¿Hacia un futuro transhumano?
Nueva Sociedad 283 / Septiembre - Octubre 2019
El transhumanismo es un movimiento intelectual que propone superar los límites naturales de la humanidad mediante el mejoramiento tecnológico y, eventualmente, la separación de la mente del cuerpo humano. Si bien ha sido históricamente marginal y sectario, sus planteos de medicina mejorativa, su materialismo radical, incluso sus controvertidas ideas de eugenesia, inmortalidad y singularidad adquieren creciente interés en un momento en el cual la tecnología amenaza con avanzar sobre esferas de la vida humana hasta ahora en apariencia intocables.
En noviembre de 2018, el científico chino He Jiankui anunció en Hong Kong que había editado genéticamente a dos gemelas para inmunizarlas contra el virus de inmunodeficiencia humana (vih). El experimento no había sido publicado por ninguna revista especializada ni autorizado por la Universidad de Shenzhen, en la que He investigaba. La comunidad científica reprobó en bloque la práctica y el gobierno chino condenó a He, que estuvo desaparecido unos meses y hoy se sospecha que cumple arresto domiciliario sin cargos en su oficina de Shenzhen.
Como 20 años atrás con la clonación, el escándalo de He reeditó la discusión sobre los límites de la ciencia, pero el contexto mundial es otro. Aquel optimista consenso liberal de los años 90 dio lugar al estancamiento occidental y a la emergencia de China como amenaza, pero también como modelo exitoso de capitalismo iliberal. La tentación de rebasar tecnológicamente las barreras humanistas para gobernar más o producir mejor es hoy mayor. Sin ir más lejos, el biólogo molecular ruso Denis Rebrivok ya pidió autorización a tres agencias científicas para repetir el experimento de He. Hay una corriente de pensamiento que viene predicando esa superación tecnológica de la humanidad hace al menos medio siglo: el transhumanismo. Conocer sus argumentos, sus matices y sus políticas parece necesario para afrontar un debate que viene a nuestro encuentro.
¿Qué es el transhumanismo?
El transhumanismo, o simplemente h+, es un movimiento intelectual que cuestiona los límites naturales de la humanidad y promueve diferentes maneras de superarlos por medio de la tecnología. Una exposición sencilla de sus horizontes es la de Max Tegmark, profesor de Física en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (mit), quien divide el desarrollo de la vida en tres fases a partir de su capacidad de autodiseño: la fase biológica, cuyo hardware y software son fruto de la evolución, por ejemplo las bacterias surgidas hace unos 4.000 millones de años; la fase cultural de la especie humana, cuyo hardware es fruto de la evolución pero que pudo diseñar parte de su software; y la fase tecnológica, surgida a fines del siglo xx, que será capaz de diseñar tanto su hardware como su software. Esa tipología ya encierra los tres elementos distintivos del transhumanismo: la comprensión del ser vivo como un dispositivo, la superación tecnológica del ser humano y la autodeterminación total del sujeto.
En su premiado ensayo To Be a Machine [Ser una máquina], el periodista irlandés Mark O’Connell define el transhumanismo como un movimiento de liberación de la naturaleza1. Para los transhumanistas, la naturaleza no es sagrada sino que es un deber transformarla, empezando por el genoma humano, para garantizarnos mejor vida y máximo desarrollo. El filósofo Andy Clark señala que el individuo es espontáneamente capaz de incorporar prótesis que lo mejoren, comenzando por el lenguaje, la primera tecnología incorporada a la naturaleza humana. Para el médico francés Laurent Alexandre, es casi una cuestión de supervivencia: «Al debilitarse la selección natural, el deterioro de nuestro genoma afectará particularmente nuestro sistema nervioso central y nuestro cableado neuronal. Por esta razón, la tecnomedicina que se anuncia ya no es una opción, sino una auténtica necesidad»2.
Parte de ese antinaturalismo implica pasar de una concepción terapéutica de la medicina a otra mejorativa: ya no se trata de curar disfunciones del cuerpo, sino de mejorar, incluso ampliar sus funciones. Ese mejoramiento va desde la corrección celular mediante nanotecnologías hasta la búsqueda de inmortalidad, pasando por la eugenesia. A diferencia de la tristemente célebre eugenesia del siglo xx, la «eugenesia democrática» que propone el transhumanismo no sería eliminativa, sino mejorativa; no sería discriminatoria, sino que extendería la igualdad legal y social a la genética; no sería estatal, sino individual: los padres elegirían el diseño genético de sus hijos.
