¿Es posible una socialdemocracia en América Latina?
Nueva Sociedad 217 / Septiembre - Octubre 2008
El giro a la izquierda registrado en América Latina abrió un intenso debate acerca de las posibilidades de la socialdemocracia en la región. El origen de la socialdemocracia en Europa occidental respondió a una serie de condiciones históricas y políticas que hoy se encuentran ausentes en América Latina, desde una economía que descansa esencialmente en la producción industrial hasta un sector mayoritario de obreros organizados. Por otra parte, las políticas neoliberales aplicadas en la región produjeron una heterogeneización de la fuerza laboral y una profundización de la brecha social que complican las perspectivas. Pese a ello, el artículo argumenta que una versión local de la socialdemocracia puede prosperar en América Latina, sobre todo en aquellos países con sistemas de partidos estables y regímenes democráticos consolidados, como Uruguay, Chile y Brasil.
Desde 1998, en nueve países de América Latina se han elegido gobiernos de tendencia de izquierda. Este giro político sin precedentes ha ubicado a casi dos tercios de la población latinoamericana bajo algún tipo de régimen de izquierda y ha hecho trizas el llamado «Consenso de Washington». Sin embargo, el nuevo tipo de régimen resulta incierto y es fuente de disputas políticas. Algunos analistas creen que es poco lo que ha cambiado y suponen que las fuerzas del mercado global estrecharán el abanico de opciones políticas y disciplinarán a los gobernantes para que no se aparten demasiado de las reglas liberales. Con mayor pesimismo, otros advierten sobre el peligro de un revival del populismo demagógico y sus correlatos políticos tradicionales: el nacionalismo, el estatismo y el autoritarismo. Aun así, hay quienes plantean la posibilidad de que, luego de la reestructuración neoliberal, surja una variante latinoamericana de socialdemocracia, una alternativa que combina la democracia representativa con una economía de mercado e iniciativas del Estado para reducir las desigualdades y promover la ciudadanía social.
Este artículo explora las perspectivas de esta última posibilidad, partiendo de las experiencias europeas y latinoamericanas para identificar distintas restricciones estructurales e institucionales. Pero también intenta identificar las oportunidades políticas que permiten avanzar hacia la construcción de una socialdemocracia latinoamericana y explicar en qué es probable que se diferencie el proceso de reforma latinoamericano del registrado en su momento en Europa occidental. Sostengo que, al buscar la reducción de las desigualdades y la expansión de los derechos sociales dentro de los límites de la democracia representativa y la economía de mercado, la izquierda latinoamericana se mueve en el campo general de la socialdemocracia. Sin embargo, los límites son notablemente diferentes de los que existieron en los modelos europeos clásicos, lo que asegura que cualquier camino que se tome en América Latina tendrá un recorrido y un destino muy diferentes de los seguidos en Europa.
Limitaciones para el surgimiento de la socialdemocracia en América Latina
¿Son viables las alternativas socialdemócratas en América Latina? La respuesta fácil a esta pregunta es que «no existen las condiciones». Después de todo, la socialdemocracia surgió y prosperó en un tiempo y un espacio particulares –norte y centro de Europa a mediados del siglo XX–, bajo una serie de condiciones sociales específicas; condiciones que no se repitieron históricamente en Estados Unidos ni en América Latina, y que distaban mucho de las que predominan hoy en la región. ¿No se incurre entonces en un «estiramiento conceptual» al aplicar actualmente el término «socialdemocracia» a experimentos políticos que se producen en circunstancias históricas y geográficas radicalmente distintas? ¿No resulta obvio que esos experimentos y las reformas sociales y económicas asociadas a ellos son distintos de los que definieron históricamente el modelo socialdemócrata en Europa?
Objeciones tales son válidas, si bien algo trilladas en la medida en que siempre es posible identificar propiedades individuales de una realidad social compleja. Puede que algunos de los rasgos más destacados de la socialdemocracia europea –como un Estado de Bienestar amplio y universalista, altos niveles de sindicalización y negociaciones corporativas tripartitas– no puedan repetirse en ningún otro lugar del mundo. Sin duda, los mismos europeos debaten intensamente su viabilidad actual en un contexto de cambio de las estructuras demográficas, los mercados de trabajo y la movilidad del capital. Pero como sabiamente ha afirmado Sartori, la posibilidad de generalización depende del nivel de abstracción conceptual: en un nivel más abstracto, hay pocas dudas de que al menos una parte de la izquierda latinoamericana lleva adelante políticas socialdemócratas. Es decir, que actúa dentro de los límites institucionales de la democracia representativa y de los límites estructurales de las economías de mercado con el objeto de combatir las desigualdades y promover la ciudadanía social. Reducida a sus rasgos básicos, la esencia de la socialdemocracia es la reforma democrática del capitalismo en provecho de la justicia social o la igualdad. Y con seguridad ese es el eje de la lucha de buena parte de la izquierda de América Latina en la actualidad.
