Tema central

Religión y cultura popular en la ambigua modernidad latinoamericana


Nueva Sociedad 149 / Mayo - Junio 1997

A través del pentecostalismo, una parte de los grupos populares en América Latina encuentra una forma de reelaborar su religiosidad, establecer una alternativa cultural y articular una forma de politización que, en términos históricos relativamente rápidos, se muestra capaz de desplazar y erosionar algunos lazos políticos tradicionales. En este movimiento que tiende a confesionalizar la política, que agrega la voluntad de Dios y lo bíblicamente correcto como parte del juego de la constitución de las identidades políticas, se muestra no sólo la diversidad de matrices culturales populares, sino también un indicio de sus tendencias en recomposición.

Religión y cultura popular en la ambigua modernidad latinoamericana

La pluralización de los fenómenos religiosos en América Latina es un hecho incontrastable. Todos los grupos sociales parecen haber canalizado una cuota mayor de sus energías a la práctica de religiones cuya gama va desde las nuevas corrientes católicas, la expansión de religiosidades indígenas y afro presentes en la región, las expresiones más renovadas y populares de la tradición protestante, y el conjunto de prácticas místicas, esotéricas y terapéuticas que en términos generales y provisorios pueden catalogarse como pertenecientes al movimiento de la nueva era.

La interpretación de este panorama en relación a los procesos culturales y políticos en que toman parte los sectores populares requiere de dos discusiones de las que intentaremos dar cuenta aquí. La primera remite al esclarecimiento de las condiciones teóricas bajo las que las ciencias sociales pueden pensar los fenómenos religiosos despojándose del espíritu iluminista que, paradojalmente, los sataniza en la más pura lógica cristiana. La segunda, teniendo en cuenta la ambigüedad propia de la modernidad latinoamericana, previene sobre el sesgo moderno-céntrico que toma el justo cuestionamiento de las visiones románticas y esencialistas de la cultura popular, pero aboga por la recuperación de la especificidad y positividad de las diferencias que presenta la cultura de los grupos populares. En tercer lugar y a partir de las anteriores consideraciones, presentaremos el caso del desarrollo del pentecostalismo como un movimiento de transformación cultural que implica una síntesis de los elementos modernos y populares.

Religión y modernidad

«Las relaciones entre el cristianismo y la modernidad se han expuesto, sobre todo en Francia y en los países de tradición católica, en una presentación ideológica brutal.» La afirmación de Touraine puede extenderse a la forma en que las ciencias sociales observaron los fenómenos religiosos en las últimas décadas. Por eso es que la primera condición teórica para la comprensión de la plural e intensa vida religiosa en América Latina es la crítica de los preconceptos que, a partir de una forma de concebir las relaciones entre modernidad y religión, gobiernan la percepción de lo religioso.

La modernidad implica al mismo tiempo un proceso histórico y un mito que responde a los efectos críticos de este proceso. Dichos efectos críticos se relacionan con «la renuncia suicida a responder a las necesidades de identificación colectiva y de legitimación a las que ninguna sociedad escapa» (Hervieu Leger). El mito presenta la modernidad como un proceso de secularización ilimitada que se ha independizado de los actores sociales y frente al que la religión no es más que una rémora del pasado. El mito de la modernidad fue uno de los nutrientes con que la sociología de las religiones configuró la paradoja que la caracterizó por décadas: se asignaba por objeto un conjunto de comportamientos e instituciones que, de acuerdo con la perspectiva adoptada, no podían encuadrarse sino como residuales y declinantes.

En el marco del mito, el paradigma teórico de la secularización (matriz teórica dominante en los estudios sobre la religión) era la forma de captar el lugar de las religiones en el marco de las sociedades occidentales desarrolladas (Pace). Esta concepción remite a un conjunto de hipótesis que abarcan diversos planos (la totalidad social, los individuos y los grupos religiosos) y es más o menos explícito en autores como Luckmann, Berger o Parsons (Carozzi). Tschannen ha explicado este paradigma tomando en cuenta una secuencia de tres elementos: diferenciación y racionalización de la vida social y, como contrapartida, la mundanización de la vida religiosa. La diferenciación de esferas de actividad social de forma tal que lo religioso se constituye separadamente respecto de las esferas de la economía, la política, y su funcionamiento de acuerdo a criterios racionales e independientes del control religioso, restringe la incidencia de la religión en el conjunto de la vida social. La racionalización y autonomización tienen como contrapartida el debilitamiento de los compromisos de los individuos con las instituciones religiosas. A nivel de la dinámica de los grupos religiosos la secularización también avanzaría: de un lado las propias instituciones religiosas adaptarían sus creencias y formas de funcionamiento a las expresiones que testimonian el irrefrenable desencantamiento del mundo y, de otro, se preveía que la pluralización de las denominaciones religiosas erosionaría su legitimidad reforzando la pérdida de influencia del conjunto de la esfera religiosa. Así el futuro traía menos religión en la integración social, en la interacción de los grupos religiosos y, paradojalmente, más mundanidad en la vida de las instituciones religiosas.

