el sueño y la locura, que levantaba la imaginación poética contra la representación de la novela burguesa, el azar contra el causalismo positivista. De modo que fueron necesarios varios encuentros para despejar los fantasmas que cada uno había forjado respecto del otro. Breton dejó de esas prevenciones un relato elocuente:

¡Ah! No vayan a creer que logramos entendernos de inmediato: él no es hombre de dejar que uno se salga con la suya tan fácilmente. Muy buen conocedor de mis libros, insistió en enterarse de mis conferencias y me ofreció discutirlas conmigo. Cada tanto, surgía alguna escaramuza entre nosotros, desde luego: de pasada, un nombre como el de Sade o el de Lautréamont le causaba un leve sobresalto. Al estar en la ignorancia acerca de ellos, me hacía especificar el papel que habían desempeñado para mí y entretanto se situaba en el único punto de vista acertado, que es común al revolucionario y al artista: el de la liberación humana.

Breton había resignificado la noción de «azar objetivo» acuñada por Friedrich Engels otorgándole un sentido fuertemente subjetivista, de fusión entre la realidad y el deseo. De modo que en uno de esos encuentros Trotski le espetó:

—Camarada Breton, el interés que usted destina a los fenómenos de azar objetivo no me parece algo que resulte inequívoco. Sí, sé bien que Engels apela a ese concepto, pero me pregunto si tal vez en usted hay algo distinto. No estoy seguro de que usted haya tenido el cuidado de dejar (y sus manos trazaban en el aire un espacio frágil) una pequeña ventana abierta al más allá.

Yo no había terminado de explicarme y ya él volvía a la carga:

—No estoy convencido. Además, en algún lado escribió… eh, sí, que para usted estos fenómenos presentaban un carácter inquietante.

—Perdón —le dije—, escribí: «inquietante en el estado actual del conocimiento», ¿quiere que verifiquemos?

Bastante nervioso, se puso de pie, dio unos pasos y volvió a mi lado:

—Si usted dijo «en el estado actual del conocimiento», no veo nada reprochable; retiro mi objeción.

Los encuentros se sucedieron a lo largo de los tres meses siguientes, ya no en el despacho de Trotski sino en verdaderos picnics colectivos en el campo mexicano, en los que a menudo participaron Diego Rivera y Frida Kahlo. Según el testimonio del propio Breton:No hay ningún sitio mexicano típico al que él no esté asociado en mi recuerdo. Lo veo, con el ceño fruncido, desplegando los diarios de París a la sombra de un jardín de Cuernavaca, caluroso y lleno de pájaros, mientras la camarada Natalia, tan emotiva, tan comprensiva y dulce, me enseñaba los nombres de las sorprendentes flores; lo veo practicando conmigo el ascenso a la pirámide de Xochicalco; otro día, estábamos por almorzar al borde de un lago congelado, en pleno cráter del Popocatepetl; o bien una mañana nos fuimos a una isla sobre el lago Pátzcuaro –el maestro, que reconoció a Trotski y a Rivera, hizo cantar a sus alumnos en la vieja lengua tarasca–; o también, pescando axolotes en un arroyo rápido del bosque.

Las fotografías tomadas por los secretarios de Trotski, así como por Breton y Lamba, nos proporcionan una imagen elocuente de esas veladas en las que las tres parejas discurrían sobre las relaciones entre el arte y la política e inclusive se permitían fantasear sobre el destino del arte en el comunismo. Según el recuerdo de Van Heijenoort,

se habló incluso de publicar esas conversaciones con el título Las charlas de Pátzcuaro, firmadas por Breton, Rivera y Trotski. En la primera velada fue sobre todo Trotski el que habló. La tesis que desarrolló era que en la futura sociedad comunista el arte se disolvería en la vida. No habría más danza, ni bailarines, ni bailarinas, sino que todos los seres se desplazarían de una manera armoniosa. No habría más cuadros: las habitaciones serían decoradas. La discusión fue remitida a la siguiente velada y Trotski se retiró bastante temprano, según su costumbre. Yo me quedé a charlar con Breton en el jardín. «¿No cree usted que siempre habrá gente que querrá pintar sobre un cuadradito de tela?», me dijo.