La antropología transhumanista es brutalmente materialista: el ser humano no tiene un cuerpo sino que es un cuerpo y puede entenderse enteramente, y transformarse ilimitadamente, a partir de procesos físicos. Desde la teoría de los humores de la Antigüedad hasta el mecanicismo moderno, hay una propensión histórica de las sociedades a explicarse a sí mismas a través de la tecnología más avanzada de cada época3. Hoy ese lugar lo ocupa la informática: el quantified self [yo cuantificado] transhumanista considera el ser como algo reducible a un conjunto de datos que pueden interpretarse e incluso revertirse mediante el biohacking. En este sentido, para Luc Ferry el transhumanismo no solo incurre en el determinismo no falsable de todos los materialismos, sino que forma parte del «solucionismo tecnológico» de la época.
Finalmente, el transhumanismo, con su confianza en la razón y la autodeterminación humana, es un heredero paradójico de la tradición humanista occidental.
Humanismo y transhumanismo
Dentro del transhumanismo anglosajón, se considera que el padre del concepto fue el futurista iraní nacionalizado estadounidense Fereidoun M. Esfandiary, quien habría usado el término «transhuman» en 1966 durante sus clases en la New School for Social Research de Nueva York. Sin embargo, la palabra ya figura en el artículo «Del prehumano al ultrahumano», publicado por el paleontólogo jesuita Pierre Teilhard de Chardin en 1951, que traza la futura evolución de la humanidad hasta alcanzar un estado transhumano. El evolucionismo de Teilhard incluye variables tecnológicas como «una red telefónica y televisiva que permita la sintonización directa entre cerebros», pero está inscripto en un finalismo dualista que, en última instancia, confía toda trascendencia a Dios.
Poco después, en 1957, el biólogo inglés Julian Huxley acuñó el término «transhumanismo». En busca de una ideología alternativa a la religión y el marxismo, Huxley concibe un «humanismo evolutivo», aleatorio y monista (a diferencia del de Teilhard), que trascienda lo humano: «La especie humana puede si se lo propone trascenderse a sí misma –no simplemente de manera esporádica, un individuo aquí de una forma y allá otro individuo de otra– sino en su integridad como humanidad. Tenemos la necesidad de darle un nombre a esa creencia. Puede ser que ‘transhumanismo’ sea conveniente; el hombre en tanto hombre, pero autotrascendiendo»4. Para el filósofo belga Gilbert Hottois, Huxley, un eugenista convencido que repudió todas las formas de racismo, es el padre de un transhumanismo progresista heredero de la tradición humanista clásica.
«El transhumanismo hunde sus raíces en el humanismo racionalista», concluye Nick Bostrom en su historia del pensamiento transhumanista5, un texto cuya primera mitad es poco más que una colección de citas sin contexto del canon clásico al que el filósofo sueco reclama pertenencia: desde la autodeterminación humana de Pico della Mirandola (1486) hasta el materialismo mecanicista de Julien Offray de La Mettrie (1750), pasando por Francis Bacon, Isaac Newton, Thomas Hobbes, John Locke, Immanuel Kant y Nicolas de Condorcet. En su ensayo crítico sobre el transhumanismo, Ferry señala que, a diferencia del humanismo clásico, el progreso transhumanista pasa de la escala histórica a la evolutiva, con lo cual la voluntad de mejora excede lo social y alcanza lo biológico, además de la implícita negación de los derechos naturales que encierra su antinaturalismo.
Para Hottois, la gran mayoría de los pensadores transhumanistas no rechazan el humanismo, sino que lo critican y pretenden enriquecerlo. Según el filósofo belga, el humanismo arrastra un imaginario obsoleto, de raíz judeocristiana, predarwiniano y antropocentrista, que se resigna ante una naturaleza humana supuestamente inmutable y confina todo progreso material al entorno del ser, mientras limita su mejoramiento intrínseco a bienes simbólicos como la cultura o la ley. El aporte transhumanista sería justamente actualizar esa imagen del ser humano habilitando la incorporación de las revoluciones tecnocientíficas pasadas y las venideras. Pero al mismo tiempo, señala Hottois, el transhumanismo debe ser leal al legado humanista: universalismo, libertad, igualdad, justicia, pluralismo, empatía y pensamiento crítico, si no quiere devenir en un pensamiento tecnomístico o apocalíptico.