Esta opinión dominante cedió ante hechos que la desmentirían e impondrían reconsiderar sus pronósticos de laicismo universal: la aparición de movimientos políticos que se legitimaban en motivos religiosos en países supuestamente secularizados; la expansión de nuevos movimientos religiosos por fuera de las expectativas y planes de las grandes iglesias establecidas de Occidente (aun cuando algunos forman parte de la Iglesia Católica o la tradición reformada, como los carismáticos o los pentecostales).

La nueva concepción conduce a la crítica del paradigma de la secuIarización y atiende tanto a lo que sucede en los grupos religiosos como a la definición de la modernidad. En el nivel de los fenómenos religiosos, aun aceptando la premisa de la secularización como separación de esferas, puede postularse un lazo específico y diferente entre secularización y proceso religioso (Stark/Bainbridge). La adaptación de las instituciones religiosas a las ideologías modernas que cuestionan la existencia y eficacia de un orden sobrenatural da lugar a procesos de innovación religiosa en los que la persistencia de las más diversas concepciones de lo sagrado queda asegurada a través de rupturas, cuestionamientos o vías alternativas que socavan la orientación racionalizante de las grandes religiones.

A este discernimiento diferente de las relaciones entre modernidad y secularización le han proseguido los que postulan que lo propio de la modernidad no es «la desaparición de la religión confrontada a la racionalidad» sino la «reorganización permanente del trabajo de la religión en una sociedad estructuralmente impotente para colmar la espera que tiene que suscitar para existir como tal» (Hervieu Leger).

Este debate refleja que las religiones vuelven a ser objeto de las ciencias sociales; y también que la especificidad de la religiosidad moderna pasa por su cuestionamiento de los efectos extremos de individualización y racionalización. Pero esto no dice nada sobre la forma como puede pensarse la religiosidad en aquellas sociedades donde la modernidad se ha afirmado parcialmente.

Religión y cultura de los grupos populares

La discusión sobre lo popular. La relación entre lo popular y lo moderno puede concebirse como conjuntos separados, como si lo primero estuviera incluido en lo segundo, o también –y esa es nuestra premisa– como una intersección conflictiva de matrices culturales. Antes de llegar allí, pretendo enfatizar una concepción fuerte de la diferencia popular para que dicha intersección pueda ser captada en toda su conflictividad y lo popular no sea ignorado en el contexto de la importante contribución que ha significado la crítica del sustancialismo subyacente a la noción de cultura popular.

Dentro de la heterogeneidad evocada por el rótulo de lo popular (configuraciones culturales y aspectos de procesos sociales cuyo sujeto varía entre las clases trabajadoras urbanas, el mundo urbano subalterno y no proletario, las comunidades rurales y los agrupamientos indígenas) la noción «cultura de los grupos populares» remite, en este artículo, a la producción simbólica de los grupos populares urbanos. Como el contenido teórico de la expresión es tan conflictivo como impreciso, nuestra propuesta requiere explicitar algunas referencias con el fin de discutir aquello que está en juego en la religiosidad popular. 

Las ciencias sociales contribuyeron al estudio y delimitación de lo «popular» y a la totalidad homogénea llamada «pueblo» (idealizados por discursos en los que se cruzan el ensayismo social y la política) y han propuesto la imagen de lo popular como resultado de procesos de producción simbólica de grupos subalternos en relación con otras clases sociales: lo popular no tiene un carácter esencial y, siendo algo inestable, supone una heterogeneidad que deriva tanto de sus diversas raíces sociales como de las diferentes situaciones históricas en que se produce (situaciones que pueden incluir también lo que hoy conocemos a través de la investigación de circuitos de hibridación cultural y de dinámicas de globalización). Es a partir de esto que no hablamos de una cultura o culturas populares sino de una cultura producida por grupos populares.

En la conceptualización de la cultura de los grupos populares puede observarse el contraste entre una caracterización negativa (que subraya factores como la privación, la carencia, el hecho de ser la cultura de los más pobres) y otra que intenta captar lo que esas culturas afirman en su producción simbólica. Sin ser exhaustivo, puede revisarse críticamente algunos de los modos principales de la primera tendencia. Muchas veces se ha supuesto que lo popular representaba en relación a la modernidad un momento transitorio de un camino forzoso: allí serían liquidados los rasgos de tradicionalismo y adquiridas las competencias y recursos que sancionarían su inclusión en la modernidad. El evolucionismo implícito de este planteo se complementa con la suposición de que los modos de vida de esos grupos sólo son el negativo de la modernidad elevada a la categoría de imperativo: a los grupos populares les sobra supervivencia del pasado y les falta la racionalidad y los bienes que los tomen ciudadanos. Al mismo tiempo, las teorías del conflicto social contribuyeron a ignorar la positividad de la cultura popular definiéndola exclusivamente en función de relaciones de hegemonía y conflicto. Las configuraciones culturales de los grupos populares son reconocidas como el efecto de un ajuste a situaciones de desposesión, o como una sumisión a los lastres del pasado que muchas veces compensarían las carencias1. Así, las cosmovisiones que dan soporte a la emergencia de los fenómenos religiosos o la medicina popular serían, en vez de una forma diferente de problematizar la vida, herramientas para resolver sus dificultades –aún no sustituidas por medios más eficientes.

