Un debate sobre la cultura
Nueva Sociedad 116 / Noviembre - Diciembre 1991
Modernidad y posmodernidad se contraponen como formas de conceptualizar la cultura; su coexistencia da el tono de época a estos últimos años del siglo XX: ni la modernidad se resigna a cerrar el proyecto que Habermas juzgó inconcluso, ni la posmodernidad posee todavía la densidad filosófica y la complejidad institucional que fue obra de los modernos. La problemática actual obliga a repensar críticamente el proyecto moderno, y que esa revisión incluya aspectos de la perspectiva llamada posmoderna.
Quisiera presentar, exagerados como en un dibujo alemán de los años 20, los tipos opuestos de un clima de época: nuestro viejo conocido, el Moderno (para el caso, un Moderno de izquierda); y quien aspira a reemplazarlo o quizás ya lo haya reemplazado: el Posmoderno, su contemporáneo, su rival, en el límite, su servicial enemigo.
Primero, algunas precisiones sobre el tinglado. Descartemos un espacio cultural no massmediatizado: esa sería seguramente una utopía regresiva, porque no solo los medios audiovisuales sino también la circulación de bienes simbólicos desaparecería o, como en algunos relatos de anticipación, solo tendría a mano las formas artesanales de hace tres siglos. Imaginemos, por el contrario, un espacio cultural completamente massmediatizado: televisores que repiten televisores, público que se mira en sus pantallas, políticos que se definen por el magnetismo de los animadores, publicidades que imitan el videoclip, videoclips que parecen comerciales porque efectivamente lo son, la parafernalia visual que acompaña la sumersión en el aislamiento del walkman. Sin duda, una abundancia miserable, de la que no estamos muy lejos. La crisis de la cultura letrada es un dato y no una hipótesis, y esta crisis involucra el arte tal como lo hemos conocido hasta este fin de siglo. Del centro del campo cultural se ha trasladado, como los pobres en muchas ciudades latinoamericanas, a guetos poco visibles.
Pero hoy, por varias razones, no parece propio del discreto tono de la época lanzar, desde la izquierda, un ataque frontal al mundo massmediático: ya ha ganado varias batallas en América Latina el populismo comunicacional que encuentra en los massmedia los consumos populares y, en consecuencia, tiende a celebrarlos bajo la forma de una explicación afirmada sobre el prejuicio de que los sectores populares, bien dotados para la parodia y el reciclaje, pueden construir con la basura televisiva el pedestal de una nueva cultura.
La posmodernidad, con su veneración premoderna por lo realmente existente y su indiferencia hacia el curso de una historia que deja sus víctimas, reivindica las diferencias de manera indiferenciada exaltando la multiplicidad pero ignorando el conflicto de los heterogéneos que, en la vida de las sociedades, suelen enfrentarse más veces de lo que el personaje posmoderno cree. Pensar la historia como un proceso, y a los vencidos por el descarte de la reestructuración capitalista como víctimas, supone la persistencia (transformada) de ideologías cuyo deceso no ha sido declarado solo por Fukuyama sino también por el optimismo de mercado, que con su economicismo vulgar duplica algunos de los supuestos más deterministas de las creencias modernas.
Como sea, el personaje posmoderno no entra siempre en este debate ni puede ser clasificado en la derecha política (que con su topología nacida de la Revolución Francesa y su corte neto no alcanza para albergarlo). El Posmoderno no está siempre allá, con la revolución neoconservadora, sino también entre nosotros.
II. El Posmoderno hace de la necesidad virtud, en una especie de optimismo cándido (a fuerza de ampararse en una inocencia ignorante de lo social) y vergonzante (porque el optimismo es un sentimiento histórico). Puede encontrarse cerca del populista modernizado, porque a ambos los reúne un reconocimiento muchas veces celebratorio de la empiria y un desafecto por la fuerte voluntad de contradicción del sentido común que suponen tanto los procesos políticos como los estéticos. Del populismo cultural al posmodernismo hay, a veces, pocos pasos.
¿Con qué herramientas mira estos procesos el Moderno descontento? Está, en primer lugar, su vocación de ruptura con lo realmente existente; la modernidad es insatisfecha y, por eso, son modernas las figuras del revolucionario y del reformista profundo. Por eso, también, su tono afectivo es el descontento (que, en algunos momentos claves de la modernidad, fue el de la angustia: de los revolucionarios decimonónicos a los existencialistas de la posguerra); el desgarramiento entre el deseo (el ideal) y la sociedad constituye al personaje moderno, y su prueba estética puede leerse en la historia de la novela. El Moderno está impulsado por la ansiedad de lo nuevo: es viajero, científico, experimentador político, romántico o vanguardista. Su mirada tuvo la óptica del descubrimiento. El Moderno vive en la inestabilidad provisoria que define como presente, entre la nostalgia del pasado (sin ella no hay modernidad) y el proyecto por venir.