En la tradición de pensamiento transhumanista, el siglo xx es un parteaguas. Escritos como Icarus: The Future of Science [Ícaro. El futuro de la ciencia] (1924) de Bertrand Russell (una respuesta al eugenista Daedalus, or Science and the Future [Dédalo, o la ciencia y el futuro], de John Haldane) adelantaban la mirada sombría sobre el efecto de la tecnología, incluso el racionalismo, para la humanidad que, luego de la experiencia del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, sería un lugar común en el pensamiento crítico occidental. Desde entonces, el hogar para las ideas de mejoramiento humano fue la ciencia ficción, hasta que el optimismo científico de la década de 1960 reavivó tímidamente el debate con la obra de Robert Ettinger y del citado Esfandiary. Sin embargo, apunta Ferry, ese renacimiento transhumanista no dejó de acusar el impacto de la contracultura de los años 60 y 70, desde la crítica a la modernidad hasta las nuevas corrientes espirituales, todas adversas al humanismo racionalista occidental. Desde la mirada humanista y republicana de Ferry, esos movimientos sentaron las premisas para la radicalización del transhumanismo en poshumanismo, una versión posmoderna de aquel que renuncia al acervo filosófico y ético del humanismo.
Inmortalidad: transhumanistas contra bioconservadores
Cuando Esfandiary, rebautizado fm-2030 en referencia al año en que esperaba morir, publicó su libro Are You a Transhuman? [¿Eres un transhumano?], en 1989, el transhumanismo ya había resucitado gracias al activismo de Max More. Nacido como Max O’Connor y formado en filosofía en Oxford, More se mudó a California en 1988 para hacer un posgrado. Allí entró en contacto con la subcultura futurista local y fundó Extropy, un movimiento que abogaba por el optimismo tecnológico y la expansión ilimitada de las capacidades humanas. La extropía –un neologismo en oposición a entropía– pronto tuvo su revista, su manifiesto y un mailing que funcionó como fuerza centrípeta del movimiento futurista, a tono con la naciente «ideología californiana» de Silicon Valley6. Allí participaron futuros referentes del transhumanismo como el sueco Anders Sandberg. En 1998, Bostrom y el filósofo utilitarista David Pearce fundaron la Asociación Mundial Transhumanista (wta, por sus siglas en inglés) para «proporcionar una base organizativa general y desarrollar una forma de transhumanismo más madura y académicamente respetable»7. En 2001 la asociación quedó a cargo del sociólogo canadiense James Hughes y más tarde cambió su nombre a Humanity+8.
Si hubiera que definir un programa transhumanista de máxima, sería la inmortalidad. Ya en 1962 Ettinger comenzó a abogar por la criopreservación, que en Estados Unidos se practica desde 1966. El propio More es ceo de Alcor Life Extension, la compañía de criopreservación más grande del mundo, fundada en 1972. Más recientemente se desarrollaron proyectos para revertir el envejecimiento celular, como Estrategias para la Ingeniería de la Senescencia Insignificante (Strategies for Engineered Negligible Senescence) del gerontólogo inglés Aubrey de Grey, inspiradora a su vez de la biotecnológica Calico, perteneciente a Google; o los experimentos de la neocelandesa Laura Deming, financiados por Peter Thiel, cofundador de PayPal.
Pese a que en abril de 2019 investigadores de la Universidad de Yale lograron revivir células cerebrales de cerdos muertos9, la inmortalidad parece fuera de discusión en el mundo científico. Sin embargo, son muchos los filósofos y pensadores que salieron a debatir con el transhumanismo y se ganaron el mote de «bioconservadores». A la cabeza de los bioconservadores están dos ex-integrantes del Consejo de Bioética de George W. Bush: Leon Kass y Francis Fukuyama. Con argumentos del naturalismo aristotélico más rancio, Fukuyama habla del sacrilegio de alterar una naturaleza sabia y equilibrada, que incluye la dotación moral humana. Michael Sandel, por su parte, denuncia la hybris de pasar de una «ética de gratitud por lo dado» a una «ética de dominio del mundo», que liquidaría la humildad, la solidaridad y la inocencia de nuestra especie. En relación con la eugenesia, Jürgen Habermas señala no solo los problemas éticos de dejar a la humanidad en manos de la moda de turno entre sus padres, sino el posible reproche de nuestros hijos por determinar así su destino.