En este núcleo esencial se arraigan varios atributos definitorios implícitos, pero no obstante decisivos, que diferencian a la socialdemocracia tanto de la democracia liberal como de la rama leninista de la tradición socialista, con la que comparte raíces comunes. La socialdemocracia incluye el respeto de la democracia liberal por los derechos y las libertades individuales, junto con su compromiso con las elecciones competitivas en tanto conjunto de reglas y procedimientos institucionales para manejar el pluralismo político. Pero suma a ello una preocupación pertinaz por la desigualdad social y económica, una disposición a utilizar la autoridad pública para enfrentar estos problemas y un compromiso con formas de ciudadanía social que amplían los derechos políticos de la democracia liberal. Y en contraste con la tradición leninista, la socialdemocracia persigue objetivos igualitarios por medio de la competencia democrática y no a través de una conquista revolucionaria del poder estatal. Se propone reformar el capitalismo antes que abolirlo.
En otras palabras, no busca eliminar el capital privado o el mercado, sino hacerlos responsables, mediante formas de control colectivo y reformas impositivas, de las necesidades sociales más amplias. La reforma del capitalismo en democracia también distingue a la socialdemocracia de buena parte de la tradición populista latinoamericana, que intentó reformas distributivas similares pero lo hizo a menudo concentrando la autoridad política en manos de un líder dominante o de un movimiento y violando las normas democráticas.
Desde luego, es más probable que surja y prospere un proyecto político socialdemócrata en algunos contextos que en otros. Indudablemente, las condiciones estructurales e institucionales influyen no solo en las perspectivas, sino también en los rasgos políticos y económicos que asume cualquier proyecto socialdemócrata. Así, por ejemplo, la lógica estructural de la industrialización capitalista, que concentró a grandes cantidades de trabajadores asalariados en centros urbanos industriales estratégicos, favoreció la difusión de una acción colectiva de clase que condicionó fuertemente la socialdemocracia europea. En un contexto institucional en el que inicialmente los trabajadores carecían de sufragio y de derechos ciudadanos, las luchas colectivas por los salarios y las condiciones de trabajo se conectaron naturalmente con las luchas más amplias por los derechos políticos. De ahí nació un conjunto único de instituciones sociopolíticas de clase –sindicatos de masas y partidos socialistas de base obrera– que estructuró los sistemas de partidos y la competencia política en Europa durante la mayor parte del siglo XX. El vínculo sindicato-partido fue fundamental en el desarrollo de patrones corporativos de representación de intereses y en los convenios de negociación tripartita que contribuyeron a que las variantes europeas del capitalismo resultaran más «organizadas» que la versión liberal norteamericana. Asimismo, ese vínculo modificó el equilibrio de poder entre las clases de forma tal que favoreció el desarrollo de Estados de Bienestar fuertes –que garantizaron los derechos universales a la ciudadanía social– como parte del acuerdo de clase democrático entre capital y trabajo.
Algunas diferencias entre la socialdemocracia europea y la latinoamericana
Huelga decir que las condiciones estructurales e institucionales que existen hoy en América Latina se parecen poco a las que dieron origen a la socialdemocracia en Europa occidental. Sobresalen tres diferencias básicas. En primer lugar, la industrialización demorada y dependiente que tuvo lugar en América Latina no creó un sector manufacturero tan amplio ni vital como el que existía en la mayor parte de los países de Europa occidental. Fue el sector de servicios, en cambio, el que se amplió a medida que avanzó la urbanización a lo largo del siglo XX. En 2006, la industria produjo solo 16% del PIB de la región, porcentaje menor al registrado en la década de 1970, al final de la etapa de industrialización por sustitución de importaciones. Si la democracia social llega a América Latina, no será como resultado político de una industrialización intensiva.