Pero, ¿qué sucede si lo nuevo no es una categoría para pensar lo estético y lo social?, ¿qué sucede cuando lo nuevo se resignifica para definir la sucesión de lo diferente y no el objeto de rupturas y continuidades?
Para el Posmoderno lo nuevo es una variación del gusto más que el centro de un debate estético, que el Posmoderno prefiere pensar, con razón, como una costumbre arcaica. Para el Moderno lo nuevo se contrapone conflictivamente con lo viejo; para el Posmoderno, lo nuevo viene después de algo que en su momento fue nuevo, no en contraposición, sino en suma. En la pizarra mágica del Posmoderno, las cosas se escriben, desaparecen, vuelven a escribirse en ausencia de un material (estético, cultural) que se resista y también de una tradición que organice el pasado. La sintaxis del Moderno, quiero decir su sintaxis histórica, tiene que ver con la diferenciación conflictiva y con la ética (política o estética). La sintaxis del Posmoderno tiene que ver con un amontonamiento gigantesco de rastros culturales y sociales: no es un montaje sino un bric à brac.
III. El Moderno tiene al lenguaje como uno de sus problemas cruciales: para él la desinteligencia entre mundo y lenguaje es radical; su filosofía, en los últimos 200 años, se ha ocupado de esta tensión entre lógicas diferentes, y el arte moderno puede decirse que nace de la incertidumbre de la comunicación. Lenguaje y referencia son dos universos asimétricos, y esa asimetría no es ocasión de celebración sino de drama. El Moderno no desea que las cosas sean así, no desea que el arte persiga incansablemente una realidad que se le resiste; simplemente sabe que ese es su problema. El Posmoderno convierte ese problema en fiesta de la indiferenciación: si el arte y la vida son definitivamente disimétricos, terminemos de separarlos haciendo un arte que no sea significativo ni en uno ni en otro universo.
Para el Moderno el placer del arte tiene todos los rasgos del goce, incluida la muerte, el olvido de la conciencia, la trascendencia de los límites, el impulso insurreccional, el cuestionamiento moral, la transgresión de lo establecido. El Posmoderno prefiere placeres más moderados: el adjetivo que le corresponde es «agradable». Su veneración de la superficie estética no tiene mucho que ver con la fuerte voluntad formal del Moderno, sino con la apariencia brillante y lisa, barnizada y trivial de la publicidad o de los epígonos.
No hay cuestión estética posmoderna, por lo menos hasta ahora. No hay cuestión estética que pueda plantearse en un bazar simbólico, donde todo está permitido. En una perspectiva general, en arte todo debe estar permitido, pero no simultáneamente. El Moderno sabe esto: la imposibilidad de tenerlo todo, de hacerlo todo, de mezclarlo todo; su tragedia es el límite, quizás el tema más apasionante del arte contemporáneo. Cuando todo está permitido simultáneamente, el acto de romper el límite es inútil. Esta es la imposibilidad posmoderna.
IV. El Posmoderno es amable. Nada parece más fácil que amar su disposición a aceptarlo todo, a pasar por alto las diferencias en nombre del respeto a las diferencias, a valorar lo distinto en nombre del relativismo. Pero el respeto a las diferencias (sociales, ideológicas, políticas) y el relativismo cultural son conquistas modernas. El Moderno sabe lo que han costado y lo que seguirán costando. Sabe que el relativismo cultural es un problema (cuando piensa en el islam, en la condena a Salman Rushdie, en el velo obligatorio que cubre la cara de las chicas árabes en las escuelas de Occidente; y en el racismo occidental, que tiene una larga historia de la cual el Moderno debe también avergonzarse). El Moderno se debate y no siempre resuelve la tensión entre sus valores, que incluyen el relativismo, y la comprobación de que el relativismo no alcanza para encarar las cuestiones centrales abiertas por la diversidad de creencias que informan prácticas opuestas al propio relativismo y al moderno principio de igualdad. Allí tiene un problema y, por lo que venimos viviendo, no siempre lo ha considerado bien.