¿Cómo participan los otros de lo mío? Esta es la interrogación implícita de quienes afirman la autonomía y la definición positiva de la producción simbólica de lis grupos populares. Grignon afirma que las clases dominantes no son las únicas que poseen un modo de vida elaborado activa y creativamente (un «estilo de vida para sí») ni tienen un modo de vida que no esté derivado de constricciones y reconstituido por un observador externo (un «estilo de vida en sí»); «la oposición entre el estilo de vida en sí de las clases populares y el estilo de vida para sí de las dominantes (que en la inversión populista se convierte en la oposición entre lo ‘auténtico’ y lo ‘artificial’) se funda entonces en la tendencia etnocéntrica a no desterrar el sujeto más que cuando se trata de las clases populares...». Una afirmación del carácter activo de la cultura de los grupos populares supone que todo lo que se ha formado en el pasado, y hoy se encuentra en una configuración cultural determinada, no debe su presencia a la inercia o la carencia sino a su elaboración y ajuste más o menos autónomo. 

El etnocentrismo de la cultura dominante que Grignon denuncia tiene en nuestras sociedades una dimensión de moderno-centrismo que se manifiesta en el hecho de que en las descripciones de la cultura de los grupos populares se enfatice la «no modernidad» cultural como carencia. Sin embargo, la positividad de la cultura de esos grupos y su «no modernidad» no significan tanto una posición escindida como la reelaboración de los estímulos de la modernidad sobre la base de una matriz cultural «otra» en permanente actividad. Y en este punto es imprescindible que cualquier reflexión cuente con aquello en que la antropología cifra su tarea: «hacer familiar lo extraño y volver extraño lo que es familiar». Es que en el estudio de los grupos populares urbanos el peligro del moderno-centrismo es mayor: la presunción de familiaridad, como el hecho de que las comunidades tradicionales típicas estén distanciadas, facilitan tanto ignorar la especificidad como suponer que allí no hay más que disgregación de lo antiguo o presencia parcial de lo nuevo. Bajo esta orientación, el estudio de las culturas populares urbanas debe desfamiliarizarse y no dejarse llevar por la falsa sinonimia a la que llevan constataciones efectivas de ciertos signos de modernidad exterior que asume el modo de vida de los pobres urbanos.

La diferencia popular actualmente existente. Dado el hecho de que las culturas de los grupos populares son heterogéneas, lo que digamos de ellas no puede ser referido sino a casos particulares. Y es por ello que aquí tomaremos algunas constataciones hechas en Brasil y Argentina, donde pueden observarse «diferencias populares actualmente existentes» (y no aquellas que se afirman en función de un planteo romántico o folclórico ni de la mera diferencia de posesiones).

Antes de pasar a ello, cabe aclarar que la desfamiliarización que proponemos no comienza ni se agota en una cuestión metodológica o disciplinar: el moderno-centrismo presupone lo que teóricamente debe cuestionarse y reabsorberse en otra teoría. A la idea de un individuo históricamente invariable, Mauss opuso el hecho de que la noción de persona es una construcción culturalmente variable. El tema ha sido desarrollado por Dumont, que propone la relativización de la noción moderna de individuo a partir de dos distinciones: a) la que discierne el agente empírico y su valor culturalmente construido; y b) la que opone modos individualistas y holistas de operar (mientras las primeras lo distinguen y oponen al todo social las segundas lo engloban en una totalidad a partir de la cual se define y se subordina). El conjunto de la obra de Foucault también apuntala esta relativización, al proponer como dimensión culturalmente variable la auto–representación del individuo y la representación de sus divisiones.

Desde esta perspectiva, hay dos puntos donde la religiosidad popular hace visible la «diferencia popular actualmente existente»: uno se refiere a la relación de los sujetos con lo grupos religiosos; el segundo remite al concepto de persona que las prácticas religiosas populares suponen y reproducen.