Otro conjunto de críticas apuntan a los problemas prácticos: el costo social de mantener ancianos por siglos, de financiar una mejora médica constante o de desplazar la atención de la terapia de personas al mejoramiento de embriones. Sandel y Ferry advierten que el costo de la ingeniería genética produciría nuevas desigualdades entre las familias, a punto tal de hacer coexistir varias humanidades diferentes, como ya pasó con cromañones y neandertales, con el previsible sometimiento o extinción de la más débil. Finalmente, una crítica más existencial10, ya anticipada por Jorge Luis Borges en su cuento «El inmortal», observaba que una vida eterna disuelve nuestra noción de consecuencia, de tiempo y, finalmente, de identidad. Esta disolución del yo no parece necesariamente reprobable para la versión más radicalizada del transhumanismo: el poshumanismo.
La singularidad y el poshumanismo como religión
Al igual que la comunidad transexual, los transhumanistas se sienten atrapados en el cuerpo equivocado, solo que para ellos todos los cuerpos son equivocados. Los h+ abogan por la «libertad morfológica» de adoptar cualquier soporte físico que la tecnología permita. O ninguno en absoluto. A la hora de despreciar el cuerpo, los transhumanistas apelan a la «paradoja de Teseo»: si renovamos todas nuestras células cada siete años, ¿se puede pensar que nuestra identidad reside en este cuerpo? Pero ¿qué hacer con las células cerebrales, que no se renuevan? En ese punto ciego se cifra la esperanza transhumanista en la emulación cerebral.
Desde que Sandberg y Bostrom publicaron en 2007 «Whole Brain Emulation: A Road Map» [Emulación cerebral total. Una hoja de ruta]11, muchos neurocientíficos adoptaron la premisa de que la actividad cerebral es un software que, de poder escanearse el cerebro, podría ser reproducido en cualquier plataforma. Si pudimos hacer que la música suene igual en un cd, un mp3 o la nube, ¿por qué no podríamos hacer lo mismo con la mente? La mayoría de estas investigaciones se presentan ante la comunidad médica como herramientas de diagnosis y neuroprótesis. Pero muchos sueñan en voz baja con poder escanear un cerebro, emularlo, reescribirlo, mejorarlo y subirlo a una computadora. No por nada detrás de estos desarrollos también están los dólares de Thiel y su ex-socio en PayPal, Bryan Johnson, un convencido de que «todo en la vida es un sistema operativo». O’Connell encuentra en el proyecto un paradójico materialismo idealista, que parte de entender la mente como una propiedad emergente de la relación entre cosas físicas para terminar creyendo que es posible separarla del cuerpo para salvarla. A partir del discutido «principio antrópico cosmológico», Sandberg concluyó que, para sobrevivir, la humanidad debe expandirse al cosmos, pero solo puede hacerlo separando la mente de su cuerpo y convirtiéndola en energía. Esa confluencia de mente y materia, de humanidad y tecnología, será el paso de la particularidad física a la singularidad. Ese es el salto de fe del transhumanismo hacia el poshumanismo.
El concepto de «singularidad» (singularity) apareció por primera vez en una necrológica de 1958 que el matemático polaco Stanisław Ulam le dedicó a su colega John von Neumann, del Proyecto Manhattan: «el siempre acelerado progreso de la tecnología y los cambios en el modo de vida humana, la cual da la impresión de aproximarse a una singularidad esencial en la historia de la raza más allá de la cual los asuntos humanos, tal como los conocemos, no podrían continuar». Más adelante, Vernor Vinge usó el término para hipotetizar sobre el desarrollo de una inteligencia artificial superior a la humana que amenaza a nuestra especie, un tema que preocupa a los transhumanistas más críticos12.