Al Moderno todo no le da lo mismo. Por eso, en cuestiones políticas, morales o estéticas, puede ser cínico: sabe que existe un cuerpo de valores y elige, en un solo movimiento, separarse de ese cuerpo. Este puede ser un gesto de vanguardia, un gesto revolucionario, una insurrección contra el pasado, un acto destructivo o crítico. El cinismo es una denuncia de la moralidad (también estética) de la burguesía. Implica colocarse dentro y fuera al mismo tiempo de ese universo artístico o social. El cinismo no necesita apología ni repele la condena; solo puede medirse en su poder de refutación de lo existente. Si carece de ese poder de refutación, no existe como cinismo.
El Posmoderno piensa que los valores no entran en el campo de lo debatible: no hay cínicos posmodernos, sino conformistas de la novedad. El problema de la articulación o el conflicto de valores (estética y política, cultura popular y cultura de los intelectuales, moral y política) persigue al Moderno, que ha inventado salidas muchas veces siniestras de subordinación y liquidación. Sin embargo, también ha inventado en la dinámica impuesta por estas tensiones.
La imaginación de la diferencia hace posible la democracia; en la afirmación de la indiferencia de las diferencias no surge régimen político ninguno. Para que el Posmoderno exista, el Moderno debe gestionar la sociedad y el Estado.
V. La técnica es un problema constituido especialmente para y por el Moderno. La autonomización de la técnica en los procesos sociales y estéticos es parte del insomnio y del sueño moderno. Fascinado por lo que ha descubierto, el Moderno se hunde con facilidad en las utopías tecnológicas; hace un siglo, consideró la técnica y la ciencia progresivas en todos los contextos, casi sin excepción. Hoy, esa imagen optimista se la devuelve centuplicada el Posmoderno. Al Moderno le cuesta reconocerse en ella: se equivocó al celebrar los procesos de reproducción mecánica de la cultura; se equivocó al condenarlos. Saludó la democratización del consumo simbólico hecha posible por la prensa escrita primero, por la industria cultural después; sin embargo, y muy pronto, se horrorizó ante los bienes que circulaban en uno y otro espacio. Las promesas de revolución estética que descubrió en los nuevos medios técnicos se cumplieron, pero también se cumplieron las amenazas que el Moderno subestimó durante siglos.
Al Moderno hoy le presentan la técnica de dos modos: he ahí los resultados de tu pasión, Chernobyl, la televisión como una pesadilla de unificación planetaria en la dimensión del puro consumo, la muerte de tus últimas apuestas técnicas (el cine, por ejemplo). Esto le dicen algunos. Otros señalan el Ersatz massmediático declarando: somos tus verdaderos descendientes; no hay nada de qué escandalizarse, porque solo estamos cumpliendo las promesas que estaban inscriptas en el origen de los medios técnicos: todo es posible en la dimensión posmoderna del arte massmediático.
El Moderno se desespera ante estas versiones posmodernas de él mismo. Su vocación por diferenciarse no tolera que se confunda su (anterior) optimismo tecnológico con su presente desesperación ante los resultados de su apuesta. El Moderno es Dr. Frankenstein: ¿qué hacer con el monstruo que él mismo ha producido? No tiene demasiadas respuestas. Tiene un solo consuelo: en su origen los medios mecánicos de reproducción artística y discursiva fueron parte de un proceso de democratización cultural y política. Pero sabe que no puede vivir el presente sobre la base de procesos que tienen casi un siglo.
El Moderno se había fascinado frente a la tecnificación de la esfera estética. Pero hoy le cuesta reconocerse en los desarrollos presentes de esa tecnificación. Detesta la celebración posmoderna del medio técnico, con tanta más fuerza cuanto que se siente responsable de esa celebración.
El Moderno desconfía de la celebración posmoderna del mercado de bienes simbólicos; algo le sigue diciendo que es un espacio de desigualdades reales, aunque la separación entre lo formal y lo real suene a paleomarxismo. Insiste en que, si el Estado se retira del todo y entrega al mercado la circulación y producción de cultura (especialmente de medios audiovisuales), los verdaderos planificadores no van a ser fuertes instituciones públicas sino los gerentes de la industria cultural privada. Sabe que en el mercado ganan y pierden exactamente aquellos que él desearía, al revés, que perdieran y ganaran.