Un texto a cuatro manos

Las relaciones solo se tensaron a raíz de que Breton se sentía bloqueado ante la exigencia de Trotski y posponía una y otra vez la entrega del manuscrito prometido. Según el testimonio de Van Heijenoort, «Breton, con el aliento encendido de Trotski en la nuca, se sentía paralizado y no podía escribir. ‘¿Tiene usted algo para mostrarme?’ preguntaba Trotski cuando se encontraban». En una de esas excursiones, camino a Guadalajara, Trotski estalló al punto de pedirle a Breton que continuara viaje en otro automóvil. Finalmente, a mediados de julio, después de unos días de excursión colectiva a Pátzcuaro, en el estado de Michoacán, Breton y Lamba volvieron de visita a Coyoacán. Conforme las memorias de Van Heijenoort, fue entonces cuando salieron del impasse:

Si no recuerdo mal, fue Breton el que dio el primer paso. Entregó a Trotski algunas páginas escritas a mano, con su letra apretada. Trotski dictó unas páginas en ruso, yo las traduje al francés y se las mostré a Breton. Después de nuevas conversaciones, Trotski tomó el conjunto de los textos, los recortó, agregó palabras aquí y allá, y pegó todo en un rollo bastante largo. Pasé a máquina el texto final en francés, traduciendo el ruso de Trotski y respetando la prosa de Breton.

Según el testimonio de Breton, su manuscrito original reclamaba: «Toda libertad en el arte, salvo contra la revolución proletaria» y fue Trotski quien, advirtiendo los «abusos que podrían hacerse de este último tramo de la frase (...) lo suprimió sin dudarlo». Como ha observado agudamente Michael Löwy, «las simpatías de Breton por el anarquismo son cosa conocida; pero curiosamente, en este manifiesto, quien redactó los tramos más ‘libertarios’ fue el exiliado ruso».

El escritor y el revolucionario firmaron el Manifiesto un 25 de julio de 1938, apenas una semana antes de la partida de Breton. Trotski prefirió retirar su firma y propuso en su lugar el nombre de Diego Rivera, aunque este no hubiera participado en la redacción. El gran muralista mexicano aceptó respaldar el texto con su nombre, pero por su inmediata ruptura con Trotski podemos inferir que este tipo de situaciones, donde se lo excluía de la elaboración político-intelectual, herían su sensibilidad. Hubo todavía tiempo para dos encuentros más. Trotski invitó a Jacqueline y a André a una reunión con una veintena de estadounidenses del Comité de Relaciones Culturales con América Latina que tendría lugar en Coyoacán el 27 de julio. Se habían sumado a la sesión el senador conservador Henry J. Allen y la laborista británica Margaret Bondfield, pero ni siquiera esas presencias perturbaron la desenvoltura de Trotski. Breton registró entonces el modo en que el viejo revolucionario sabía ir desplegando su extraordinario poder de seducción:

observé cómo, a medida que hablaba, el clima de la sala se le volvía humanamente favorable, cómo ese auditorio apreciaba la vivacidad y la seguridad de su réplica, lo veía gustoso a las bromas, gozando de sus ocurrencias. Asistí, muy divertido, a los esfuerzos que esa gente hacía por saludarlo, estrechar su mano antes de partir. Y sin embargo, entre esa gente estaba el gobernador de un estado de América del Norte, así como una mujer con cabeza de lechuza que había sido ministra de Trabajo en el gabinete de [Ramsay] MacDonald.