1) Mientras las teorías que describen la religiosidad moderna trabajan con la hipótesis de un sistema de afiliaciones individuales (tanto que muchas veces se piensa la religiosidad como una forma de afrontar los peores efectos de la individualización), la vida religiosa de los grupos populares está entramada con los valores y la estructura familiar (Birman 1996; Duarte 1986). Tras esta superposición de familia y religión está presente una concepción de la ligazón y la jerarquía entre los sujetos, que en el ámbito de la vida religiosa pesa en dos sentidos inversos y complementarios: si la problemática familiar encuentra en la vida religiosa uno de sus ámbitos privilegiados de solución, también es cierto que la religión funciona en familia y crea familia. Así, los sistemas de cura religiosa ejercen su acción sobre los hijos a través de la madres y viceversa, y otro tanto ocurre en la transmisión de las representaciones de pecado y falta, y aun en la transmisión del signo sagrado de un sujeto en su filiación a una determinada entidad del amplio panteón de la religiosidad afrobrasileña (o de las devociones populares). 

Hay una cuestión complementaria en la que la diferencia popular también se exhibe. Mientras la visión de la religión en la modernidad subtiende un sujeto que decide en un mercado religioso, y elabora su unión con un grupo religioso excluyendo otras alternativas y fabricando la coherencia de su opción según el canon de una cultura letrada, la realidad de la religiosidad popular es diferente; la filiación múltiple no sólo es la regla. También rige un cosmocentrismo en que el sujeto, más que decidir, es «llamado» en función de una constelación de entidades que configuran un cosmos sagrado cuyas tensiones, asociadas a la mencionada superposición familia-religión, inciden en la producción de sus recorridos religiosos (Birman 1995; Fonseca). Así, los pasajes de una religión a otra aparecen como la conformación de la naturaleza sagrada de una persona en relación con ese cosmos, y no como un cambio en el que se ejerce un poder de decisión individual.

2) Como telón de fondo del conjunto de la vida religiosa, y de la sociabilidad de los grupos populares, hay un campo semántico abierto por la investigación de formas específicas de religiosidad, experiencias de medicina popular, categorías de percepción y configuración de la persona. Estas investigaciones muestran sistemas de simbolización de la experiencia personal y social que difieren de aquellos que estructuran la experiencia moderna, especialmente en lo que llamamos lo religioso

Esquemáticamente, puede decirse que la división cuerpo-alma que distingue una vida biológica de una espiritual no se corresponde con la experiencia popular, aunque no por eso puede definirse vacía de categorías específicas: allí se despliega una matriz cultural en la que, en referencia con lo espiritual, lo nervioso y lo moral, está subtendida y permanentemente reproducida la idea de unidad de las categorías físicas y morales2 (Duarte 1986, 1994). Esto se verifica en los más variados niveles y conceptos de personas que revelan las prácticas de los grupos populares. ¿Cómo se expresa esto en la religiosidad de la cultura de lo grupos populares?

Valga la digresión de un comentario. Si todo lo que responde a la pregunta anterior no es captado por la investigación sociológica se debe a que los cuestionarios, las encuestas y los tiempos de investigación reducidos aplastan contra un muro de opciones etnocéntricamente definidas un campo semántico escurridizo que, al expresarse en el lenguaje de nuestro universo cultural (del que parcial y conflictivamente forman parte los grupos populares) facilita la ilusión de familiaridad que los reconoce como practicantes de religiones en el mismo sentido que las clases medias –ilusión que es al mismo tiempo desconocimiento activo y ejercicio de dominación. En palabras más simples: la pregunta por la identidad religiosa en un censo o encuesta desencadena la respuesta «católico» más allá de la matriz cultural de aquella o de que el entrevistado forme parte de una trama social donde ha o la expresión «católico» se albergan múltiples prácticas que, como las que siguen, forman parte de la vida cotidiana de los pobladores de los suburbios de Río de Janeiro, San Pablo o Buenos Aires (Duarte 1986; Birman; Semán). 

Retornemos entonces la pregunta, ¿cómo se expresa esa diferencia en el concepto de persona en la religiosidad de los grupos populares? Fundamentalmente en los sistemas de creencias en los que la cura o la enfermedad, el bien o el mal (puestos en paralelo pero no confundidos con las categorías de bienestar) se realizan en un vaivén que circula entre lo físico y lo moral (que más que compartimientos separados remiten a un continuum) y en la propia red social: en la creencia de que el mal que una persona quiere hacer o sufre puede transmitirse a través de medios específicos. Esto se presenta también en los sistemas de cura en los que la enfermedad se retira del cuerpo si una persona se purifica moralmente o percibe en su dolencia los signos de una práctica éticamente sancionable. Y también puede encontrarse algo similar, aunque afectando un circuito social más amplio, en la idea de que la pobreza (situación material y moral negativa) puede ser efecto de una maldición transmitida por generaciones; tal es uno de los planteos que los grupos pentecostales (ver el próximo capítulo del artículo) han rescatado –y no inducido– del ámbito en que realizan su prédica. En síntesis: en la religiosidad popular habitan figuras a las que una mirada influida por la medicalización y la psicologización es ciega. Y aquí es preciso no engañarse: ninguna de estas experiencias religiosas podría igualarse a otra que, en los sectores medios, tuviera una materialidad similar. En estos se trata de resolver tensiones específicas de la modernidad: la división alma-cuerpo, que prácticas de las clases medias, como el new age y la meditación, tienden a conciliar. En la experiencia popular, en cambio, esta unidad no esta problematizada: toda una economía de los fluidos corporales se relaciona como causa o como efecto con una serie moral en forma inmediata. Esta es justamente la diferencia entre la religiosidad de la modernidad que está en tensión con sus efectos racionalizantes y la religiosidad popular que parte de una plataforma cultural diferente.