En la esfera audiovisual y electrónica el Moderno comprueba que se han instituido nuevas formas de lo político que no son políticas, según su vieja definición (moderna) de la política: discursiva y práctica, de acuerdo con valores que pueden ser presentados como generales y compiten con intereses que pueden ser pensados como particulares. La tecnificación de la política (que acompaña como una sombra a la tecnificación del arte) despierta las sospechas del Moderno, cuando piensa que esa tecnificación produce una esfera pública simulada, donde todo está en la televisión, y una esfera de decisiones fuertemente minoritaria y opaca, donde cuestiones cada vez más complejas que afectan a todos son decididas fuera de la esfera pública electrónica de los mass-media.
Pero el Moderno tampoco tiene una solución en este punto: no puede aceptar esa forma de hacer política ni puede sustraerse del todo a ella. Nuevamente, el Moderno es el personaje dramático de la historia: a diferencia del Posmoderno, ante él siempre está abierta la posibilidad del fracaso.
VI. En la abundancia de imágenes el Moderno reconoce, al mismo tiempo, la realización de su utopía cultural democratizadora y la trampa de esa utopía. Hay demasiadas imágenes y la distinción, indispensable para el Moderno, entre imagen y mundo comienza a borrarse, en un movimiento que el Moderno juzga como el horror de la indiferenciación no productiva y que es, para el Posmoderno, el paraíso de la simulación simbólica. El Moderno (cuya paradoja se encarna en el personaje ahíto de televisión que no puede creer en los vuelos interplanetarios porque no cree en los platos voladores extraterrestres) vive en la diferenciación entre representación y representante, que es la diferenciación que también le preocupa en el interior del lenguaje. Abolida esa diferenciación en un mundo que trabaja la imagen no como condensación de sentidos desplazados, ausentes, elididos, ni como símbolo sino como simulacro, el Moderno condena la obscenidad de la abundancia donde la imagen ha pasado a ser un gadget visual o discursivo, una pura superficie del flujo indiferenciado.
El Moderno no quiere reconocer la realización de su utopía de la abundancia bajo la forma de la no interrumpida continuidad massmediática. El Posmoderno, que sabe que este ha sido el deseo moderno, sonríe porque, además, no le preocupa el flujo incesante del mundo audiovisual sino que vive entregado a ese curso. Cuando el Moderno quiere interrumpir o regular el flujo, el Posmoderno le recuerda los principios de libertad y abundancia que guiaron el proyecto moderno.
VII. El Moderno procura discernir entre popular y plebeyo; para hacerlo necesita recurrir a valores. Sabe que no puede suspender el juicio estético, aunque su hermano, el populista moderno, haya intentado varias veces esta empresa. El Moderno ha aprendido que la verdad es huidiza y que, por naturaleza, no se fija en ninguna parte: ni siquiera en el pueblo. A lo largo del tortuoso siglo XX, con dificultad ha aprendido que la voz del pueblo no es la voz de Dios. Nadie habla en nombre de Dios y solo hay discursos cuya verdad es, finalmente, producto: de la confrontación, de la competencia, del debate, del acuerdo.
Obsesionado por discernir, el Moderno no encara sólo la cuestión de lo popular y lo plebeyo. Su incomodidad crece frente a la oposición industria cultural/arte, agudizada por la reorganización de lo simbólico a partir de la hegemonía de la cultura electrónica. El Moderno vacila: ¿competirá dentro de la industria cultural, porque allí está el público? ¿Se decidirá, finalmente, como el populista moderno (su viejo conocido) a celebrar las transformaciones encontrando en cada marca de la massmediatización de la cultura la clave secreta de una nueva estética?
En este descampado, el Moderno también reconoce la crisis de las vanguardias estéticas que, como la razón, de todos modos siguen cargadas de una potencialidad incumplida. El Posmoderno le señala los restos que la historia del arte dejó a su paso y hace de ese pasado el territorio de un divertido paseo arqueológico. El Moderno busca en ese pasado la fuerza de la ruptura y la resistencia de una continuidad en la que el arte fue la experiencia, más individual y al mismo tiempo más pública, de los límites y de la transgresión formal y conceptual de los limites.
El Moderno se pregunta si puede transitar por el presente solo explicando el estado de las cosas, él, precisamente, que había hecho de la historia no una explicación del presente sino una anticipación del futuro. Pero sabe que no puede seguir haciéndolo. Sus herramientas de análisis se han vuelto inseguras; sus certidumbres exhiben, a menudo, el vacío de fundamento; las creencias del Moderno deben ser formuladas nuevamente.