Una segunda condición estructural es la fragmentación de los mercados de trabajo en América Latina. Hoy, la fuerza de trabajo industrial representa solo 21% de la población económicamente activa de la región, contra 58% empleado en el sector de servicios, una buena parte del cual se mueve en la informalidad. En general, el porcentaje de la fuerza de trabajo empleado en el sector informal va desde un mínimo de 30% en países como Chile y Costa Rica hasta casi 60% en Bolivia. Esto significa, en términos simples, que el proletariado industrial no puede proveer los cimientos sociales para un proyecto socialdemócrata en América Latina. En efecto, es improbable que la «clase trabajadora» latinoamericana forme un bloque sociopolítico cohesionado dadas las diferentes ubicaciones estructurales y los intereses fragmentados de los trabajadores de cuello azul y los de cuello blanco del sector formal, el subproletariado informal y una clase en buena medida informal de cuentapropistas con posiciones sociales muy diferentes. Cualquier proyecto socialdemócrata en América Latina tendrá necesariamente un sujeto histórico diferente, más diverso, que el de Europa occidental: una coalición o un bloque de grupos subalternos en lugar de una clase social.
En tercer lugar, los proyectos socialdemócratas latinoamericanos deben lidiar con las realidades estructurales de la globalización del mercado. La socialdemocracia europea prosperó en países que estaban relativamente abiertos al comercio exterior pero que al mismo tiempo mantenían una intervención importante sobre los mercados financieros y la política monetaria y fiscal. Esta autonomía relativa permitió el desarrollo de Estados de Bienestar generosos y enérgicas políticas industriales. En cambio, la creciente movilidad internacional del capital limita el espacio de maniobra de los gobiernos de los países en desarrollo, entre ellos los latinoamericanos. La amenaza de fuga de capitales o devaluación ayuda a «disciplinar» a los gobernantes y estrecha el abanico de políticas viables. No resulta fácil, por ejemplo, aumentar los impuestos o incurrir en déficits para ampliar los servicios sociales. De manera similar, la liberalización comercial crea intensas presiones competitivas sobre los productores, cuya capacidad para pagar mayores impuestos, salarios o beneficios sociales puede verse limitada por la competencia de los productores asiáticos, altamente competitivos en base a los bajos salarios. Si las condiciones estructurales antes mencionadas crean desafíos formidables para el surgimiento de la socialdemocracia latinoamericana, los factores institucionales y de organización plantean obstáculos adicionales. La socialdemocracia de Europa occidental se benefició de condiciones estructurales favorables, pero obviamente no fue estructuralmente inevitable. Reflejó un cambio básico en el equilibrio de poder entre las clases sociales, pero para que este cambio tuviera lugar fue fundamental la organización política. Los sindicatos y sus partidos aliados fueron intermediarios esenciales entre la estructura del capitalismo industrial y las políticas de los Estados de Bienestar socialdemócratas. Fue esta organización política la que logró ubicar las cuestiones de equidad y ciudadanía social en la agenda democrática, la que disputó el poder estatal en la arena electoral y construyó los Estados de Bienestar universalistas que se transformaron en sinónimo de políticas socialdemócratas.
También en este frente las sociedades latinoamericanas carecen tristemente de las precondiciones para una socialdemocracia exitosa. La tasa de sindicalización ha disminuido en forma abrupta en la mayor parte de la región desde el final de la era de industrialización por sustitución de importaciones, y hoy está muy por debajo de los niveles alcanzados en los bastiones socialdemócratas europeos. El promedio regional de sindicalización era en la década de 1990 de 13%, por debajo del pico máximo, en torno a 22%, registrado durante la etapa sustitutiva. Esto se explica en buena medida por el hecho de que en América Latina los sindicatos han sido históricamente más fuertes en el sector público y en las industrias que producen para el mercado interno, precisamente las áreas más golpeadas por la crisis de la deuda y la reestructuración en las décadas de 1980 y 1990. Los sindicatos lograron pocos avances en la organización de la heterogénea fuerza de trabajo del sector informal. Los sectores de procesamiento de exportaciones, como la maquila, demostraron ser particularmente difíciles de sindicalizar, al igual que los trabajadores con contratos temporarios. Los sindicatos representan a una porción cada vez más pequeña (y a menudo relativamente privilegiada) de la fuerza de trabajo formal, y en buena medida han dejado de ser la columna vertebral que organiza la movilización social en la región. Indudablemente, la protesta social contra el neoliberalismo ha sido frecuentemente liderada por nuevos sujetos sociales, como los piqueteros y los pobres urbanos en Argentina o los movimientos indígenas en Bolivia y Ecuador.