Trotski, que ya había obsequiado a sus amigos franceses varios libros con su dedicatoria autógrafa, estampaba esa noche la última de ellas sobre una edición de Mi vida en francés. El encuentro de despedida tuvo lugar el 30 de julio, cuando Breton le obsequió a Trotski su fotografía con la siguiente dedicatoria: «A León Trotski, en recuerdo de los días pasados bajo su luz, con mi admiración y mi devoción absolutas. André Breton, México, 30 de julio de 1938». Van Heijenoort anota que esa última tarde Trotski lo sorprendió con un «gesto inusitado»:

Estábamos en el patio lleno de sol de la Casa Azul de Coyoacán, en medio de los cactos, naranjos, buganvillas e ídolos, a punto de separarse, cuando Trotski fue a buscar a su escritorio el manuscrito común del manifiesto y se lo entregó a Breton. Este estaba muy emocionado. Era, por parte de Trotski, un gesto inusitado, único inclusive en todo el periodo en que me tocó vivir con él. Hay un facsímil de uno de los pasajes del manuscrito en el libro de Breton, La clé des champs, entre las páginas 40 y 41, el manuscrito original debe encontrarse entre los papeles dejados por él. Tal como se desprende del relato de Van Heijenoort, hubo cuatro originales en juego. En primer lugar, el manuscrito de Breton redactado en francés en tinta verde, que llevó consigo a Coyoacán a mediados de julio de 1938. En segundo lugar, el texto que Trotski dictó en ruso y Van Heijenoort tradujo al francés. En tercer lugar, el texto acordado entre Breton y Trotski que este último armó pegando recortes de los dos anteriores en un rollo extenso que además tenía notas manuscritas. En cuarto lugar, el texto final en lengua francesa que Van Heijenoort pasó en limpio con una máquina de escribir.

El texto original de Breton se conservó entre los papeles de Trotski que resguarda la Biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard. El palimpsesto que armó Trotski con el sistema de cut and paste es el que le obsequió a Breton aquel 30 de julio. Este todavía lo conservaba en 1953, cuando reprodujo un fragmento en su libro La clé des champs. El texto definitivo en francés fue el punto de partida de los esfuerzos por dar a conocer el Manifiesto cuando todo anunciaba el estallido de una nueva guerra.

Vicisitudes editoriales en la medianoche del siglo

El texto que tipeó Van Heijenoort es el que sirvió de base a la edición francesa, que siguiendo el modelo de los carteles surrealistas, se imprimió en París en un pliego de 42 por 27 centímetros, doblado al medio. Se hicieron cuatro tirajes simultáneos en tinta negra sobre papeles de colores pastel: naranja, rosa, verde y celeste. En la primera página se lee: Pour un art révolutionnaire indépendant [Por un arte revolucionario independiente]. En la última, la cuarta, después de la consigna final y la firma de los dos artistas, se indica la dirección personal de Breton.

Si bien se desconoce quién fue el autor de la traducción castellana, no cabe duda de que la edición original mexicana se hizo unas semanas después sobre la base de la francesa. Aunque ambas estén datadas el 25 de julio de 1938, es posible estimar que la francesa se imprimió hacia septiembre y la mexicana en octubre. De modo similar, se utilizó un pliego de papel anaranjado un poco mayor, de 35 por 47,5 centímetros, también doblado al medio. En la tapa podía leerse: «¡Por un arte revolucionario independiente!» Y cerca del borde inferior: «Manifiesto de André Breton y Diego Rivera». El texto concluía en la página 3 indicando las direcciones personales de Breton y de Rivera.

El Manifiesto debía ser el punto de partida de la Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente. Así lo anunció Breton en el discurso que ofreció en un mitin de la organización trotskista francesa, el Partido Comunista Internacionalista, poco después de su regreso de México: «Este manifiesto se publicó con la firma de Diego Rivera y la mía bajo el título ‘Por un arte revolucionario independiente’. Concluye en la fundación de una Federación Internacional del Arte Revolucionario Independiente (fiari) cuyo boletín mensual aparecerá por primera vez a finales de diciembre».