Fue Ray Kurzweil, director de ingeniería de Google desde 2012, quien tomó la singularidad en un sentido visionario y militante. A partir de la ley de Moore sobre el desarrollo progresivo de la potencia informática, Kurzweil proyecta una evolución lineal y finalista: «mucho del pensamiento humano es derivativo, baladí y circunscrito. Esto terminará con la singularidad, la culminación de la fusión entre nuestro pensamiento y existencia biológica y nuestra tecnología, resultando en un mundo aún humano pero que trascienda nuestras raíces biológicas». En el poshumanismo de Kurzweil, el optimismo tecnológico californiano convive con un cosmismo panteísta más propio de la new age o la «ecología profunda», que conciben el planeta como una persona y la inteligencia colectiva de la humanidad como su sistema nervioso. Y también el antihumanismo filosófico que ya anticipara Jean-François Lyotard en Lo inhumano, hoy retomado por realistas especulativos adversos al posmodernismo, como Ray Brassier o Quentin Meillasoux: la posibilidad de pensar un mundo sin humanos, ergo, un pensamiento sin sujeto. O como dirían los h+, un software sin hardware.
Una vez llegados a este punto, es inevitable concluir con O’Connell que el rabiosamente ateo transhumanismo es también una religión, con su comunión (la singularidad), su transmigración de las almas (la emulación cerebral) y hasta su limbo (la criopreservación). Queda por ver, siguiendo el famoso apotegma de Carl Schmitt, si hay en esta particular teología secular algún concepto político.
Políticas del transhumanismo
Desde sus orígenes como movimiento en la década de 1980, el transhumanismo tuvo una marcada afinidad con el liberalismo libertario. La primera declaración de principios de Extropy incluía el «orden espontáneo» de la sociedad, así como la remoción de todo límite a la autorrealización personal. Si bien sucesivas reformulaciones de esos principios moderaron esa postura, la lista de lecturas recomendadas de Extropy no dejaba muchas dudas: Friedrich Hayek, Karl Popper, Ronald H. Coase y David Friedman. Hasta su dispersión a mediados de los años 2000, los foros extropianos seguían hegemonizados por varones jóvenes autoproclamados libertarios, refractarios al ecologismo y el feminismo. El caso de Thiel es más complejo: no solo se define libertario, sino que mantiene contactos con el movimiento neorreaccionario (nrx) de Nick Land y Curtis Yarvin, alias Mencius Moldbug, una corriente de la derecha alternativa radicalmente opuesta al igualitarismo y el legado iluminista. Las ideas de superioridad humana y eugenesia atrajeron más de una vez a neonazis a los foros transhumanistas, en especial en 2000, cuando la web racista Xenith.com se afilió al movimiento. En todos los casos, los referentes tomaron distancia.Los transhumanistas europeos, como Bostrom y Sandberg, notaron el sesgo libertario del movimiento norteamericano y fundaron la wta sobre principios políticos más diversos. La declaración transhumanista de 1998 advierte sobre los riesgos de la tecnología, adhiere a la ética utilitarista, se pronuncia contra todo autoritarismo político y se muestra abierta a un amplio rango de opiniones, desde el liberalismo hasta la socialdemocracia. Aun así, para críticos como Éric Sadin, el transhumanismo es la ideología de la burguesía digital de Silicon Valley13. De hecho, Kurzweil y Thiel provienen de esa clase social. Franco Berardi lo explica como una forma de retroceder a la naturaleza a través de la tecnología. El transhumanismo procura perfeccionar la inteligencia desacoplándola de la sensibilidad, entendida como debilidad. Pero para Berardi la democracia social se sostiene en un equilibrio entre inteligencia y sensibilidad: la autonomía de la política como límite consciente y sensible de la racionalidad es la base de la garantía de igualdad social sobre las desigualdades naturales. La hegemonía del poder financiero arrasó con ese proyecto, y el transhumanismo es la expresión tecnooptimista del retorno al darwinismo14.
O’Connell, por el contrario, señala que el transhumanismo nos propone liberarnos de la naturaleza sometiéndonos a la tecnología. Ese proyecto no solo alimenta un paradigma en el que los seres humanos podemos terminar desplazados por dispositivos más útiles y poderosos, sino que también se condice con las formas de control tecnológico desarrolladas por el complejo industrial militar. Fue Michael Goldblatt, director de la Oficina de Ciencias de Defensa de la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzados del Departamento de Defensa de eeuu (darpa), quien en 1999 anunció que «la próxima frontera está dentro de nosotros mismos», frase que haría las delicias de cualquier transhumanista. La conclusión de O’Connell es que los dos principios del capitalismo estadounidense, el individuo y la autosuperación, colisionan en un momento histórico en el que para superarnos quizás debamos dejar de ser individuos. Podemos agregar que esa contradicción es la que subyace a la competencia entre el capitalismo estadounidense, hegemónico durante el siglo xx, y el chino… ¿hegemónico durante el siglo xxi?