La dimensión partidaria
La dimensión partidaria de la socialdemocracia también es muy débil en América Latina. Los partidos que se identificaban históricamente con la tradición socialdemócrata quedaron profundamente afectados por el colapso de la industria de sustitución de importaciones en la década de 1980 y por la extensión de la globalización neoliberal. Varios de esos partidos o bien se derrumbaron electoralmente (como Acción Democrática –AD– en Venezuela o la Alianza Popular Revolucionaria Americana –APRA– en Perú, aunque en este caso temporariamente), o bien se transformaron en partidos de gobierno cada vez más conservadores (como el Movimiento Nacionalista Revolucionario –MNR– en Bolivia, el Partido Liberación Nacional –PLN– en Costa Rica y el APRA en Perú, tras su regreso al poder).
En otros países, como Venezuela, Bolivia y Ecuador, la izquierda resurgió, pero sigue estando débilmente institucionalizada en la esfera partidaria. En estos países, la resistencia social y política al neoliberalismo encontró su mejor expresión en movimientos masivos de protesta o en una figura dominante de tipo populista. Lo que no está claro es de qué manera la movilización social se traducirá en instituciones políticas duraderas que representen los intereses de los grupos subalternos, modifiquen el equilibrio de poder en la sociedad y logren que los funcionarios públicos sean responsables frente a sus electores. Indudablemente, dado el colapso de los sistemas tradicionales de partidos en los tres países mencionados y los esfuerzos de los nuevos gobiernos de izquierda para refundar el orden constitucional, resulta incierto si las reformas económicas y sociales tendrán lugar en un contexto de pluralismo institucionalizado –como sucedió históricamente con la socialdemocracia– o bajo una forma plebiscitaria de soberanía popular.
Los movimientos de izquierda que han llegado al poder en Venezuela, Bolivia y Ecuador son «nuevos» en el sentido de que nacieron de la violenta reacción popular contra el neoliberalismo, que hundió en una crisis tanto a los regímenes democráticos como a los sistemas de partidos existentes. Todos ellos hicieron del cambio de régimen su prioridad principal, bajo la idea de que la reforma política e institucional era una precondición para un cambio significativo en el modelo de desarrollo. La debilidad de la oposición política institucionalizada, los beneficios imprevistos de las rentas petrolera y gasífera y las experiencias recientes de movilización social intensa animaron a la izquierda de estos países a pensar en términos de ambiciosos proyectos transformadores y nuevas formas de soberanía popular, antes que en los acuerdos graduales cuidadosamente negociados que se asocian históricamente a la tradición socialdemócrata.
Estas experiencias contrastan con las de los partidos de izquierda que hoy gobiernan Chile, Uruguay y Brasil. El Partido Socialista de Chile (PSCH), el Partido de los Trabajadores (PT) de Brasil y el Frente Amplio (FA) de Uruguay son fuerzas o coaliciones relativamente institucionalizadas que operan en regímenes democráticos que se encuentran entre los más consolidados de América Latina, y en sistemas de partidos que los enfrentan a serios oponentes de centro o de derecha. En resumen, se mueven en contextos de pluralismo institucionalizado, con mecanismos de control que ponen límites a sus ambiciones reformistas. Todos llegaron al poder a través de una alternancia en el gobierno que refleja la madurez, antes que la crisis, de los sistemas democráticos.
Por otro lado, los tres partidos tienen profundas raíces en la tradición socialista latinoamericana. Experimentaron el trauma de la represión política bajo los regímenes burocrático-autoritarios y sobrevivieron al colapso de la industria de sustitución de importaciones y el socialismo soviético. Esas experiencias ejercieron un efecto moderador que los indujo a abandonar los objetivos maximalistas y abrazar la democracia liberal como espacio institucional para salvaguardar las libertades civiles y administrar el conflicto político. Asimismo, estos partidos atenuaron sus críticas al neoliberalismo y reconocieron que la integración global de los mercados reduce las alternativas viables. Representan, de hecho, una izquierda posmarxista que tiene sorprendentes similitudes con la izquierda socialdemócrata europea.