La importancia de esta matriz reside en el tipo de representaciones y prácticas con las que se relaciona. Lo que llamamos distorsionadamente como religiosidad popular es, más bien, un campo de experiencias e instituciones de religión, cura y de experiencia ética y estética, que se superpone conflictivamente con el que parcialmente instituyen el hospital, el psicólogo, la escuela y el partido.

El desarrollo del pentecostalismo: lo popular y lo moderno

La diferencia de lo popular, en el sentido en que lo hemos descripto, remite a un orden diferente de aquel en donde se constituyen intereses y representaciones políticas; pero habla tanto de un prisma cultural que añade un clivaje específico a la relación de los grupos populares con esa escena, como del hecho de que la extensión de la modernidad no es la conquista de un desierto sino un conflicto de matrices culturales.

En el contexto de esta diferencia y contraposición de matrices, el fenómeno del pentecostalismo es uno de los que mayor interés ha motivado en los analistas culturales y de religiosidad popular. El desarrollo de este grupo religioso en América Latina promueve un fenómeno de síntesis entre elementos modernos y populares de cuyos rasgos centrales intentaremos dar cuenta en lo que sigue.

El pentecostalismo nace a comienzos de siglo en el seno de iglesias de tradición reformada y en forma casi simultánea en varios países del mundo, aunque el epicentro del movimiento se reconoce en Estados Unidos. En relación con los dogmas esenciales de la fe evangélica, el pentecostalismo se distingue por agregar un elemento que ha sido fundamental para su identidad y expansión: la reivindicación de un encuentro personal con el Espíritu Santo, bajo la forma de experiencias variadas que pueden ir desde el trance y la emoción hasta la curación. Justamente la posibilidad del milagro, la plasticidad de esa noción y sus potencialidades de sintonía y resignificación en el ámbito popular, fueron los elementos que permitieron la rápida y extendida implantación3.

En los casos de Brasil y Argentina4, hay una secuencia histórica paralela: la primera camada de líderes y fieles pentecostales arriba entre la primera y segunda década del siglo cuando coexistían los proyectos de migración laboral y la vocación de expandir el movimiento (Saracco; Freston 1994). Posteriormente, a partir de los años 20 y 30, se desarrollan los proyectos de las misiones evangelizadoras provenientes de EEUU, Canadá y diversos países europeos. A partir de 1940 comienzan el salto cuantitativo y la visibilidad del movimiento en conjunción con la gestación de una capa de líderes e iglesias nativas que progresivamente afirmaron su hegemonía al interior del movimiento.

La cultura pentecostal. La prodigiosa expansión pentecostal, junto con los preconceptos que acompañan la percepción de lo religioso y lo popular, han determinado una imagen fantástica en cuanto a las causas y contenido cultural de su crecimiento. Las «sectas» (en un sentido más peyorativo que teórico) deberían su desarrollo a su poderosa capacidad financiera, al activismo febril de sus miembros, a la explotación de las necesidades humanas y consolidarían la protestantización de América Latina. Sin embargo la situación es más compleja e instigante: encontramos en la expansión pentecostal la producción de una corriente de cultura que va desde lo religioso a lo político y que, sintetizando elementos de la tradición reformada y de la cultura urbana moderna con los de la cultura popular en el sentido en que la hemos presentado, ha logrado definir un clima cultural en el que sujetos populares recortan una identidad específica en relación a otros grupos populares y en relación con el mundo político de su entorno.

El pentecostalismo es un fenómeno multidimensional: responde tanto a las tensiones religiosas de la modernidad como a la especificidad de las culturas populares y su relación conflictiva con el mundo moderno, e incluso a las manifestaciones que remiten a la formación de una cultura global5. No obstante, debe decirse que esa es solo una de las facetas del pentecostalismo: la superficie que conflictivamente contiene esa dinámica trasnacionalizada es una cultura pentecostal desarrollada en los grupos populares luego de la primera etapa de evangelización realizada hace ya varias décadas. Lo que interesa aquí es esa atmósfera cultural y sus diferentes planos.