Breton lanzó la revista Clé en París en enero de 1939, como mensuario de la Federación. Entre los animadores de Clé se contaba el poeta Benjamin Péret, que venía de combatir en la Guerra Civil Española. En forma casi simultánea, los trotskistas mexicanos lanzaban la revista Clave (1938-1941), subtitulada «Revista marxista», en cuyas páginas reproducían el texto del Manifiesto. Desde París y desde México los ejemplares del Manifiesto en francés y en español viajaron a diversas capitales del mundo, allí donde pudieran interpelar a los pocos grupos que, en esa oscura noche del siglo, se atrevieran a desafiar, simultáneamente, al fascismo y al estalinismo. Los primeros en dar cuenta del envío fueron los intelectuales neoyorkinos de la Partisan Review, una suerte de órgano del «trotskismo literario» de Estados Unidos.

Partisan había sido fundada en 1934 dentro de la órbita del comunismo. Pero con el inicio de los Procesos de Moscú, buena parte de estos escritores y críticos culturales –Dwight MacDonald, Edmund Wilson, Mary McCarthy, Sidney Hook, James T. Farrell, James Rorty y otros– decidieron relanzar la revista invitando a colaborar a Trotski. Este tomó la empresa con reservas, sabiendo además que al Partido Socialista de los Trabajadores (Socialist Workers Party), la organización trotskista estadounidense, no le agradaría ver el prestigio de Trotski puesto al servicio de una revista de intelectuales. Sin embargo, transcurridos unos meses, comenzó a colaborar con Partisan, sobre todo cuando se trataba de tejer las redes internacionales de la fiari.

El 27 de julio de 1938 Breton y Rivera dirigieron desde Coyoacán una carta a la redacción de Partisan anunciando el envío del Manifiesto. Es evidente que Trotski está allí junto a sus dos amigos, promoviendo el vínculo triangular entre México, Nueva York y París. «La carta deja en claro que pretenden publicar el documento simultáneamente en Francia y México, y luego circularlo en el ambiente potencialmente favorable, en Inglaterra, Bélgica, Holanda, Escandinavia, Checoslovaquia, América Latina y Australia».

El crítico estadounidense Dwight Macdonald, líder del ala trotskista de Partisan, tradujo rápidamente al inglés el Manifiesto, que alcanzó a aparecer en la entrega de otoño de 1938. El editorial de ese mismo número, que anunciaba la disposición del grupo de intelectuales neoyorkinos a «formar parte de la sección norteamericana de la Federación», fue inmediatamente reproducido en México en las páginas de Clave.

Una copia del Manifiesto en español viajó desde México hacia Santiago de Chile. El receptor fue Samuel Glusberg, un escritor y editor argentino por entonces asentado allí, cuya radicalización política desde un humanismo socialista hacia un marxismo libertario lo había impulsado a visitar a Trotski en Coyoacán en enero de 1938. En 1939 Glusberg lanzó en Santiago la revista Babel, donde publicó a casi todos los autores de esta constelación, desde Trotski, Natalia Sedova, Victor Serge y Diego Rivera hasta los trotskistas neoyorkinos de la Partisan: Macdonald, Edmund Wilson y James T. Farrell.

A Buenos Aires el Manifiesto llegó por partida doble. Por un lado, lo recibió el núcleo trotskista de la revista Inicial (1938-1939) que lideraba Pedro Milesi. El ejemplar de la edición mexicana que se conserva en el Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas (cedinci) tiene añadidos en lápiz, a continuación de Breton y Rivera, los nombres de los primeros adherentes: los surrealistas Henry Poulaille, Jean Giono y Marcel Martinet, el crítico inglés Herbert Read, el músico mexicano Carlos Chávez, el escritor italiano Ignazio Silone, el poeta holandés Jef Last, el arquitecto y muralista Juan O’Gorman, el escritor ruso-belga Victor Serge y el inglés George Orwell. El otro ejemplar llegó a manos de Liborio Justo, que capitaneaba el grupo trotskista rival. Justo reimprimió en Buenos Aires la edición mexicana en un pliego semejante pero de cartulina blanca, al que añadió su nombre y dirección a continuación de los de Breton y Rivera. Esta primera edición argentina es la que llegó a manos de un Jorge Luis Borges que consideraba superada la época de los manifiestos y las vanguardias, y la despachó irónicamente en una nota de la revista El Hogar.