¿Es posible entonces hablar de una vía posburocrático-autoritaria en Brasil y el Cono Sur, por la cual una escarmentada izquierda posmarxista avanza maniobrando dentro de límites estructurales e institucionales definidos, sin perder de vista el objetivo de reducir las desigualdades y extender la ciudadanía social? Está claro que los paralelos con la socialdemocracia europea no son perfectos. En los tres países, los movimientos de trabajadores se han debilitado a través del tiempo: mientras que en Uruguay el FA mantiene estrechos lazos con los sindicatos, y quizás esté auspiciando un revival del movimiento sindical y formas corporativas de representación, el PT y especialmente el PSCH se distancian cada vez más de los trabajadores organizados. Además, los tres partidos han implementado reformas cautelosas una vez que llegaron al gobierno, evitando cortes bruscos con los modelos neoliberales de desarrollo que heredaron. Todos han adoptado políticas macroeconómicas relativamente ortodoxas con la clara intención de evitar la reacción adversa del mercado y la fuga de capitales que podría generar cualquier relajamiento de la disciplina fiscal y monetaria.
No obstante, la muerte del Consenso de Washington ha abierto un espacio para la experimentación política, y el boom de la exportación de commodities desde 2003 ha aflojado las restricciones fiscales, lo que ha permitido implementar nuevas iniciativas políticas. En particular, están en curso reformas graduales en la política social orientadas a reducir las desigualdades, mejorar los ingresos y la calidad de vida de los sectores más pobres y extender la protección social y los derechos de ciudadanía a los grupos menos favorecidos. En Brasil, el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva se ha distanciado de los antiguos compromisos del PT con la reforma estructural y ha soslayado las promesas de redistribución de tierras que alguna vez ligaron al partido con el poderoso Movimiento de los Trabajadores Rurales Sin Tierra (MST). Sin embargo, el PT ha incrementado significativamente el salario mínimo y ha expandido los programas de asistencia social conocidos como Bolsa Familia, que heredó del gobierno de Fernando Henrique Cardoso. En su carácter de programa condicionado de transferencia de dinero dirigido a las familias más pobres, el Bolsa Familia no rompe con la orientación del modelo neoliberal en cuanto a política social. Sin embargo, durante el gobierno del PT el alcance del programa se ha ampliado rápidamente: según las estimaciones, alcanzó a 25% de los ciudadanos brasileños en 2007. La conjunción de la asistencia social focalizada y los aumentos generalizados de salarios consiguieron reducir el porcentaje de la población por debajo de la línea de pobreza y redistribuir el ingreso hacia abajo, manteniendo al mismo tiempo la estabilidad fiscal y monetaria, un logro que no es menor a la luz de la agitada trayectoria económica registrada por el país.
Los partidos de izquierda que gobiernan Chile y Uruguay también han mantenido la ortodoxia macroeconómica junto con políticas sociales innovadoras. En Chile, el gobierno de Ricardo Lagos puso en marcha un nuevo programa focalizado de asistencia a la pobreza que su sucesora, Michelle Bachelet, ha intentado extender a nuevos grupos sociales. De un modo más acorde con las normas socialdemócratas, ambos gobiernos han dado los primeros y cautelosos pasos hacia la creación de formas universales de ciudadanía social en sus políticas de salud y seguridad social. Lagos lanzó un nuevo plan sanitario que provee cobertura universal garantizada para 56 enfermedades, y su sucesora lo extendió a un conjunto adicional de afecciones. Bachelet también propuso una ambiciosa reforma del sistema de pensiones de Chile, que fue privatizado por el régimen militar y no ha sido capaz de garantizar una cobertura adecuada para muchas mujeres y trabajadores con una trayectoria laboral informal o irregular. La reforma contempla una pensión básica universal para todos los ciudadanos de las categorías inferiores de ingreso, sin considerar su trayectoria laboral, lo cual reduciría en gran medida las actuales desigualdades.
En Uruguay, el gobierno de Tabaré Vázquez también ha procurado desarrollar tanto la asistencia social focalizada como planes de protección social de tipo universal. El nuevo gobierno lanzó un programa de asignación familiar para sectores de bajos ingresos y otorgó subsidios para gastos en alimentos, agua y energía eléctrica. También ha ampliado el acceso al sistema de pensiones para no contribuyentes y creó un sistema de subsidios a las empresas privadas que contraten a trabajadores desempleados, además de incrementar los fondos destinados a la educación pública. Las reformas sanitarias han intentado mejorar la calidad y el acceso al sistema público de salud. El gobierno ha aumentado los salarios y expandido la negociación colectiva mediante la reactivación de los consejos tripartitos de salarios. También ha facilitado la negociación colectiva para los trabajadores del sector público y la economía rural. Pese a una fuerte oposición política, tanto en Uruguay como en Chile los nuevos gobiernos han avanzado en la reforma de las leyes impositivas y fortalecido la base recaudatoria para sostener sus ambiciosos programas sociales.