¿Es posible un transhumanismo progresista?
«Entre el apoliticismo de tendencia tecnocrática, el liberalismo y el neoliberalismo, el libertarismo y la socialdemocracia, el posicionamiento del transhumanismo sigue siendo irreductiblemente diverso, contradictorio incluso después de los esfuerzos de unificación de la wta», concluye Hottois y se vale de esa diversidad para abogar por un transhumanismo progresista que retome la tradición de Huxley: «hay que luchar en dos frentes: el humanista clásico y el transhumanista. Un sueño transhumanista pasa por conciliar individualismo y socialismo».
Durante todo el siglo xix y hasta la Segunda Guerra Mundial, la izquierda compartió la confianza en la tecnología y la evolución humana del positivismo dominante. Intelectuales como John Haldane o H.G. Wells vieron en el socialismo primero y en el experimento soviético después un modelo de gobierno racional que encarrilara el progreso tecnológico en dirección al bienestar humano. Una tradición olvidada por los transhumanistas es la de los biocosmistas rusos. Estos intelectuales contemporáneos a la revolución de 1917, siguiendo la estela del místico cientificista Nicolai Fedorov, incorporaron el mejoramiento humano en la agenda socialista y discutieron cada uno de los tópicos transhumanistas: Alexander Svyatogor consideraba que la inmortalidad y la libertad de movimiento en el cosmos debían ser los principales objetivos del comunismo; Valerian Muravyov entendió la resurrección como proceso lógico de la reproductibilidad técnica; Konstantín Tsiolkovski concebía el cerebro como parte material del universo y proyectó maneras de reubicar a la población resucitada en otros planetas que más tarde fueron empleadas por la cosmonáutica soviética; por último, Alexander Bodganov, director del Proletkult, creó también un Instituto para la Transfusión de Sangre para detener el envejecimiento, práctica que lo llevó a la muerte15.
James Hughes mapeó políticamente el transhumanismo en busca de tendencias de izquierda16. Allí caben desde el ecologismo no ludita de Walter Truett Anderson, partidario de una gestión tecnológica de la naturaleza para evitar su colapso, al darwinismo de izquierda de Peter Singer, partidario de emplear la genética para modificar los aspectos agresivos del hombre. Entre utopías sci-fi y propuestas aceleracionistas, destacan dos tendencias claras de transhumanismo izquierdista. Una es el movimiento grinder: biohackers como Tim Cannon o Lepht Anonym que intervienen sus propios cuerpos en un intento por evitar que Google y otras corporaciones controlen la singularidad. Si bien son esencialmente performativos y en términos políticos no van más lejos que el libertarismo anticorporativo, los grinders recuperan la apuesta del Manifiesto cyborg de Donna Haraway: asumir que la sociedad ya nos hizo poshumanos y usar ese dato para emanciparnos de ella.
La otra tendencia, de corte más socialdemócrata, es la del propio Hughes en su libro Citizen Cyborg [Ciudadano ciborg]: un «transhumanismo democrático» que garantice mediante políticas públicas la seguridad y el acceso a las nuevas tecnologías de todos los individuos que quieran controlar sus propios cuerpos. Hughes piensa esencialmente en personas con discapacidades, pero podemos extender ese criterio. Desde la identidad sexual hasta la legalización del aborto, un grueso de los debates y luchas políticas contemporáneos se dan por el control del cuerpo. La crítica literaria Katherine Hayles, por ejemplo, aboga por un «transhumanismo deconstructivo». Sin adherir expresamente al h+, el xenofeminismo de Helen Hester o el trabajo de Paul B. Preciado con la testosterona recuperan la idea de emancipación antinaturalista.