A juzgar por los adherentes, no cabe duda de que algunas versiones del Manifiesto en francés y en inglés llegaron a Reino Unido, Italia y Holanda. Pero en la propia Francia y a pesar de los esfuerzos de Breton, evitaron suscribirlo con distintos argumentos André Gide, Paul Rivet, Michel Leiris, Roger Martin du Gard y Gaston Bachelard. La revista Clé no logra los suscriptores necesarios y apenas alcanza a publicar un segundo número en febrero de 1939. En septiembre, una vez que estalló la guerra, Breton fue movilizado y cuatro meses después trasladado en calidad de médico a la Escuela de Pilotos de Poitiers. En Marsella, donde se produce su reencuentro con muchos de los surrealistas, recibe finalmente una vista y en marzo de 1941 logra embarcarse con Jacqueline rumbo a Nueva York. Por su parte, Péret es detenido en Rennes, pero una vez libre continúa la resistencia clandestina en París y en Marsella, hasta que en 1941 logra asilarse en México con su compañera Remedios Varo.

Tampoco en México las perspectivas eran mejores. La previsible ruptura de Rivera con Trotski, concretada finalmente en enero de 1939, privaba a la sección mexicana de la fiari de su figura más representativa. Clave, por su parte, fijaba línea política con enorme lucidez en ese momento oscuro del siglo xx, pero fracasaba a la hora de abrir la convocatoria. Por ejemplo, hacía gala de un antiintelectualismo feroz arremetiendo contra Serge, uno de los pocos que a pesar de los ataques sectarios iba a mantener incólume su lealtad a Trotski. Los trotskistas de Partisan, por su parte, si bien habían traducido el Manifiesto al inglés, pusieron reparos a la hora de suscribirlo. Macdonald consideraba que, por ejemplo, el párrafo dedicado al psicoanálisis difícilmente fuera aceptado por la izquierda radical estadounidense y proponía modificarlo o suprimirlo. Estas reservas finalmente concluyeron en marzo de 1939 con la constitución de una asociación solidaria pero diferenciada de la fiari: la Liga por la Libertad en la Cultura y el Socialismo (League for Cultural Freedom and Socialism).

Para inicios de 1939, la nueva guerra era ya un hecho inminente y una poderosa fuerza de polarización tensionaba el campo político-intelectual internacional: de un lado se alineaban T. S. Elliot, Ezra Pound, Salvador Dalí, D. H. Lawrence, Louis-Ferdinand Céline, Martin Heidegger, Carl Jung y Filippo Marinetti; del otro, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Pablo Neruda, César Vallejo, Ferdinand Léger, André Malraux, Louis Aragon y Tristan Tzara. Diego Rivera y Frida Kahlo, los mismísimos anfitriones de Trotski, volvían poco después al redil del comunismo.

Por su parte, muchos de los trotskistas estadounidenses de la década de 1930, como James Burnham o Sydney Hook, hicieron de su antiestalinismo un anticomunismo tout court y se convirtieron pocos años después en ideólogos de la Guerra Fría. Durante el conflicto bélico y la inmediata posguerra, el espacio para sostener posicionamientos revolucionarios independientes se había angostado sobremanera. La voz política de los tenaces en sostener posiciones a contracorriente –Serge, Breton, Benjamin Péret, Edmund Wilson, Macdonald– se vio debilitada considerablemente. Mientras tanto, la del propio Trotski era acallada, mediante su asesinato, un 21 de agosto de 1940.