Veamos por ejemplo el terreno de las creencias que podrían definirse como religiosas. Una de las razones que facilitaron la expansión de los grupos pentecostales es la sintonía con elementos de la religiosidad popular preexistente. No interesa describir en detalle esa religiosidad: lo que importa aquí es que para los pentecostales esas creencias no son supercherías inocuas como para la ideología moderna de la que también participan las instituciones católicas (que o bien rechazan o bien perdonan y compadecen la inmadurez espiritual de los pueblos). Los pentecostales toman en serio los diversos sistemas de creencias preexistentes: para ellos todas las representaciones de una intervención de lo sobrenatural tienen algo que es tan verdadero como lo es para su dogma el encuentro personal con el Espíritu Santo. No es, claro, una sintonía pacífica: a los ojos de los pentecostales las prácticas y figuras de la religiosidad popular (las devociones populares, las entidades espirituales de la religiosidad afro-americana, las más diversas hechicerías) tienen una eficacia diabólica: de este modo el fondo de creencias religiosas de los grupos populares tiene en el pentecostalismo un lugar de negativización pero, al mismo tiempo, uno de sus puntos de amarre privilegiados, y es así que su predica religiosa refuerza todas las categorías de encantamiento del mundo. 

En este contexto debe comprenderse la afirmación de que el pentecostalismo efectúa una particular síntesis entre modernidad y cultura popular (Sanchis). Por un lado, ejecuta lo que es propio de la religiosidad moderna: combina la disolución de las mediaciones tradicionales (los santos y la virgen propios del catolicismo y todas las entidades de la religiosidad popular) con la postulación de una divinidad trascendental con la que es posible la relación individual. Pero por otro lado, en el movimiento que potencia el encantamiento de la religiosidad popular, promueve la reactivación de una lógica según la cual la relación con Dios se constituye más fuertemente a partir de las prácticas colectivas. Y aquí los rituales, que se habían despojado de las mediaciones católicas, reintroducen mediaciones materiales (el aceite, el agua, la sal). A través de ellos, y sobre todo de la extensión de variadas formas corporales en las que se materializa la relación con Dios, se contrapesa la abstracción con que se ha reelaborado la imagen de la divinidad. Así la modernidad retorna sobre elementos de una religiosidad no-moderna para darles una nueva expresión. 

Pero, como dijimos, hablar de religiosidad populares un tanto estrecho. Si la experiencia religiosa de los grupos populares abarca una experiencia más amplia, el caso del pentecostalismo es por demás ilustrativo de dicha amplitud. La noción de bautismo en el Espíritu Santo y de recepción de una fuerza divina, que caracteriza a este grupo religioso, ha sido reinterpretada y elaborada en un sentido que abarca las más variadas prácticas, ampliando el ámbito de la síntesis entre lo moderno y lo tradicional.

Como han observado varios especialistas, la latinoamericanización del pentecostalismo ha consistido en el desplazamiento de la santidad a la sanidad: del arreglo de cuentas con Dios apartándose del mundo, a una forma de relacionarse con él (Rolim). Este deslizamiento, facilitado por una forma diferente de concebir las categorías de persona y las divisiones sociales, hace que la experiencia espiritual se relacione con una serie de planos en los que, desde lo individual a las relaciones con el mercado, se van definiendo los trazos de una cultura. La conversión es una experiencia moral de liberación personal (Mariz 1994a y b; Seman): en ese carácter se incluyen desde el abandono de los «vicios del alcohol y el tabaco» hasta la transformación de cualquier actitud que remita a una sociabilidad violenta. Pero es también liberación de culpas del pasado, de deseos y pensamientos que están en contradicción con el resto de las creencias del fiel. Prolongando este sentido, y vinculándolo a la sociabilidad popular, la conversión es una experiencia de reconciliación familiar y fundamentalmente de recomposición de las jerarquías familiares. Pero no es ni la confirmación del patriarcalismo ni la consumación de un salto igualitario: entre uno y otro el pentecostalismo promueve una definición de roles familiares en la que los espacios femeninos se diversifican y amplían, mientras los efectos del patriarcalismo se suavizan ante los nuevos valores que adoptan los hombres en su conversión: la moderación, la responsabilidad y la identificación con los rasgos de una divinidad que no solo es omnipotente sino también indulgente con sus criaturas (Tarducci; Machado; Mariz/Machado). Simultáneamente, es una experiencia emocional que abarca lo estético y lo corporal (dentro de la unidad que tienen ambas dimensiones en la concepción de los grupos populares). Frecuentemente es la declaración de una sanidad corporal indisolublemente ligada a la expulsión del pecado y lo demoníaco. Al contrario, las recaídas son asociadas a un proceso por el que se ha dejado entrar el pecado en la unidad de la persona del creyente. Por otro lado, la experiencia religiosa implica un complejo de sensaciones donde se condensan la alegría de los festejos seculares con el acceso celebratorio a poderes sobrenaturales; de este modo, en las frecuentes visiones proféticas y en los desmayos espirituales se combinan los excesos, los sueños y la unión mística con Dios. En este marco, es común que el encantamiento del mundo se asocie a la superación de cierta impotencia y al impulso necesario para enfrentar las condiciones, cada vez más duras, de la vida material, para legitimar llegado el caso las ganancias, y aquello que desde la perspectiva del creyente aparece como consumismo (Mariz 1994a; Seman).