El transhumanismo es un movimiento con límites y axiomas, como todos, pero también con una plasticidad política y filosófica que vale la pena al menos discutir. Sería un error que la izquierda, dentro del paradigma crítico de la modernidad que arrastra desde la posguerra, adhiriera a nociones sacralizadoras de la naturaleza, como lo hacen, por ejemplo, ciertas corrientes inspiradas en el autonomismo de Iván Illich17. No solo porque muchos argumentos bioconservadores están muy cerca de ser lisa y llanamente conservadores (por ejemplo, el naturalismo aristotélico-tomista, apto para criticar tanto la inmortalidad como la homosexualidad, según en qué manos caiga). También, y fundamentalmente, porque el actual direccionamiento político del desarrollo tecnológico define una agenda en la que las corporaciones ya parecen tener un proyecto. Replegarse en argumentos reactivos sería ceder la iniciativa futurista a esos intereses. Si no pensamos el futuro, alguien lo hará por nosotros.
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1.
M. O’Connell: To Be a Machine, Granta Books, Londres, 2017.
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2.
Cit. en Luc Ferry: La revolución transhumanista, Alianza, Madrid, 2017, p. 51.
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3.
Ver John Daugman: «Brain Metaphor and Brain Theory» en William P. Bechtel, Pete Mandik, Jennifer Mundale y Robert S. Stufflebeam (eds.): Philosophy and the Neurosciences: A Reader, Blackwell, Oxford, 2001.
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4.
Cit. en Gilbert Hottois: «Rostros del trans/posthumanismo a la luz de la pregunta por el humanismo» en Revista Colombiana de Bioética vol. 10 No 2, 7-12/2015.
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5.
N. Bostrom: «A History of Transhumanist Thought» en Journal of Evolution and Technology vol. 14 No 1, 2005.
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6.
Ver Éric Sadin: La siliconización del mundo. La irresistible expansión del liberalismo digital, Caja Negra, Buenos Aires, 2018.
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7.
N. Bostrom: ob. cit., p. 15.
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8.
En América Latina, el principal referente es el controvertido ingeniero hispano-venezolano José Luis Cordeiro. Formado en el mit, Cordeiro fundó a principios de la década de 2000 los capítulos Venezuela y Brasil de la wta y se dedica a difundir las ideas de mejoramiento tecnológico e inmortalidad. Pero no solo es rechazado de plano por las mismas autoridades científicas que cita, sino que no es reconocido ni por Humanity+ ni por Singularity University.
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9.
Gina Colata: «‘Partly Alive’: Scientists Revive Cells in Brains From Dead Pigs» en The New York Times, 17/4/2019.
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10.
Es la que sostiene, por ejemplo, Antonio Diéguez en Transhumanismo. La búsqueda tecnológica del mejoramiento humano, Herder, Barcelona, 2017. V. tb. la entrevista de Roberto Valencia: «La inmortalidad implicaría la desaparición del yo, y solo un yo puede tener experiencias» en CTXT, 7/1/2018.
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11.
A. Sandberg y N. Bostrom: Whole Brain Emulation: A Roadmap, Technical Report No 2008-3, Instituto sobre el Futuro de la Humanidad, Universidad de Oxford, 2008.
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12.
Eliezer Yudkowsky y Nick Bostrom son los polemistas más activos dentros del h+. También participan de las campañas contra los desarrollos en inteligencia artificial personalidades insospechadas de tecnofobia, como Bill Gates, Elon Musk, Stephen Hawking y Jann Tallinn, fundador de Skype. El pionero fue Irving John Good, quien en 1965 advirtió sobre la posibilidad de que una superinteligencia artificial se rebelara contra la humanidad.
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13.
E. Sadin: ob. cit.
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14.
F. Berardi: «(Sensitive) Consciousness and Time: Against the Transhumanist Utopia» en E-FLUX No 98, 2/2019.
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15.
Boris Groys: «Cuerpos inmortales» en Volverse público, Caja Negra, Buenos Aires, 2018; v. tb. B. Groys (ed.): Russian Cosmism, E-FLUX / MIT Press, Massachusetts, 2018.
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16.
J.J. Hughes: «The Politics of Transhumanism», ponencia presentada en el Encuentro Anual 2001 de la Sociedad de Estudios Sociales de la Ciencia, Cambridge, Massachusetts, 2001.
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17.
Tal es el caso del decrecionismo y de algunos teóricos de la economía social y solidaria. Ver Giorgos Kallis, Federico Demaria y Giacomo D’Alisa (comps.): Decrecimiento, vocabulario para una nueva era, Econautas, Buenos Aires, 2018; y Franz Hinkelammert y Henry Mora Jiménez: «Por una economía orientada hacia la reproducción de la vida» en Iconos. Revista de Ciencias Sociales No 33, 1/2009.