Sin embargo, es posible identificar algunas reverberaciones del Manifiesto en la posguerra, que dan testimonio de que, aun en condiciones adversas, este llamamiento dramático pudo abrirse caminos insospechados. En primer lugar, fue rescatado en la segunda posguerra por la vanguardia artística brasileña y traducido al portugués en el periódico Vanguarda Socialista, que apareció en Río de Janeiro entre 1945 y 1948. Su inspirador fue Mario Pedrosa, al frente de los escritores vanguardistas Hilcar Leite, Patrícia Galvão (Pagú), Edmundo Moniz y Gerardo Ferraz. Según el testimonio de Moniz, habían resuelto actualizar el Manifiesto para hacer frente al nuevo ciclo de «realismo socialista» que provenía del mundo comunista. El texto de Breton y Trotski conoció también una suerte de reescritura por parte de un grupo de artistas plásticos argentinos –Esperilio Bute, Ricardo Carpani, Julia Elena Diz, Mario Mollari y Juan Manuel Sánchez– que en 1958 suscriben el «Manifiesto por un arte revolucionario en América Latina».

El ciclo de las ediciones contemporáneas

El Manifiesto permaneció olvidado durante diez años hasta que Maurice Nadeau, el editor de Clè, le dio un lugar dentro de sus Documents surréalistes (1948), el volumen que venía a complementar su Histoire du surrealisme (1945). Breton, poco después, lo incluyó en la ya mencionada recopilación de sus escritos que tituló, significativamente, La clé des champs. El texto redactado con Trotski se publicaba por primera vez junto a sus «Recuerdos de México», su «Visita a León Trotski» y una treintena en ensayos escritos en los últimos 20 años, de modo que el episodio quedaba desde entonces inscripto en la historia del arte contemporáneo en general, y en la del surrealismo en particular. Fue, desde entonces, una pieza infaltable en las ediciones de los manifiestos artísticos del siglo xx.

El primero en reunir un dossier sobre las vicisitudes del encuentro del que resultó la redacción del Manifiesto fue el anarcotrotskista egipcio Arturo Schwarz. Su íntima proximidad con el movimiento surrealista y sus encuentros con Jacqueline Lamba, Naville y Van Heijenoort contribuyeron a la edición de referencia: André Breton, Leone Trotskij. Storia di un’amicizia tra arte e rivoluzione, aparecida en italiano en 1974. Tres años después la completó con nuevos documentos para la edición francesa.

Un hito en la indagación histórica lo constituyó la investigación de la canadiense Marlene Kadar, que localizó en los Archivos Trotski depositados en la Biblioteca Houghton de la Universidad de Harvard el manuscrito original que Breton le presentó a Trotski en su despacho de Coyoacán y ofrece en su tesis un minucioso cotejo con la versión francesa definitiva. Cuando el historiador francés Pierre Broué editó el Manifiesto para Œuvres de Trotski, recogió la idea de Kadar de ofrecer ambos textos confrontados en doble columna. Además, Broué reunió todo un conjunto de testimonios y de estudios en dos números sucesivos de los Cahiers Léon Trotsky, uno enfocado en el México cardenista en que vivió Trotski y otro dedicado a los vínculos del revolucionario ruso con los escritores franceses.

Una nueva edición del dossier tuvo lugar en Brasil. Valentim Facioli, profesor de Literatura Brasileña en la Universidad de San Pablo, recogió para su versión portuguesa los textos reunidos por Schwarz, precedidos por el estudio de Roche que apareció en los Cahiers Léon Trotsky de París y enriquecidos con una sección consagrada a la recepción brasileña del Manifiesto, sobre todo por el grupo ya mencionado que editó en Río de Janeiro el periódico Vanguarda Socialista. A su vez, Pepe Gutiérrez recogió muchos de los textos de las ediciones de Schwartz y de Facioli para la edición española de El Viejo Topo, que enriqueció con otros estudios y testimonios. Finalmente, una edición argentina con prólogo del ensayista Eduardo Grüner recuperó buena parte de estos textos, mientras que otra más reciente vino a ofrecer un plus: las reproducciones facsimilares de los folletos-afiche de las ediciones originales francesa y mexicana.



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