Si los orígenes protestantes del pentecostalismo suponen una pulsión modernizante en el plano religioso y cultural, al volcarse y articularse en las culturas locales se produce algo parecido a una mediación entre los términos que representan tradición y modernidad: reencantador del mundo y disciplinador de los esfuerzos humanos, el pentecostalismo es para Bastian «la expresión religiosa del desgarramiento del hombre latinoamericano frente a la modernidad impuesta pero no asumida».

Los pentecostales y la política

La asunción de una posición política activa comienza a reflejar algo del poderoso impulso emergente de la corriente cultural religiosa desarrollada por los pentecostales. Estos grupos no tuvieron inicialmente (por una cuestión relativa a su dogma) una instancia central en la que pudieran procesarse intereses políticos. Pero a medida que extendieron su influencia y crecieron las redes de iglesias se fueron creando instancias de reconocimiento y articulación de intereses comunes. Han tendido a percibirse como una minoría que, por la vía de la prédica del Evangelio, aspira a reformar moralmente la sociedad. Desde esta perspectiva es que los pentecostales intentan ser interlocutores de los Estados, influir en sus orientaciones culturales y hacerse agentes de algunas de sus políticas sociales. No está demás subrayar que esta inclinación se ve fortalecida por el hecho de que la política se les hizo necesaria en un contexto donde existen iglesias oficiales o cuasi oficiales. Tal situación impone a las minorías en expansión un trabajo por la igualdad, la libertad de cultos y la elevación del estatus institucional de sus iglesias. Y frente a estos problemas la politización tiende a ser corporativa y particularista. No obstante, la agenda política de los pentecostales se amplía cuando sus bases sociales se diversifican y la cultura política del grupo tiende a converger con la media de su estrato social (Freston 1991): es el momento en que aparece una politización preventiva para evitar las tensiones internas. Pero la politización de los pentecostales también ha sido estimulada por intereses exteriores al grupo: tanto jefes de gobierno de la región como de diversas fuerzas políticas encuentran en la magnitud y en la potencial disponibilidad de la masa pentecostal un reservorio de votos, capacidad de movilización y suplementos de legitimidad. Así, los intereses de pentecostales y jefes políticos se han mostrado eficazmente convergentes en una dinámica por la que los pentecostales pasaron del rechazo activo de la política a la politización (Padilla). En ese movimiento, los pentecostales chilenos fueron interlocutores del régimen de Pinochet durante su enfrentamiento con la Iglesia Católica; formaron parte de las coaliciones electorales en Guatemala y en Perú; se movilizaron activamente por la candidatura de Collor de Melo en Brasil; y también formaron partidos y bancadas parlamentarias.

Las reivindicaciones de los pentecostales pueden distribuirse en tres tópicos. En lo específicamente corporativo, sus demandas apuntan a mejorar el estatus y las posibilidades de la iglesia en el orden institucional. Desde la libertad de cultos hasta la negociación de espacios en medios masivos de comunicación, se conforma un amplio arco de reivindicaciones que tienden a consolidar y ampliar el espacio del grupo. En lo cultural, los pentecostales hacen hincapié en la unidad familiar (oponiéndose a las reformas que permiten el divorcio), fundamentado su criterio en argumentos bíblicos. En lo económico y social, han oscilado entre el apoyo moderado a las reformas que durante la última década se han producido en la región y la recuperación de algunos motivos populistas. En este caso también los fundamentos y los análisis políticos se alimentan de la cultura religiosa: los pastores y líderes políticos pentecostales deciden su orientaciones «en oración» y a título de visiones que Dios puso en su mente y corazones.

En Guatemala y Perú, la participación de los evangélicos (que incluye una mayoría pentecostal) ha resultado decisiva para el triunfo de las coaliciones que integraban. El rendimiento electoral de las formaciones políticas evangélicas también ha sido importante en el caso de Brasil6. Lograron constituir bancadas parlamentarias numérica y políticamente importantes y comprometieron en sus orientaciones electorales a una parte importante del electorado evangélico (la quinta parte de un universo que podría llegar a representar el 15% de los brasileños): poco para un partido tradicional con aspiraciones de conquistar la Presidencia, pero bastante para las primeras experiencias de un proyecto político confesional.