Palabras finales
Por supuesto, todas las medidas mencionadas están aún bastante lejos de las ambiciosas políticas redistributivas y las normas de ciudadanía social desarrolladas en Europa. Indudablemente, no indican hasta el momento que América Latina –o incluso países específicos dentro de la región– haya construido una alternativa integral al modelo de desarrollo neoliberal. La elaboración de políticas macroeconómicas sigue estando muy restringida por las presiones del mercado mundial y todavía tiene que despegarse de manera significativa de la ortodoxia, sobre todo en aquellos países que carecen de una renta petrolera importante. Por otro lado, solo se han hecho esfuerzos limitados por revivir las políticas industriales y la negociación corporativa, entre otros elementos clásicos de los programas socialdemócratas. Las medidas focalizadas de alivio de la pobreza son, en el mejor de los casos, una ampliación de las políticas sociales ajustadas al mercado propias del neoliberalismo, en tanto que aún se encuentran en gestación formas más universales de protección social. Estas políticas, así como la forma que adoptan los Estados de Bienestar reformulados, están tremendamente condicionadas por las herencias sociales de la reestructuración del mercado en América Latina; en particular, el desafío de incorporar a los pobres urbanos y a los sectores informales a programas de bienestar social integrales, y el carácter inestable y fragmentario de la fuerza de trabajo sometida a mercados laborales flexibles, a los que los nuevos gobiernos de izquierda no les han impuesto hasta ahora más que mínimas regulaciones.
Debido a la herencia social del neoliberalismo, los nuevos gobiernos de izquierda no pueden recurrir a los bloques de trabajadores organizados como contrapeso a la lógica estructural del mercado y el poder del capital privado. No obstante, las reformas neoliberales dejaron como saldo un amplio y diverso despliegue de grupos sociales vulnerables al mercado que, de acuerdo con el clásico modelo de Karl Polanyi, han comenzado a elevar sus reclamos políticos de una mayor protección social. El paisaje social fragmentado de la era neoliberal asegura que esos reclamos, para ser eficaces, tengan que unirse en coaliciones complejas.
Como se ha dicho, la expresión institucional de esas coaliciones puede variar mucho. Allí donde las transiciones al neoliberalismo –completas o abortadas– dejaron regímenes democráticos en crisis y sistemas de partidos despedazados, la resistencia popular generó nuevos movimientos populistas o de izquierda que están reconstruyendo los sistemas políticos y reafirmando el control del Estado sobre la renta producida por los recursos naturales. Si bien los nuevos gobiernos de izquierda de Venezuela, Bolivia y Ecuador aplican políticas redistributivas y nuevas formas de protección social, su lógica política no institucionalizada los aleja de los modelos socialdemócratas. En cambio, en Chile, Brasil y Uruguay, donde la democracia es robusta y los sistemas de partidos están intactos, los reclamos de protección social se han canalizado a través de organizaciones sólidas y se están traduciendo ahora en políticas innovadoras que han comenzado a subsanar algunos déficits sociales del modelo neoliberal. Si bien no son idénticos a los amplios Estados de Bienestar de Europa, representan con claridad una variante latinoamericana de reforma democrática dirigida a morigerar los efectos del mercado.
Ninguna de estas trayectorias implica que América Latina haya dejado atrás la era neoliberal. Las formas institucionales y las alternativas políticas que están surgiendo son aún demasiado incipientes, fluidas y políticamente contingentes para hacer afirmaciones audaces sobre su futuro. Sin embargo, lo que es seguro es que la era del ajuste económico basado en el mercado y el consenso tecnocrático –lo que algunos caracterizaron como el «fin de la política»– ha llegado al final de su camino. Hoy está en marcha una lucha política por definir los lineamientos de la era postajuste: una de las alternativas en juego abreva en la tradición socialdemócrata. Estas variantes llevan, inevitablemente, la marca latinoamericana de combinación entre democracia y reformas de mercado y se explican en buena medida por las tensiones entre la ciudadanía democrática y la exclusión social. El futuro político de la región estará fuertemente condicionado por las distintas estrategias para conciliar esas tensiones.