Como puede observarse en este breve resumen, la tendencia dominante de la actuación política de los pentecostales (a través de pastores que se tornan dirigentes, de iglesias u organismos religiosos que asumen compromisos políticos, y también de pentecostales que se integran a diversos partidos) ha sido conservadora. La tendencia corporativa, la necesidad de vincularse al gobierno y al partido que gobierna para alcanzar esos objetivos explican parcialmente esa opción. Tampoco son ajenos a ella los valores familiares tradicionales que la ideología religiosa enfatiza y que las fuerzas de izquierda, más liberales, relativizan o discuten –las discusiones sobre el aborto, el divorcio y la unión de homosexuales enfrentan gravemente a una parte de los pentecostales y la izquierda. El prisma del propio campo religioso y la sistemática oposición a los católicos también aporta a esta performance conservadora: esto es visible en el caso brasileño en el que la identificación PT / Teología de la Liberación / catolicismo presionaba a favor de una estrategia de distinción conservadora (Freston). Como contrapartida de tales tendencias, algunos analistas señalan que las prácticas democráticas al interior de algunas iglesias, el hecho de formar parte de una experiencia de pluralización del campo religioso, y la permeabilidad respecto de las tradiciones políticas dominantes en el ámbito social de los fieles (sean estas del signo que sean), pueden dar lugar a una variación de la tendencia conservadora. Existen ya ejemplos de ello: la elección como senadora brasileña de una mujer negra, pentecostal y del PT; la participación de los pentecostales argentinos en las elecciones internas del centro-izquierda (y en apoyo del candidato más alejado del centro); el debate de los pentecostales chilenos sobre la actitud de las iglesias en los inicios del régimen militar. Estos son algunos de los puntos que alteran la tendencia predominante.

Si tenemos en cuenta el conjunto de variables que inciden en la forma como los pentecostales se movilizan políticamente y la variedad de alternativas que en su esfuerzo se ha cristalizado, es, preciso pensar que su posición política no depende tanto de aquello supuestamente esencial que la ideología religiosa le aportaría al posicionamiento político. Hay más bien una serie de motivos y lógicas que el pentecostalismo introduce o reintroduce en la política, que derivaron en nuevas posibilidades de interpelación con las que los grupos conservadores, por su propia posición cultural, han sabido hasta ahora dialogar mejor. 

En este movimiento que tiende a confesionalizar la política, que agrega la voluntad de Dios y lo bíblicamente correcto como parte del juego de la constitución de las identidades políticas, se muestra no solo la diversidad de matrices culturales que comentamos, sino también un indicio de sus tendencias de recomposición: después de todo, a través del  pentecostalismo una parte de los grupos populares encuentra una forma de reelaborar su religiosidad, de establecer una alternativa cultural y articular una forma de politización que en términos históricos relativamente rápidos se muestra capaz de desplazar y erosionar lazos políticos tradicionales. 


Referencias


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Tschannen, O.: «The secularization paradigm: a sistematization». Journal of Scientific Study of
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  • 1.

    Nuestro argumento discute esta opción, pero no ignora que en términos de ciertas relaciones y distribuciones esta negatividad no es exacta. Tampoco pretende sostener que los grupos populares en su producción simbólica no se reconozcan en diversas categorías de privación. En todo caso sugerimos que existen otras categorías que contienen y redimensionan las posiciones privilegiadas negativamente y las identidades en las que se manifiesta el reconocimiento de esas situaciones.

  • 2.

    Tomamos de Duarte (1993) la sugerencia de utilizarlos vocablos «físico» y «moral» para indicar que aquí no se trata de la división cuerpo/alma y que, como en las visiones occidentales previas al dualismo de lo físico y lo psíquico –las teorías de los humores, del temperamento o de la degeneración nerviosa–, se trata de una unidad diferenciada.

  • 3.

    Entre 1960 y 1985 los grupos protestantes crecieron sobre la base de la expansión pentecostal. De un extremo del periodo a otro los porcentajes sobre el total de población pasaron del 2,5% al 5,5% en Argentina, del 1% al 7,6% en Bolivia, del 10,8% al 20,5% en Chile, del 0,7% al 3, 1 % en Colombia, de 3 % al 20,4 % en Guatemala, del 7,8% al 17,4% en Brasil (Bastian; Stoll).

  • 4.

    Pese a que lo referimos como un fenómeno unitario, es importante destacar que el pentecostalismo se ha diversificado social y culturalmente y que nuestras referencias remiten al arraigado en los grupos populares.

  • 5.

    En efecto: como movimiento internacional el pentecostalismo se apoya actualmente en modernas tecnologías de comunicación y organización. En el ámbito latinoamericano, redes eclesiásticas trasnacionales se aplican a la generación y difusión de un ideario que se condensa en los productos de una industria cultural que forma parte de un clima evangélico global: canales de televisión y productoras musicales actúan en un mercado en el que músicos evangélicos mexicanos asombran a los fieles argentinos y predicadores del Brasil se anuncian en Miami. En ese contexto nacen innovaciones teológicas que luego repercuten en las orientaciones de cada una de las iglesias de los diversos países.

  • 6.

    El análisis de la única experiencia electoral de los pentecostales argentinos exigiría complejidades imposibles de abarcar en este artículo pero, en una escala menor, revela una lógica similar a la del caso brasileño.

Este artículo es copia fiel del publicado en la revista
ISSN: 0251-3552
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